42- 170 kilómetros (Todo igual, todo diferente 1)
Llevaba rodando desde las ocho de la mañana. Cien kilómetros hasta Plasencia, setenta más hasta casa.
—Puedo —me trataba de autoconvencer.
Desde que había salido del rainbow, había recorrido casi ciento cincuenta kilómetros al día. Casi el doble de lo que avanzábamos cuando iba con Mika. Recuerdo vagamente subir un puerto eterno, kilómetros y kilómetros de sufrimiento, una cima que parecía inalcanzable y luego un descenso por el que volaba y que se acabó en un suspiro. Pueblos, muchos pueblos sin nombre. Una ciudad, Ciudad Rodrigo. Una bici pinchada a media mañana. Un mecánico de tractores que me regaló un parche gigante que tuve que recortar, después de media hora dando vueltas por un pueblo en el que solo había ancianos. Una costra que se formaba sobre la herida de mi rodilla y que luego volvió a estallar supurando un líquido denso y apestoso de color amarillento al que trataba de ignorar. Otra costra nueva que también estallaba después de un rato, y otra costra más.
Hacía calor, mucho calor. Circulaba a través de un horno en forma de vasta extensión de polvo, praderas secas sin apenas árboles y algunos pinares que aún se habían salvado de los incendios y en los que chisporroteaban las piñas resinosas al abrirse. De vez en cuando pasaba al lado de alguna higuera con brevas maduras que calmaban el hambre, pero no la sed. El agua de mi cantimplora parecía evaporarse incluso sin abrirla, aprovechaba cada fuente que me encontraba para beber y mojar un gorro que me encontré al salir de Portugal.
Recordé que mi madre solía decir que había que tener cuidado en verano, que demasiado sol y calor pueden provocar delirios. ¿Estaba delirando ya? A veces no había fuentes y me tumbaba bajo el primer árbol que encontraba. Solo un rato, hasta que mi mente se aclaraba y volvía a montarme sobre mi bici. A veces tenía la sensación de que allá atrás, en la distancia, me seguían las sombras. Se burlaban de mí como un cazador esperando a su presa, al acecho de que cayera rendido y tirara la toalla. Yo apretaba los dientes y seguía. No sabían de qué pasta estaba hecho. Trescientos, doscientos, ciento setenta kilómetros. Aunque pareciera un barco navegando a la deriva por el infierno, tenía un destino al que llegar. Cada vez estaba más cerca.
Tenía dinero para comprar, me quedaban unos noventa euros de lo que habíamos ido ganando con Mika por el camino; pero no me desviaba más de lo necesario y apenas había tiendas por los pueblos. Ni siquiera parecían pasar autobuses.
En algún momento, tras un recodo de la carretera, apareció Plasencia. Al principio pensé que solo se trataba de un espejismo. Solo un producto más de mi mente febril. Un montón de casas, naves y talleres salidos de un sueño. Pero no, era real. Se podía oler, tocar. Era un auténtico hormiguero que dormitaba bajo el intenso sol de media tarde esperando el fresco para volver a la vida. Paré en una fuente, tomé un trago y lo volví a escupir al instante del asco. Apestaba a cloro. Tenía sed, apenas había rehidratado mis labios acartonados. Tomé otro trago intentando ignorar las náuseas y mojé mi gorro y mi cabeza antes de seguir adelante.
Al cruzar el río Jerte me dieron ganas de bajar a bañarme, pero pronto se me pasaron al ver el aspecto turbio de las aguas y el pestazo a muerte que soltaba. En mitad de la corriente flotaba algo blanco, una bolsa de plástico. Seguí adelante. Sabía que pronto me cruzaría con ríos más limpios. También con fuentes de agua no tratada que provenía de la sierra.
La fuente la encontré rápido, apenas algo más de una hora después. El sitio para bañarme no. La mayoría de los lechos de río estaban secos o eran simples arroyos tan cubiertos de zarzas que era imposible acceder al agua. No quería desviarme demasiado de la carretera para que no se me hiciera de noche por el camino antes de llegar a casa.
