36- Andando sobre las nubes (Nuevos horizontes 8)


Recuerdo que poco a poco el lugar del rainbow se fue poblando. Los primeros días la gente llegaba a cuentagotas, cruzaban el río en parejas, despacio, tímidos, temiendo haberse equivocado de destino; pero pronto hubo un verdadero torrente de caras nuevas rondando por doquier que se escuchaba a kilómetros de distancia. Imposible de pasar por alto. También me estaba dando cuenta de que este rainbow era bastante diferente del que había estado en el sur. La gente era más sucia, ruidosa, más dormilona durante el día y más activa durante la noche. Y al otro lado del río, allá donde aparcaban los últimos coches fuera del recinto oficial, a menudo se juntaba una tropa de tamaño no menospreciable y corría el rumor de que entre ellos los porros volaban de mano en mano a una velocidad endiablada.

Nosotros habíamos formado nuestro propio pequeño grupito: Mika, Althea, Amelie y yo. Nos pasábamos el día colaborando en cocina, participando en alguno de los talleres o yendo a "reciclar" comida a alguno de los contenedores de supermercados cercanos. También he de decir que pasaba bastante rato solo, ensayando los trucos de malabares que me había enseñado Mika y que cada vez me salían mejor. Un día volvía de darme un chapuzón mañanero en el río cuando ya de lejos vi a Mika haciéndome señas con la mano.

—¡Che! No te lo vas a creer, pero al final vamos a poder ir a trabajar a la fruta como querías, y a Francia, que seguro que pagan mucho más, ¿verdad Amelie?

—Sí, mi padre tiene granja de ¿cómo se dice? ¿Aprikote?

—¿Albaricoque?

—Sí, esa.

—Mirá. Después del rainbow agarramos la bici y vamos para allá, y hacemos un montón de plata y después vamos donde queramos. ¿Qué te parece? E igual hasta...

—No, no —lo interrumpió Amelie—. Después del rainbow ya es tarde. Ya es acabando la temporada ahora. Tiene que ser año que viene.

—Ah. Vaya —se lamentó Mika—. Entonces no nos sirve para nada. No creo que vayamos a estar por acá cerca el año que viene.

Yo no tenía la misma opinión. Pensaba que igual yo sí estaría cerca al año siguiente, pero no lo expresé en voz alta.

Esa misma tarde me fui a dar una vuelta en bici hasta el pueblo. Solo, pues Mika participaba en un taller de yoga junto con Althea.

Por el camino de vuelta vi algo raro ya desde lejos, cuando aún no había perdido ni siquiera las últimas casas del pueblo de vista. Había unos bultos extraños sobre el asfalto, allá donde la última carretera terminaba y daba paso a un camino de tierra y a varios senderos que serpenteaban entre los pinos y plantaciones de maíz y hortalizas. Los perdí de vista en un recodo de la carretera, pero pronto comencé a escuchar ruidos extraños. Risas, voces, trozos de frases incomprensibles.

De pronto vi un cuerpo tumbado encima del asfalto, como si alguien lo hubiera materializado allí por arte de magia. Tuve que frenar de forma tan brusca que por poco salí despedido de la bici, pero logré detenerme a centímetros de la cabeza. Era un chico. Clavó un par de ojos negros en mí por un instante. Luego estalló en carcajadas.

Tomé un par de respiraciones profundas tratando de bajar el ritmo de mi corazón que tamborileaba con fuerza dentro de mi pecho. El chico parecía haberse olvidado por completo de mi presencia. Señalaba algo situado en la copa de un pino y murmuraba cosas incomprensibles en voz baja. Alcé la vista y me di cuenta de que por los senderos de los alrededores había al menos cinco personas más dedicándose a las actividades más diversas. Algunos sentados entre la hierba seca, otros tumbados y abrazados entre ellos. Uno daba vueltas y vueltas al tronco de un árbol, primero en un sentido, luego hacia el contrario, como si estuviera encerrado en una habitación desconocida y buscando la puerta de salida en vano.

Creí que nadie se daba cuenta de mi presencia hasta que me di la vuelta y vi a un hombre mirándome. Era mayor de rostro moreno y una larga melena encanecida que ya creía haber visto por el rainbow. Estaba sentado al borde de la carretera, justo un par de metros antes del chico que seguía tumbado sobre el asfalto murmurando para sí mismo. Parecía estar vigilando a la gente del grupillo por si por un extraño capricho del destino aparecía algún coche perdido por allá. Debí haberlo pasado por alto durante mi loca frenada.

¡Boa tarde! —me saludó. Había algo diferente en él, me di cuenta de que era el único del grupo que no tenía las pupilas dilatadas. Añadió algo en un dialecto de portugués tan cerrado que no comprendí ni una palabra.

