33- La Makabra (Viaje 17)
El ronroneo grave de unos motores me despierta. ¿Dónde estoy? Me incorporo despacio, con cuidado. Algo fino y pesado se escurre con un suave cosquilleo a lo largo de mi espalda hasta acabar en el fondo de mi saco. Arena, sigo en la playa de Barcelona. Se vuelve a escuchar el ronroneo acompañado de un suave "chof, chof, chof"; suena como si alguien estuviera batiendo huevos. Echo un vistazo entre las rocas del rompeolas y veo tres máquinas extrañas recorriendo la playa de lado a lado.
Me froto los ojos para tratar de vislumbrar mejor lo que están haciendo. Creo que están barriendo y aplanando la arena o algo parecido. Cosas extrañas del primer mundo. Supongo que con la cantidad de basura que tiran al día los turistas; si no limpiaran, pronto la playa se convertiría en un estercolero. Por suerte los extraños vehículos no pasan cerca del rompeolas. Trato de adivinar la hora por la posición de las estrellas. Cuesta un poco verlas con todas las luces procedentes de las farolas, pero creo que deben ser las cuatro o las cinco de la mañana. Me tumbo de nuevo y trato de relajarme. Me pierdo entre el "chof, chof, chof" discontinuo y el susurro suave de la brisa y las olas que rompen contra la playa en algún lugar distante, cada vez más distante.
Me despierta el penetrante graznido de las gaviotas y el calor insoportable de los rayos de sol que impactan sobre mi saco convirtiéndolo en una sauna que se pega contra mi piel. Me deshago de la tela molesta y me siento sobre la arena. Apenas hay gente en la playa aún, pero sobre el paseo a lo lejos veo algunos patinadores y corredores matutinos. Sacudo la arena que se ha colado dentro de mi saco y entre mi ropa. Un par de chicos morenos no paran de mirarme de forma molesta. ¿Querrán algo? ¿Nunca han visto a nadie durmiendo en la playa?
Parece que se han dado cuenta de que los he visto, se giran y comienzan a perderse entre las calles lejanas. Me acerco al agua para darme un baño rápido y quitarme el sudor. Apenas deben ser las diez de la mañana, pero el sol ya pega de forma increíble, hoy será un día caluroso.
Después de desayunar algo, recojo mis trastos y me encamino hacia La Makabra de nuevo. No he vuelto a ver ni rastro de los chicos morenos.
Esta vez el edificio ya está abierto. Entro en una especie de gran recibidor que da paso a varios espacios divididos por telas o paredes de planchas de madera. Hay carteles pegados por todas partes. "Cocina" y "Baños" a mi izquierda; "Biblioteca" y "Residentes" a mi derecha, donde también hay una escalera que sube hacia un gran altillo desde el que se escuchan voces apagadas; "Escenario" y "Gimnasio" enfrente de mí.
No hay mucha gente. Solo un par de chicas algo mayores que yo tomando un batido y conversando en francés y un chico alto y delgado que está sentado sobre una silla a lo lejos leyendo un libro.
—¡Hola! —lo saludo al llegar a su altura. El chico levanta la vista de su lectura y me mira con cara expectante y algo confusa—. Me llamo Markus, un amigo mío llamado Mika me contó que había estado en este lugar y que aquí cualquiera puede venir a entrenar, ensayar e intercambiar ideas y experiencias.
—¡Bon dia! Sí, sí —contesta el chico. Echa un vistazo a las francesas, se rasca detrás de la oreja y después me vuelve a mirar de golpe abriendo mucho los ojos, como si estuviera sorprendido de que aún seguía delante de él—. No me suena nadie llamado Mika. Igual Rober o Iban lo conocen, llevan aquí más tiempo. Pero sí, se puede ensayar aquí y además vive gente. Si vas hasta el fondo encontrarás el gimnasio. Seguro que hay alguien por allá
Resulta que el gimnasio ocupa casi la mitad de la superficie de la nave en la cual está incluido todo el complejo. Un enorme telón que cuelga del techo lo separa del escenario. Supongo que servirá para que los artistas puedan salir y entrar fácilmente a través de él cuando hacen actuaciones en este lugar. Hay un montón de materiales para hacer ejercicio esparcidos por el suelo de la sala: máquinas para hacer pesas, colchonetas de un montón de medidas y colores diferentes, borriquetas, una cama elástica gigante. Además, de las vigas de acero del techo cuelgan diversos aparatos como trapecios, anillas, sogas y telas de todos los colores y aspecto algo grasiento. ¡Bingo!
Hay unos cuantos grupos de personas realizando diferentes actividades, sobre todo Break Dance y otros bailes acrobáticos. Dos chicas practican un número sobre un trapecio y un par de chavales están aprendiendo a hacer mortales bajo la atenta mirada de un hombre mayor que los corrige.