A pesar de ello, cuando por fin encontré una charca para bañarme situada a la sombra de unos alisos, me eché largo rato dentro del agua fría; hasta que comencé a tiritar y mis dedos comenzaron a arrugarse. Sentí un tirón en la rodilla. Salí del agua y me di cuenta de que la costra de mi herida había vuelto a despegarse. Por alguna razón parecía extenderse cada vez más a lo largo de mi pierna en vez de disminuir de tamaño. Juraba que tenía hinchazones y granos que supuraban pus donde antes no los había. Un par de ancianas vestidas con trajes de baño de colores chillones, que habían aparecido en algún momento, me dirigieron miradas llenas de asco y reproche. Traté de ignorarlas y seguí adelante. Me dije que mis heridas ya se volverían a secar de nuevo antes de llegar a casa. Faltaban más de tres horas para que se hiciera de noche y unos cincuenta kilómetros para llegar al pueblo donde vivía mi madre. Tenía tiempo de sobra, o eso creía.
Apenas diez minutos más tarde parecía que cada pedaleada que daba se volviera más pesada. Por más que pisara y pisara con todas mis fuerzas, cada vez avanzaba más lento. Al principio pensé que solo era imaginación mía, producto del cansancio; luego me di cuenta de que mi rueda trasera se estaba volviendo a desinflar. Debía estar pinchada de nuevo, o tal vez el parche gigante recortado que le había puesto el día anterior se había soltado. Acababa de pasar un pueblo poco antes de bañarme y no me apetecía volver atrás para no perder tiempo. Así que seguí adelante empujando mi bici. Se me ocurrió sacar un dedo a cada coche que pasaba por ver si alguno paraba, pero no tuve suerte. Solo me miraban con caras largas o apretaban el claxon al adelantarme como si fuera un bicho molesto que les estropeaba la contemplación del paisaje.
Tardé más de una hora en llegar al siguiente pueblo, media hora más para darme cuenta de que allá no encontraría a nadie que me vendiera o prestara un parche, tuve que seguir adelante frustrado.
Cuando por fin llegué a un pueblo grande llamado Jaraíz y logré arreglar mi bici, ya casi estaba oscureciendo. Me compré un par de plátanos en una tienda y volví al camino. Había estado tan cerca, apenas faltaban cuarenta kilómetros, pero pensé que ya era imposible llegar. No llevaba bombillas para circular de noche.
Seguí adelante a paso lento, buscando un sitio adecuado para echar mi saco, oculto de la carretera para que no me molestaran los focos de los coches al dormir. Había sacado la cobertura impermeable de mi mochila. No porque pensara que iba a llover, sino solo porque era de color amarillo fluorescente y con ella los coches me verían mejor.
De pronto escuché un motor grave a mis espaldas. Un gran furgón pintado de colores se acercaba renqueando por las curvas de la carretera. En un impulso repentino me bajé de la bici y saqué el dedo. Allí, bien visible, todo lo que alargaba mi brazo. La chica que conducía me pitó al adelantarme. Iba a maldecir en voz baja cuando me di cuenta de que ralentizaba el paso. Paró unos cincuenta metros más adelante en un sitio en el que apenas había cuneta. Ambos intermitentes brillaron en la penumbra
—¡Hola! Echa tu bici atrás antes de que venga algún coche y sube.
—¡Vale, gracias!
Abrí la puerta trasera del vehículo. El espacio de carga estaba casi vacío, solo había un colchón cubierto de una sábana amarillenta, un baúl de madera colorida y, para mi sorpresa, un trapecio completo con los alambres forrados con un tejido azul.
—Me llamo María —se presentó la chica.
—Yo Markus.
—Encantada.
Era una chica menuda de piel bronceada. Tuve la sospecha de que algo de sangre gitana corría por sus venas. Vestía una camiseta blanca con un rótulo que decía "El arte mueve el mundo" y un pantalón de tirantes de cuero de imitación. Reemprendimos la marcha. Para mi sorpresa me dijo que iba a mi pueblo. Los últimos rayos del sol desaparecieron tras el horizonte. Ya me daba igual, iba a llegar a casa cuando ya había creído que era imposible.
—Oye, he visto el trapecio que tienes allí atrás. ¿Haces circo? —pregunté para romper el hielo.
—¡Sí! El domingo actúo en la piscina. Pásate.
