8- Umberto, pizza, Kyra



Creo que es hora de que te cuente cómo era la vida en la finca de Ana. Se podría definir con una palabra, tranquila. Mis hermanos parecían encantados del hecho. Disfrutaban del verano leyendo, jugando, montando con los caballos de Ana y bañándose en los ríos cercanos. En cambio, yo me aburría. No era que no me interesaran las mismas cosas que a ellos, pero de alguna manera necesitaba más estímulos.

Mucha gente de la zona nos conocía y nos acercaba al pueblo o a nuestros destinos cuando se cruzaban con nosotros. No éramos los únicos que practicábamos autostop, en las zonas rurales suele ser fácil. Los jóvenes de mi pueblo también lo hacían, aunque solo fuera para volver a casa después de una noche de fiesta. Te aseguro que conocerás gente curiosa si alguna vez sientes la tentación de intentarlo. Te recomiendo ir solo, o en pareja si no tienes confianza. Grupos más grandes no son recomendables, pues entonces los que desconfían son los conductores. Eso sí, si lo intentas hazte ver. La actitud importa mucho.

Lo malo era que la mayoría de las personas con las que me cruzaba opinaban demasiado para mi gusto. En los coches, en el pueblo, en las plazas, en los bares; por todas partes había voces, muchas voces; agudas, graves; algunas susurradas, otras desvergonzadas; todas hirientes: «Su madre es una perroflauta», «están vistiendo harapos», «¿habrán comido?», «dicen que no van a la escuela, no tienen futuro», «pobres niños, sus padres se han separado», «el estado tendría que hacerse cargo de ellos». Muchas veces quería gritarles que no había nada de malo en que una pareja se separe. No me gustaban sus miradas, no me gustaba que me juzgaran. Todos creían saber lo que era mejor para nosotros, ninguno tenía ni puñetera idea de nada. Por suerte tenía una bici que me servía para librarme de incómodos interrogatorios. Una bici que significaba libertad.

En una de mis excursiones había hecho un nuevo amigo, Umberto, un italiano de cuarenta años que vivía en una finca y se dedicaba a dar clases de cocina, inglés y yoga. Me gustaba porque no hacía preguntas tontas. Yo absorbía todo lo que me podía enseñar como si fuera una esponja. Me fascinaban las historias que me contaba de los sitios en los que había estado: la India, Malasia, Tailandia y muchos más. Soñaba con algún día poder llegar a conocer todos esos lugares.

No era la única persona mayor con la que me relacionaba. También me había hecho amigo de Arno, un amigo de Umberto de su misma edad. Vivía en otra finca un par de kilómetros más lejos. Tenía una afición extraña, le encantaba acumular toda clase de materiales de construcción y de maquinaria. Las arreglaba con el pensamiento de que algún día pudieran llegar a ser útil para algo. Creo que eso se llama síndrome de Diógenes o algo así.

Pienso que de alguna manera inconsciente estaba en busca de la figura paternal que nunca había tenido. Sí, había pasado mi infancia con Natanael y a veces lo había visto como tal, pero nunca había llegado a serlo del todo. Nunca me llegó a tratar al igual que a mis hermanos, había detalles que me hacían saber que a diferencia del resto de ellos yo no era hijo suyo, como si fuera la oveja negra de la familia o algo así.

Siempre había tenido más tareas que el resto, broncas que recaían en mí porque al ser el mayor: «tenía que hacerme responsable de las travesuras de mis hermanos». Tampoco me solía tratar realmente mal; ni a mí ni a nadie. Siempre habíamos sido una familia tranquila, calmada, menos los dos últimos años en los que empezó la locura. Hay personas que no llegas a conocer de verdad hasta el día que las cosas se complican.

Umberto quería celebrar una fiesta en su casa y había quedado conmigo y con Arno para que le ayudáramos a preparar el sitio y cocinar pizzas. Me encantaba que me enseñara a cocinar, mi madre rara vez nos dejaba, todavía no estaba acostumbrado al hecho de que quisiéramos ayudar con las tareas domésticas.

Fui el primero en llegar y apoyé mi bici contra una de las paredes de la casa revocada de adobe de Umberto. Debió haberme escuchado, pues salió por la puerta enseguida.

—¡Hola! —saludé con alegría—. ¿Qué tal estás?

—¡Marquino! —me contestó sujetándome de los mofletes con ambas manos—. ¿Cómo estás? ¿Cómo está la Mamma? ¿Cómo están tus hermanos?

