31- Destino Barcelona (Viaje 16)

—Entonces, ¿de verdad no te quieres venir conmigo a buscar trabajo en la vendimia, amigo?

La grave voz de Musa me saca de mi ensueño momentáneo. Estamos en una parada de autobús de un pueblo llamado Mollerusa esperando a que mi transporte se digne a llegar de una vez.

—No, lo siento. Tengo muchas ganas de conocer La Makabra, el circo ocupa que te conté que hay en Barcelona. Tal vez nos volvamos a ver después.

—Bueno, vale. Entonces, si me quieres hacer un favor, llévale esto a mi hermana que vive allá. —Me entrega una bolsa repleta de paraguayas y un papel con una dirección apuntada—. Ya le dije esta mañana que irías cuando la llamé, le gustan mucho.

—Vale, tranquilo, se los llevo. —Se escucha un sonoro resoplido que anuncia que mi transporte por fin se ha parado en la dársena al lado de la cual nos encontramos. Varios ancianos se levantan y comienzan a dirigirse hacia el vehículo. Las ruedas de sus maletas rebotan sobre el pavimento irregular. Alguien maldice en voz baja—. Bueno, creo que me toca irme ya. Encantado de haberte conocido.

—Lo mismo te digo, amigo.

Busco asiento, Musa aún me está mirando a través del cristal. Contemplo como se da la vuelta y desaparece entre la multitud. Tengo curiosidad por ver cómo será su hermana. Por lo que me ha contado, trabaja de interina para una familia adinerada. Según el papel que me ha dado Musa, vive en una calle llamada Avenida de Pedralbes, no sé qué esperarme bajo ese nombre. Me extraña un poco que me mande a conocerla así sin más. No es algo que me hubiera esperado de un musulmán.

El autobús arranca. He optado por no hacer autostop esta vez, estoy algo molido de las dos semanas que hemos estado trabajando en la cosecha y además tengo dinero más que suficiente ahora mismo como para no preocuparme por los quince euros que vale el billete. Al final llegamos a trabajar unas ciento treinta horas en total y ganamos más de setecientos euros cada uno. Aunque según el contrato, que no llegamos a firmar hasta esta mañana, solo hemos trabajado y ganado la mitad. El momento fuerte de la cosecha ha pasado y nuestro jefe nos dijo que no nos podía dar más trabajo ya; sin embargo, se quedó con nuestros números de contacto por si queríamos volver otro año. Me recordó que aún llevo mi móvil encima. No le hago mucho caso; hace semanas que lleva dando tumbos por mi mochila sin batería. Tampoco es que haya tenido un sitio donde cargarlo.

Por fin he encontrado la calle que me indicó Musa, llevo un rato andando por Barcelona, pues el metro que cogí al llegar a la estación de autobús no me dejó demasiado cerca de mi destino. Por lo que veo estoy en un barrio bastante pijo. Largas hileras de árboles se extienden a ambos lados de la carretera. Según avanzo, buscando el número indicado en el papel que llevo, me cruzo con lujosos edificios de pisos y chalés imponentes rodeados de piscinas y zonas verdes. Un grupo de hombres trajeados me miran con cara de disgusto; se ve que lo de encontrarse a un chico con una camiseta descolorida y mochila enorme como yo, no es algo que les suela pasar todos los días. Con un impulso repentino levanto la mano como si fuera a saludarles. Todos se giran y me dan la espalda. ¡Creídos!

He llegado al número indicado en el papel de Musa; es una gran casa adosada con jardín y piscina propia. No me sorprende. Supongo que para poder permitirte contratar una interna debes estar forrado de pasta.

Llamo al timbre de la puerta del jardín. Espero no equivocarme. ¿Y si en vez de la hermana de Musa me abre algún pijo desconocido? «Lo siento señor, solo pasaba por aquí, espero no haberle molestado». Intento buscar alguna escusa convincente por si acaso.

—¿Hola? —se escucha una voz grave de mujer por el interfono.

—¡Hola! Soy Markus, el amigo de Musa.

—Ah, vale, vale. Pasa, que ya bajo.

Suena el zumbido del portero automático. Empujo el portón metálico y comienzo a cruzar el jardín dubitativo. La puerta del edificio se abre y una mujer rolliza y bajita de unos cuarenta años aparece en el umbral. Tiene la misma cara que Musa.