—¡Vale! Antes vivía en una finca en la que también teníamos un trapecio, sé algunas cosillas también. —Recordé que le había dicho algo muy parecido a la novia de Mika apenas unos días antes. Si había algo que lamentaba de no haberme decidido a viajar con ellos, era perder la oportunidad de aprender algo más, pero ya era imposible volver atrás.
—Hay una chica, que se llama Teresa, que va a empezar a dar clases de aéreos en el pueblo dentro de poco, igual te interesa apuntarte.
—¿Qué?
—Que hay una chica que va a dar clases en el pueblo, la conozco, si te interesa te doy el número.
—Sí, sí, claro, me encantaría. —De verdad había escuchado bien, parecía demasiada casualidad para ser real.
—¡Genial! Luego te lo apunto.
Cuando llegamos al pueblo ya era noche cerrada. Hacía un fresquito muy agradable, más aún después del infierno del mediodía. Una suave brisa agitaba las hojas de los árboles de un parquecillo situado a la entrada y había multitud de ancianos y parejitas de jóvenes que caminaban por el paseo a la luz de las farolas.
Me fijé en una chica estirada con una larga melena castaña que paseaba junto a un chico rubio con los pelos en punta repletos de gomina y más bajito que ella. Iban de la mano con los dedos meñiques entrelazados. Igual podría haber tenido algo así con Celia si hubiera querido, pero ya era tarde para lamentarse. Esperaba que no me odiara, pero simplemente no se me había perdido nada en León. La luz de la siguiente farola iluminó la cara de la parejita y me di cuenta de que conocía a la chica. Era Kyra, la hija adoptada de los vecinos de Umberto. Me miró con sus ojos de gacela a través del cristal del furgón, una tímida sonrisa pareció dibujarse en sus labios, luego pasamos de largo y la perdí de vista. Había cambiado muchísimo desde la última vez que la vi. No solo era más alta, sino que parecía que tenía la cara más ovalada, los labios más carnosos y la figura más estilizada, llena de curvas pronunciadas allá donde antes solo había rectas. Parecía el tipo de chica que conseguiría a cualquier hombre que se propusiera.
—Bueno, aquí te dejo —me dijo María sacándome de mis pensamientos.
—Gracias por el viaje, y encantado de conocerte.
—Lo mismo digo.
Después de bajar me quedé un rato parado apoyado en una farola. Me había centrado tanto en llegar que una vez que lo hice no sabía muy bien qué hacer. Estaba entre ir a ver a mi madre directamente o en cambio ir primero donde Noah. Al final me decidí por lo segundo por el hecho de que para ir a la finca de mi madre tenía que recorrer unos kilómetros de carretera y, en cambio, para ir a la finca de Noah todo era camino de tierra. Además, mi madre y mis hermanos igual ya estarían dormidos. Se acostaban muy temprano.
Comencé a subir la montaña poco a poco. Paraba de vez en cuando para aspirar la fragancia conocida de los robles y tomar fuerzas para lo que me pudiera encontrar.
Al llegar arriba me di cuenta de que las luces de la casa todavía estaban prendidas, tal como había pensado. Apoyé mi bici y mi mochila contra una columna del porche y golpeé mis nudillos con suavidad contra los cristales de la parte superior de la puerta. Se escucharon pasos. Noah me miró a través del vidrio. Sus labios formaron una «o» inmensa. Abrió la puerta de golpe y me estrechó entre sus brazos.
—¡Ha vuelto el hijo pródigo! —exclamó. ¿Cuándo has llegado? Pasa, pasa, estoy haciendo una crema.
Respiré de alivio, me había temido que aún pudiera estar enfadado. Igual laopción de volver a quedarme en la finca de Noah seguía siendo muy atractiva.Sabía que con él me sentía más libre que cuando estaba en la finca de mi madre.Sí, me quedaría con Noah de nuevo, pero esta vez las cosas iban a serdiferentes. No me resignaría a aislarme del mundo en la montaña. Esta vez merelacionaría con más gente por mi cuenta. Me inscribiría en esas clases deaéreos de las que me había hablado la tal María. Solo necesitaba encontrar unaforma de ganar algo de dinero para mis gastos.
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