Hablaba bastante alto y abriendo mucho la boca. Me hacía gracia esa manera tan expresiva de comunicarse, tuve que sonreír. A veces me parecía que me trataba como si fuera un niño de cinco años.

—Están genial y mi madre te manda saludos —contesté. Di un paso atrás para soltarme y lo miré expectante—. ¿Con qué empezamos? —Tenía ganas de ocupar mis manos.

Seguí a Umberto a través de la mosquitera que guardaba la puerta de su casa. La mitad de la planta baja era una inmensa cocina-comedor. En la parte trasera estaban la despensa, el baño y un trastero. Una escalera de madera subía a la segunda planta en la que había un par de habitaciones y una gran sala en la que impartía sus clases de yoga. Grandes ventanales iluminaban las estancias. A Umberto le encantaba la luz.

Se escuchaba a las carcomas royendo las vigas de castaño del techo. Umberto ahogó ese ruido silbando, mientras se dirigía a la despensa. Volvió a salir poco después y me miró.

—¡Vamos a organizarnos! ¿Vale? Si quieres puedes empezar por preparar el pesto, ya sabes dónde están las cosas. Luego hierves la pasta y mientras tanto voy a buscar verdura al huerto para las pizzas; tengo la masa reposando.

—Vale.

Tenía un huerto curioso, llamaba la atención porque, en vez de cavar el suelo desnudo, hacía una especie de montículos, los cuales tapaba de paja para que no saliera hierba. Luego abría pequeños huecos entre la cubierta para descubrir la tierra y poder plantar. Permacultura lo llamaba.

Comencé a picar albahaca y piñones, tan pequeño como podía, y los mezclé con aceite de oliva, sal y queso parmesano para preparar el pesto. Casi había acabado e incluso ya había puesto el agua a hervir cuando regresó Umberto.

—Parece que los demás se retrasan —murmuró. Comenzó a cortar, calabacines, berenjenas y tomates. No paraba de mirarme, me estaba empezando a poner nervioso—. Oye, por cierto, ¿tienes novia?

—Pues no... Es que... No, no sé... —balbuceé. Me había esperado de todo menos eso.

—¿Y Kyra no te gusta? —me interrumpió antes de que pudiera decir nada más. Se refería a la hija adoptada de sus vecinos.

—¡Pero si tiene doce años! ¡Es una niña! —exclamé.

—¿Y cuántos tienes tú?

—¿Yo? Quince.

—Ah. —Se quedó unos instantes parado ante la mesa contemplando la pared, con el cuchillo aún en la mano—. Tampoco es tanta diferencia, deberías fijarte en ella, es muy guapa.

Me sentía un poco incómodo con la situación, no sabía qué contestarle a eso.

Justo en ese instante sonaron un par de golpes apenas audibles en la puerta. Fui a abrir y me encontré frente a frente con la chica de la que habíamos estado hablando. Me asaltó la duda de si nos había estado espiando. Me había olvidado de que tanto ella como sus padres también estaban invitados.

—¡Kyra! —exclamó Umberto. Fue a su encuentro y le estampó un sonoro beso en la mejilla que provocó que la chica se sonrojara.

Echó un vistazo en mi dirección y me sonrió al ver que la estaba mirando también. Luego sus ojos se fijaron en la mesa.

Nunca le dije a Umberto que sí que me parecía hermosa, con sus largas piernas era muy alta para su edad, casi tanto como yo. Tenía ojos marrones muy profundos, que parecían haber visto demasiadas cosas en su corta vida. A veces emitían destellos verdosos cuando la luz incidía sobre ellos. Por alguna razón la chica me recordaba a una gacela. Era tan tímida como uno de esos animales, pero cuando la veías con gente en la que confiaba sacaba su lado salado y despreocupado. Cualquier nimiedad la hacía reír o regalarle al mundo su sonrisa brillante casi perfecta.

Aun así, creo que no era atracción lo que sentía por ella. Más bien sentía una especie de complicidad o empatía, no sé cómo definirlo mejor. Sospechaba que había pasado por situaciones complicadas al igual que yo, esas cosas las hueles.

Además, todavía me gustaba la chica de mi antiguo colegio con los ojos chocolate. Me cruzaba de vez en cuando con ella por el pueblo, pero no me atrevía a decirle nada. ¿Y si le hablaba y comenzaba a hacerme preguntas que no sabía cómo responder? ¿Y si preguntaba dónde vivía, qué hacían mis padres, qué tenía pensado hacer con mi vida? Las chicas jóvenes me parecían demasiado curiosas. Yo no tenía nada que ofrecerles. Creía que nadie iba a poder querer a un chico como yo.

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