Sorry. Do you speak english? —pregunté—. ¿O español? —Comenzó a escupir un río de palabras incomprensibles en mi dirección. Estaba claro que el portugués era su único idioma—. ¿Qué les pasa? —pregunté señalando a los otros chicos mientras encogía los hombros aprovechando un momento de silencio.

¿Eh? ¡Ah! ¡Cogumelos! —aclaró.

—Ah, vale —dije como si fuera lo más normal del mundo, aunque no tenía ni idea a qué se refería.

Recogí mi bici y crucé despacio a través del grupo, con cuidado de no tropezarme con nadie. Cuando ya me separaban unos veinte metros de ellos, me giré por última vez. Después monté en la bici y reemprendí mi marcha. Dos de los chicos me despedían sacudiendo la mano, luego estallaron en carcajadas de nuevo.

Estaba tan absorto en mis pensamientos que me deslicé por la cuesta que bajaba hacia el fondo del valle donde se celebraba el rainbow flotando como en un sueño. Volaba por el sendero de cabras cuesta abajo a toda velocidad, viendo como las jaras y retamas que bordeaban el camino se convertían en un único tapiz verde que me abrazaba y se apartaba para dejarme paso. Lo que no vi fue la piedra que se me cruzó y de repente estaba volando de verdad por los aires. Me despertó el sonoro impacto de mi cuerpo contra el suelo.

Estuve un rato tumbado entre el polvo, contemplando mis brazos desgarrados como si no fueran míos y preguntándome si todo lo que había visto en la última media hora había sido real o si me lo había imaginado. Traté de incorporarme y sentí como si un intenso flechazo ardiente se clavara en mi rodilla. Miré a mi alrededor confuso. El aire parecía más limpio y brillante que de costumbre. En algún lugar lejano cantaba una chicharra. Examiné mi pierna y vi que tenía una larga herida abierta que llegaba desde el hueso de mi rodilla hasta la mitad de la tibia. Por suerte no parecía demasiado profunda; a pesar de ello, dolía una barbaridad. Con mucho cuidado me quité un par de piedrecitas que se me habían incrustado y un pedazo de piel que se había quedado suelto. No podía hacer nada contra el polvo que se había colado y que ardía por doquier, necesitaba agua para lavarme. El río.

Despacio me levanté, me volví a sentar al instante porque todo en mi cabeza daba vueltas. Poco a poco lo intenté de nuevo, apoyándome en mi bici hasta que el mareo se esfumó. Así apoyado y cojeando me dirigí hacia el fondo del valle.

Mi herida se curó bastante rápido. Cinco días después solo quedaba una larga costra marrón como recuerdo de mi desventura. A todos los que me preguntaron solo les conté que me había caído de la bici, nada les dije de los chicos raros de la cima. Tampoco importaba.

Había adquirido la costumbre de ir al río a bañarme a primera hora de la mañana aprovechando que todo el campamento aún estaba desierto y solo veías gente durmiendo dentro de sus sacos o, como mucho, un par de pies sobresaliendo de una tienda. Pocos madrugaban, por lo que solía tener mi sitio de baño favorito solo para mí. Estaba situado al final del valle, allá donde el río se perdía entre dos acantilados. En una orilla había una pequeña playita de arena oscura que daba paso a una subida abrupta coronada por una cresta de tierra alargada que parecía servir para que el río no se desbordara en invierno y tras la que había una extensa pradera y un bosquecillo de robles que quedaban ocultos de la vista cuando te bañabas. En la otra orilla había un zarzal inmenso repleto de moras.

Y allí estaba yo con todo el cuerpo sumergido bajo el agua y solo la cabeza a la vista como de costumbre cuando un día escuché voces.

Al principio solo eran susurros lejanos, indescifrables, luego se fueron intensificando y aclarando. Dos, tres, cuatro vocecillas de chicas adolescentes chillonas. Procedían de detrás de la cresta de tierra. No podía ver a sus dueñas, ni ellas a mí.

—No me jodas, no me digas que no está bueno ese tío.

—¡Ya ves!

—¡Claro!

—No sé, creo que no es mi tipo.

Me sonaba la última voz. La relacionaba con una chica rubia menuda de unos dieciséis o diecisiete años que, junto con su madre, se había sentado al lado de Mika el día anterior durante la comida. ¿Sería ella?

—Va tía, ¿no viste cómo se le marca esa tableta de chocolate y cómo se mueve cuando baila capoeira?

—Y esos pedazo de labios. Solo los negros tienen esos labios tan grandes.