—¡Hola! Pasa, pasa.

—Gracias, pero la verdad es que no tengo mucho tiempo. Solo he venido a traerte lo que Musa me dio.

—Pasa amigo, no debes tener vergüenza. Los jefes están de vacaciones en los Pirineos. Pasa y te tomas un té.

—Bueno, vale.

Me siento sobre un sofá de piel blanca. La hermana de Musa ha desaparecido tras alguna puerta. Todo a mi alrededor está impoluto y rezuma lujo y ostentación. La mesa reposa sobre cuatro patas de madera tallada y es de cristal transparente; al igual que las vitrinas de las paredes tras las cuales se pueden contemplar los intricados dibujos que decoran diversas piezas de cerámica. En la pared de enfrente hay un televisor enorme, detrás de mí, un cuadro con paisajes campesinos. Todo está tan limpio y cargado de trastos que me siento incómodo a más no poder. El polvo acumulado en mis zapatos y mi mochila parece el doble de visible que hace un rato. Espero no ensuciar nada ni tropezarme con alguna pieza de la decoración sin querer. Me pregunto cuánto tiempo llevará mantener esto limpio, no envidio a los empleados del hogar.

Después de llevar dos semanas durmiendo en una nave abandonada resulta un poco surrealista encontrarme ahora en un sitio así, una muestra perfecta de la desigualdad que reina en el mundo.

Escucho los pasos de la hermana de Musa retumbando por el pasillo. Entra cargando una bandeja con una tetera, dos vasos y un cuenco repleto de galletas humeantes. Huele a jengibre y a canela.

—Prueba, las hice hace un rato.

—Vale, gracias.

Mordisqueo una galleta, está buenísima. La hermana de Musa nos ha echado té en sendos vasos. Tomo un sorbo y casi lo escupo sin querer. Está cargadísimo de azúcar. Espero que la mujer no se haya dado cuenta de mi reacción. Voy tomando el líquido humeante a pequeños tragos intentando no poner mala cara. Seguro que, si me esperara a que se enfríe, llegará un momento en que el azúcar precipite en el fondo. Ni que quisieran competir con los tés marroquíes. El sonido de un reloj de cuco apoyado en una pared interrumpe el silencio. Son las ocho. ¡Mierda! Espero que en La Makabra no cierren pronto por la tarde.

—Oye, de verdad que lo siento, pero me tengo que ir ya.

Me incorporo antes de haber terminado de hablar.

—¿De verdad? Vaya.

—¿Por casualidad sabes cómo se llega a la torre Agbar?

—¿Vas a la torre Agbar? —Se calla unos segundos, parece estar reflexionando—. Creo que lo más fácil es que bajes a la Avinguda Diagonal y cojas el metro. Espera, que salgo contigo y te indico.

Me apeo en una estación llamada Glories tal como me indicó la hermana de Musa. Puedo ver la torre nada más salir a la superficie, es feísima, parece un falo enorme. Según el mapa que me dibujé, La Makabra se encuentra muy cerca, en una calle llamada Carrer d'Àvila. Espero que sea fácil de encontrar.

Llevo un rato dando vueltas sin éxito. Ahora estoy al lado de una comisaria de los Mossos. ¿Es posible que pueda haber un circo ocupa tan cerca de la policía? Miro a mi alrededor tratando de encontrar a alguien a quien preguntar. Apenas hay un alma por la calle. Diviso un anciano en un cruce a lo lejos y comienzo a andar antes de que se pierda de vista.

—¡Ey! ¡Oiga! Espere, por favor. —Se gira y me mira con ojos dubitativos—. Perdona, estoy buscando la calle de Ávila.

—Estás en ella, noi.

—Vaya, gracias. —Quién lo hubiera imaginado.

—No res.

Me fijo en qué sentido de la calle el número de los edificios disminuye en el orden correcto. Parece que me toca torcer hacia la izquierda a una especie de callejón sin salida. Diviso un cartel colorido justo en el fondo. ¡Bingo!

Al acercarme me encuentro con un portal de hierro enorme y cerrado. "La Nave espacial", se puede leer en un grafiti dibujado sobre él, "La Makabra. Horario de apertura: 9:00 hasta 21.00". ¡Mierda! Creo que se me ha hecho tarde. Me tocará encontrar otro sitio para dormir. ¿Dónde se podrá dormir en una ciudad desconocida? Espero no tener que alquilarme una habitación de hotel.

