30- Portugal (Nuevos Horizontes 5)


—Che, ¿viste que acá usan el "tú" en vez del "você" cuando hablan?

Era mi segundo día en Portugal con Mika y llevábamos varias horas subiendo un puerto que no parecía tener fin.

—Sí, ¿qué tiene de raro?

—Cuando pasé por Brasil todos hablaban de "você" y acá tampoco se tragan tanto las palabras como all...

El pitido estridente de un claxon nos interrumpió. Varios coches habían aparecido a nuestras espaldas y nos obligaron a ponernos en fila india para que pudieran adelantarnos. Pasamos una piedra miliar que indicaba la distancia hacia diferentes pueblos y ciudades. Miré hacia atrás y la seguí contemplando hasta que desapareció tras una curva. Llevaba unos días tratando de calcular cuánta distancia había hasta casa y el tiempo que tardaría en volver cuando quisiera regresar. ¿Serían tres días? ¿Cuatro? Estaba seguro de que, si decidía regresar, lo iba a tener que hacer en solitario. Mika solo parecía pensar en seguir adelante. Me autoconvencí de que tampoco podíamos alejarnos más allá del océano Atlántico. Intenté no pensar más en ello y poco a poco mi miedo a encontrarme solo y perdido en un país desconocido se fue difuminando al igual que lo hacían los kilómetros bajo nuestras ruedas.

Habíamos pasado por zonas que eran mayoritariamente agrícolas. Había gallineros, huertos y frutales en cualquier rincón. Estaba maravillado ante tanta exuberancia. Las personas que residían en los pueblos estaban provistas de casi todo. A pesar de ello no paraban de hablarnos de lo pobres que eran y de que la riqueza se hallaba en las ciudades o en España; un planteamiento que no era capaz de compartir.

—Bueno, pero la verdad es que tampoco es tan difícil entenderles como creía. Sobre todo, cuando hablan despacio. Igual con lo del "você" pasa como con el "vos" que usáis en Argentina —observé. Apreté los dientes y pedaleé con todas mis fuerzas para volver a ponerme a la altura de Mika.

Me había fijado en que incluso parecía haber algunas reglas generales, como por ejemplo que muchas palabras que en español empezaban con "h" habían mantenido la "f" en portugués; o que las terminaciones -era/-ero solían convertirse en -eira/-eiro. Sabiendo eso; palabras como figueira, ferreiro o filho eran fáciles de comprender. Más dificultad me causaba intentar averiguar qué significaban unos carteles que se repetían casi en cada bar con el que nos cruzábamos y que anunciaban algo llamado "Frango frito", pero no quise preguntárselo a Mika porque me daba vergüenza.

—Sí, sí, debe ser eso. Sabés, cuando no conocés la forma de hablar de un lugar, a veces cometés errores que te pueden traer problemas. Las palabras significan cosas muy distintas dependiendo del país en el que estés.

—¿Qué tipo de problemas? —Me había picado la curiosidad.

—Mirá, por ejemplo, vos sabés que yo le digo loco a todo el mundo. En Argentina nunca tuve ningún problema con eso. —Levantó la mirada, me pareció ver como una breve sonrisa traviesa cruzó su rostro iluminado—. En cambio, cuando crucé Bolivia, un día entré en un cibercafé de un pueblo para escribirle a mi madre. La dueña quiso cerrar el local cuando apenas me faltaban cinco minutos para terminar. Y entonces le dije: "¡Loca! Dejame un poco más por favor, lo necesito".

Mika paró de hablar y me miró como esperando a que dijera algo.

—¿Y qué pasó?

—¿Te podés creer que llamó a la policía?

—Vaya, ¿por qué?

—Se ve que en esa región se les llama locas a las prostitutas. Se lo tomó como un insulto, o quizá creyó que quería coger con ella, no lo sé. —No logré evitar reírme al imaginarme la situación—. Sabés, además mucha gente de los pueblos por los que pasábamos nos llamaba gringos. Cuando les decíamos que no, que eramos argentinos, no nos creían a pesar de que Argentina solo estaba a unos cientos de kilómetros. "Vos no me engañás, vos sos gringo" me decían.

De pronto, tras cruzar una curva, la carretera dejó de ascender.

—Mira, ¡parece que por fin hemos llegado al final del puerto! —exclamé.

Era cierto, a un lado de la carretera había una especie de restaurante y mirador en cuyo aparcamiento estaban casi la mitad de los coches que nos habían adelantado antes. A ambos lados de la cresta se extendían valles extensos escasamente arbolados y cortados por carreteras sinuosas. Tuve la sospecha de que no hacía muchos años que había pasado un incendio por allí; puesto que, a lo lejos, se veía una línea abrupta que partía la montaña en dos y que daba paso a un bosque verde y espeso. También se veían algunas manchas blancas en el fondo de los valles que debían ser poblaciones y a las que no tardaríamos en llegar a la velocidad con la que estábamos comenzado a descender la montaña. Terrazas repartidas por las laderas y pequeños edificios pastoriles en ruinas revelaban que hubo un día en el que esa zona no estaba tan abandonada por la mano del hombre como parecía.