—Dicen que los negros también tienen grande otra cosa.

—¡Hala! ¡No me jodas que se la has visto!

—Sí, ¿eh? ¡No! Si es de los raritos que siempre se bañan con bañador.

—Pues sí.

—¡Eh! ¡No me miréis así tías! ¡Qué de verdad que no se la he visto!

—Pero te gustaría ¿verdad?

—Claro, al igual que a vosotras.

—No sé, a mí no. ¿Qué os pasa? Si tendrá como treinta años.

—Veinticinco.

—¿Cómo lo sabes?

—Se lo escuché decir el otro día.

—¿Ves? Tampoco es tanto, Celia. Si a mí me tirara los tejos como a ti, ya me lo habría tirado.

—Jaja, ¡qué puta!

—Calla, Laia, que tú harías lo mismo.

Na, tengo novio, y además me gusta más el otro, su amigo.

—¿Ves? No todas piensan como tú.

—No me jodas Celia. ¿También es el otro el que te gusta? Bueno a ver, tampoco está mal ese, pero creo que tiene novia.

—¿Eh? No, no, el que me gusta no es ese.

Me estaba acercando a la orilla para coger mi bañador. A pesar de que ya estaba acostumbrado a que me vieran desnudo, como a la mayoría de los que acudían al rainbow, por alguna razón en ese momento me daba vergüenza imaginar que esas chicas estaban a punto de descubrirme en bolas. Solo hacía falta que una de ellas se asomara por encima de la cresta de tierra y me vería.

—¡Ves! Pero te mola alguien. Te he pillado.

—¿Quién es?

—Bueno, em, sí, no, tampoco es que me mole, pero es mono.

—¡Hala! ¿Quién es?

—Creo que se llama Markus.

La sorpresa me pilló sentado sobre la arena de la playa con mi bañador entre manos a medio subir. ¿Cómo? ¿Había escuchado bien?

—¿Quién es ese?

—Creo que sé quién es. Es ese chico rubio que está todo el día con las malabares, ¿verdad?

—Sí.

Me deslicé de vuelta al agua; despacio, con cuidado de no levantar ni una ola.

—No sé, es guapillo y no tiene mal cuerpo y tal, pero no habla con casi nadie.

Creí percibir una sombra que caía sobre el río. ¡Mierda! Estaba a unos quince metros del próximo recodo, situado río abajo. Tomé tanto aire que parecía que mis pulmones fueran a reventar y me zambullí en las profundidades; dejando que el agua, que se cerraba sobre mi cabeza, ahogara el resto de la conversación de la que había sido testigo sin querer.

Emergí al otro lado del recodo, justo detrás del bosquecillo de robles. Allí las voces de las chicas se habían convertido otra vez en un susurro lejano interrumpido de vez en cuando por una sonora risotada.

Me arrastré debajo de los robles y me puse a investigar los alrededores con la mirada. No podía pasar por la pradera sin que me vieran y en la otra orilla había zarzas. Río abajo había un caminito que transcurría paralelo al mismo hasta desviarse un par de kilómetros más adelante y dirigirse hacia el pueblo, allá donde había tenido el accidente en bici. Sabía que siguiéndolo había un momento en el que podías volver al rainbow por otro lado, pero era una vuelta larguísima difícil de acortar debido a las zarzas y demás arbustos espinosos que se criaban por todas partes. Pensé que lo mejor sería quedarme en el bosquecillo escondido a la espera de que las chicas fueran a bañarse y luego salir por la pradera sin que me vieran.

Al menos una hora después seguía tumbado en el bosquecillo. El sol hace rato que había lamido los últimos retazos de humedad de mi piel y apretaba fuerte desde el cielo amenazando con convertir ese día en uno de los más calurosos desde que había llegado al rainbow. Mi problema era que las chicas aún seguían en el mismo sitio. ¿Qué hacían tanto tiempo sin entrar en el río? Al final me harté de esperar. Me incorporé despacio, me masajeé mis piernas dormidas y después me encaminé hacia la punta más distante del bosque, pisando con cuidado para no hacer crujir ninguna rama, y salí al camino. Pensé que a esas horas igual podía aparentar venir desde el pueblo.

Las chicas ya me vieron venir desde lejos. Un par de ellas me saludaron con la mano. La otra le dijo algo a la tal Celia, que efectivamente era la rubia que había visto el día anterior, y me pareció que esta última se puso coloreada.

Hello!

—¡Hola!

—Mira, si habla español.

—Em, sí. ¡Qué calor hace hoy! ¿No? Vengo casi desde el pueblo y estoy que me aso. Creo que me voy a dar un baño. ¿Os venís? 

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