Cada grupo parece ir a su aire. Dejo mi mochila en una esquina y me acomodo sobre el suelo a su lado. Me siento algo confuso, fuera de lugar, como si solo me hubiera enfocado en llegar aquí sin pensar qué pretendía hacer después. O tal vez me siento raro porque nadie parece reparar en mí, como si solo fuera una máquina más apilada en una esquina. ¿Habrá sido un acierto venir aquí?
Después de un rato observando a la gente sin hacer nada, no aguanto esperar más. Me cambio de ropa, caliento un rato y comienzo a encaramarme por una tela vertical. Trato de recordar todos los diferentes ejercicios que sé hacer.
Después de los primeros arrojes, la adrenalina borra todas las preocupaciones de mi mente. Puedo constatar que aún estoy en forma, las largas caminatas cargando con mi mochila han surtido su efecto.
Estoy empezando a tener hambre, deben ser las dos o las tres de la tarde. Me preparo una pequeña ensalada con los últimos restos que guardo en mi mochila y comienzo a comer. A lo largo de la mañana fui observando como entraban un montón de personas diferentes que utilizaban los aparatos más diversos por un rato y después volvían a marcharse. Por alguna razón fui el único en usar las telas. Estoy algo decepcionado. En parte vine aquí pensando que podría aprender nuevas técnicas en dicho aparato. Por suerte también hago algo de trapecio fijo y un chico me enseñó un par de secuencias nuevas hace un rato al ver que trataba de imitarlo. Entre ellas un medio mortal de salida hacia atrás, mucho más simple de lo que hubiera creído. Creo que con nada que lo practique un poco perfeccionaré los últimos detalles. También podría aprender algo completamente nuevo, como mortales sobre las camas elásticas o en el suelo; Break dance o capoeira, pero digamos que mi sentido del ritmo no es demasiado bueno, pienso que voy a parecer un pato mareado y me da un poco de corte.
Va siendo hora de que intente establecer conversación con alguien. Termino de comer y me acerco al hombre que había estado impartiendo la clase de saltos mortales por la mañana. Ahora está sentado sobre una silla blanca, que parece sacada de un bar, mirando como un grupo de chicos jóvenes hace mortales sobre una cama elástica en una esquina mientras no para de sacudir la cabeza.
—¡Hola! ¿Sabes si hay alguien que enseñe telas por aquí? —le pregunto.
—¿Eh? —Me mira de arriba abajo encogiéndose en su silla. Parece como si hubiera salido de un trance.
—Perdona, quería saber si hay alguien que dé clases de telas verticales aquí.
—¿Telas? Sí, sí, no. Espera, no, creo. Antes había una chica que daba clases los lunes, pero se marchó hace dos semanas. —Se encoge de hombros como disculpándose y me dedica una sonrisa forzada—. Tranquilo, chico, algunos días pasa gente a practicar. Igual si sigues viniendo tienes suerte. Pero te he visto antes y creo que tampoco suelen venir muchos por aquí que tengan tu nivel.
—Vale, gracias.
Me acerco a un cartel que vi hace un rato en uno de los pasillos laterales, más decepcionado aún tras la conversación con el profesor de mortales. En el cartel se anuncian todas las clases que, en teoría, se imparten a lo largo de la semana. Hay de todo: Thai-chi, aikido, break dance, clown, capoeira y un montón de tipos de acrobacias. Igual si me apuntara a alguna de ellas no me quedaría mucho tiempo libre para aburrirme, pero hoy en teoría tocaba aikido, y ni rastro del profesor o de los alumnos. Igual en verano descansan. Tampoco es que sepa cuándo se colgó esta lista. Vuelvo al gimnasio a subirme un rato más a las telas.
Llevo un rato en las alturas sin poder quitarme la sensación de encima de tener muchos ojos clavados en mí. Hace más calor aquí arriba, bajo la chapa oxidada del techo. Contemplo la sala que se extiende a mis pies. El profe de mortales sigue en su rincón. Ahora está conversando con el chico que vi leyendo en la entrada a primera hora de la mañana. Hay un par de malabaristas ensayando en el otro lado de la nave y un hombre mayor levantando pesas. Me doy cuenta de que hay otro pequeño grupo formado por dos chicas y un chico jóvenes sentados en la entrada. Cuchichean entre ellos y de vez en cuando miran en mi dirección.
—No tía, ¡ves tú!
—¡Va! ¿Et fa vergonya?
—¿A mi?¡Ja! Et fa vergonya a tu...
Alguien enciende música y soy incapaz de seguirles escuchando; pero, al bajar de la tela, veo por el rabillo del ojo como una de las chicas se me acerca.
—¡Hola! Perdona, me llamo Esther —se presenta. Se escuchan risas ahogadas a lo lejos. Me giro hacia la chica. Es bajita. Una media melena negra tapa parte de su rostro. Vuelven a escucharse risas ahogadas. Esboza una media sonrisa. Se está poniendo roja.