Llevo un rato deambulando sin rumbo fijo. Por alguna razón tengo la cabeza espesa y estoy algo mareado. Paso al lado de una especie de parquecillo bastante abandonado. Está repleto de latas y bolsas de plástico medio deshechas. Me están entrando náuseas. Tal vez si paso ese hecho por alto y me escondo entre los árboles puedo pasar desapercibido. Total, solo es para pasar una noche. Espero a que no haya nadie a la vista y me dirijo a la espesura. Se escucha un sonoro tintineo. Un negro enorme que me recuerda a Musa baja por la calle arrastrando un carrito de supermercado repleto de chatarra hasta arriba.

—¡Largo de aquí, hijo de puta! —grita alguien desde un portal. El africano acelera el paso.

Creo que será mejor buscarme otro lugar. Después de lo que me pasó en Perpignan, no me siento muy tranquilo con el hecho de tener que dormir en una ciudad al aire libre. En la naturaleza siempre me he sentido seguro, hace tiempo que los grandes depredadores están casi extintos en Europa. Hay muy pocos peligros y los conozco prácticamente todos. No puedo decir lo mismo estando en un sitio frecuentado por gente. Algunas personas pueden ser peores que cualquier animal salvaje.

Mis náuseas se están haciendo más intensas. La luz de las farolas comienza a difuminarse, baila ante mis ojos y adquiere un extraño tono naranja. Me acuclillo asustado y tomo inspiraciones profundas hasta conseguir sentirme algo mejor. Tal vez pueda dormir en algún rincón oscuro en la playa. Hace un rato que llevo oliendo el mar.

He llegado al paseo marítimo por fin. La sirena de una ambulancia que pasa a lo lejos me martillea en las sienes. Las náuseas no han mejorado. Siento como algo comienza a abrirse paso a través de mis entrañas. Justo logro arrimarme a un cubo de basura antes de devolver el contenido de mi estómago entre violentas arcadas.

Se me ha quedado un gusto ácido desagradable en la boca. Contemplo la plasta marrón que ha cubierto las latas y envoltorios de tentempiés que llenan el cubo hasta la mitad y después aparto la mirada asqueado. Mi camisa se pega a mi piel debido al sudor frío que me recubre, pero al menos me siento mejor. Creo que fue el maldito té de las narices. Levanto la vista. Hay bastante gente en el paseo, pero nadie parece haber reparado en mí.

No entiendo por qué, ¿cómo puedes sentirte tan invisible rodeado de una auténtica multitud. Me encamino hacia la arena. La noche se ha cerrado sobre mí sin que me diera cuenta. Ya ni se distinguen los últimos rayos de sol en el horizonte. Diviso una larga línea oscura que parte la playa por la mitad a lo lejos y me dirijo hacia allá.

Resulta ser un rompeolas. Es perfecto, extiendo mi saco en la arena tras una lancha que lo oculta de las luces de la ciudad; a la distancia suficiente del agua como para no ser sorprendido por la marea, o eso creo. Busco mi navaja entre la ropa de repuesto de mi mochila. Esta noche quiero tenerla a mano. Me cuesta dar con ella, debería ponerme a ordenar lo que llevo algún día.

Por fin siento el frío metal resbalando entre mis dedos y me relajo porcompleto. Hasta el dolor de cabeza parece menos intenso que antes. Guardo elcuchillo plegado dentro de mi saco y me dirijo hacia el agua. Creo que seríaincapaz de dormirme si no me quito el sudor de encima. Veo a un par de jóveneschapoteando a lo lejos. No parecen reparar en mí. Me escurro entre las olas ydejo que el agua tibia se lleve los últimos retazos del mareo por completo.


Como dato:

La Makabra como tal fue un centro social ocupa autogestionado situado en una nave abandonada del Poblenou y desalojada y clausurada en el año 2006. De hecho, La Nave Espacial fue el lugar al que se movieron muchos de los integrantes del colectivo, por lo que algunos la llamaban La Makabra 2 o cosas parecidas. En principio en esta nueva nave habían llegado a un acuerdo verbal con el dueño y el ayuntamiento, aunque luego también fue desalojada en el año 2014 si no recuerdo mal, en todo caso unos años después de que Markus pasara por allí.


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