—¡Hola! Yo me llamo Markus.
—Perdona, mira... Mira em...
—¿Qué?
—Mira, es que te estábamos viendo en las telas y te queríamos preguntar si nos podías dar clases. Hacíamos telas con Inés, pero ya no viene por aquí.
Supongo que Inés será la chica de la que el profe de mortales me habló antes. La propuesta es tan inesperada que no sé ni qué decir. ¿Yo haciendo de profe?
—Em...
—Si no tienes tiempo o no puedes, no te preocupes.
—No, no, claro que os puedo dar clases si queréis.
—¡Genial!
La chica hace señas a sus amigos, que siguen sentados en la entrada, para que se acerquen.
—Mira, estos son Dani, mi novio —aclara—. Y esa de allí es Laura, mi mejor amiga.
El chico es un rubio de ojos azules más alto que yo y la tal Laura por alguna razón me recuerda bastante a Kyra, la joven vecina de Umberto que aún sigue viviendo en el norte de Extremadura. Se parecen tanto que da hasta grima. Tiene la misma melena castaña, los mismos labios, los mismos ojos, aunque quizá sea algo más bajita y musculosa. Me dedica una tímida sonrisa. Vale, no es Kyra; Kyra no tiene dientes de conejo, ni tampoco tiene los ojos azules. Me pregunto qué edad tendrán estos chicos. Creo que unos dieciséis o diecisiete años.
—¡Hola!
—¡Ey!
—¡Hola!
—¿Qué día te vendría bien para darnos clases? —pregunta Esther. Directa y al grano.
—No sé. ¿Qué tal os va los martes y jueves por la tarde? —Recuerdo que en dichos días no había nada escrito en el cartel que leí hace un rato. Tal vez habrá poca gente y será un buen momento. Lo último que quiero es dar clases con un montón de peña mirando y juzgando si las imparto bien o no.
—Vale, nos viene bien —afirma Esther después de consultarlo un rato con los otros dos—. ¿Cuánto nos cobrarás?
Otra cosa sobre la que no tengo ni idea, ¿a cuánto cobrarán las clases los demás?
—No sé, ¿cuánto pedía Inés?
—Pues Inés nos cobraba treinta euros al mes a cada uno, pero solo nos daba dos horas los lunes una vez a la semana —salta Laura, parece un poco asustada por si les voy a pedir mucho más.
—Entonces, ¿qué os parece diez euros a la semana, dos horas el martes y dos el jueves?
Se miran entre ellos sorprendidos.
—Oye, ¡genial, gracias! —dice Esther antes de que pueda añadir nada más.
—Bueno, tenemos que irnos ya, tengo que devolverle el coche a mi hermano —observa el tal Dani tras consultar su móvil.
—¿Ya?
—Sí, ha quedado con la tía esa de la piscina. Como no se lo lleve, me mata.
—Vaya. Adeu. ¡Nos vemos el martes!
Cruzo la sala y me siento al lado del profe de mortales del que aún no sé ni el nombre. Tengo la sensación de que todo pasa rápido, muy rápido. Tal vez sea el ritmo de la ciudad el que acelera el tiempo y nos arroja hacia el vacío de lo desconocido, como si fuera una de esas atracciones de feria, antes de que podamos pensar en protestar.
El otro chico ahora está haciendo piruetas encerrado dentro de un aro. Lo observamos en silencio hasta que termina y se vuelve a sentar con nosotros. Igual es mi oportunidad para conocer un poco más sobre el funcionamiento del lugar.
—Oye, ¿sabéis a quién hay que preguntar si te quieres quedar a dormir? —pregunto.
Ambos chicos se miran.
—Depende, si te vas a quedar mucho tiempo hay que hablarlo con todos los que vivimos aquí permanentemente, ahora mismo no hay ninguna habitación libre. Pero vamos, si solo es por unos días te puedes quedar durmiendo aquí en el gimnasio, no serías el único, hay algunos que llevan aquí semanas.
—Sí; si solo son unos días, no hay problema. ¿Necesitas mantas o algo?
—Enric, ¿para qué iba a necesitar mantas con este calor?
—No sé, bueno, es verdad.
—¡Gracias! De todas formas, tengo mi saco.
—Ah, vale. Yo soy Iban —se presenta el profe de mortales—. Y este es Enric, si tienes algún problema o necesitas algo, avísanos.
Efectivamente, a la hora de dormir somos tres. Yo, uno de los malabaristasque vi antes y un hombre mayor con aspecto de mendigo callejero tumbado en laotra punta de la sala sobre unos cartones. Tengo mil cosas rondándome por lacabeza. Por mucho que intentes planear tu vida, nunca sabes lo que esta tetiene preparado. Por suerte estoy tan cansado de todo el ejercicio que he hechoa lo largo del día, que no creo que me vaya a costar mucho conciliar el sueño.
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