Al llegar al primer pueblo del fondo descubrimos que había bastante ajetreo.

—Che, hay un mercado. ¡Vamos! Vamos a aprovechar para ganar algo de plata.

Antes de que pudiera replicar nada, Mika ya me había endosado una pandereta y se dirigía hacia el centro del tumulto con su charango, un pequeño instrumento de cuerda andino, en mano.

—Boa tarde! —exclamó. Varios de los presentes se fijaron en él. Aceleré el paso para llegar a su altura y no quedarme aislado entre la muchedumbre—. Somos dois viajantes e queremos voltar a Portugal para levar música e alegria a todos os cantos desta terra maravilhosa. Deixe-me dar vocês uma música, e se você gostar, pode nos ajudar a tornar a nossa viagem uma realidade.

Un par de chiquillos ahogaron las risas y salieron corriendo como pollos asustados al notar las miradas de reproche de sus padres. Sospeché que el portugués de Mika no era tan bueno como decía. Antes de que alguien pudiera decir algo, Mika ya arrancaba las primeras notas de su instrumento. Comencé a tocar la pandereta al ritmo de la música por el mero hecho de que estar parado allí sin hacer nada me hacía sentirme más ridículo e incómodo todavía de lo que ya estaba. Mika me guiño un ojo y comenzó a cantar.

—¡Viajandooo! ¡Viajandooo! —Su voz era bastante melódica, varios de los presentes comenzaron a formar un pequeño corrillo a nuestro alrededor—. ¡Viajandooo! —prosiguió Mika—. Viajando pela Terra Mãe. Debaixo de uma árvore dormirei, falando com as estrelas sobre meu liberdade. ¡Viajandooo! Viajando pela Terra mãe. ¡Viajandooo! Viajando pela Terra Mãe. Trabalhando com a causa do meu coração. Seguindo a voz do meu próprio interior. Trabalhando com crianças marginadas desta sociedade. Trabalhando com a causa do meu coração. Eu vou viajandooo, vou viajando pela Terra Mãe... —Seguía sin estar del todo seguro si Mika realmente cantaba en portugués o no, pero la gente parecía estar escuchando con interés. Un par de ancianas se movían al son de la música causando risas y gritos de ánimo en varios de los presentes. Una señora se acercó y colocó una bolsa llena de manzanas y plátanos a los pies de Mika, este sonrió y siguió cantando—. Entregado à magia do universo. Entregado à la lei natural de dar e receber. Entregado para perceber uma energia espiritual. Entregado à la magia de dar e receber. Vou viajandooo, vou viajando pela Terra Mãe...

Cuando acabó se quitó su gorro de lana, le dio la vuelta y les mostró el hueco vacío a los presentes. Algunos echaron monedas, pero pronto el gentío se dispersó. Respiré aliviado al dejar de ser el centro de la atención.

—¡Mirá! Nos dieron ocho euros con treinta centavos —me dijo Mika cuando habíamos regresado a nuestras bicicletas—. ¿Viste como no es difícil ganar plata de camino?

—Pues parece que tenías razón.

—Y mirá todas esas bananas. ¡Me encantan las bananas! Tienen energía y potasio. En Venezuela las llaman "cambures" y me comía tantas que por eso me llamaron Mikambur, ¿te lo conté?

—Creo que sí.

De hecho, la afición de Mika con los plátanos era tan grande que nos hacía parar en casi todas las tiendas de pueblo por las que pasábamos para preguntar si nos podían vender los plátanos más maduros que tenían a un módico precio. Cuando soltaba su cuento de que éramos unos payasos viajeros muchas veces nos los regalaban; sobre todo esos que ya tenían manchas negras en la cáscara y que nadie más quería ya según nos decían, aunque por dentro todavía estuvieran buenos. Me fascinaba la extraña habilidad de Mika para llamar la atención y atraer todo lo que necesitaba a su paso sin caerle mal a la gente. Yo me sentía un poco inútil, no sabía tocar ningún instrumento aparte de un arpa de boca que encima me daba vergüenza mostrar en público. Tampoco sabía hacer malabares casi, y Mika sí. Estaba seguro de que sin él me sería imposible ganar nada. Me sentía como si fuera un lastre y no sabía por qué Mika cargaba conmigo. Pero él lo había decidido así y no iba a cuestionárselo.

Después de una semana de viaje desde que salimos del Jerte llegamos a Leiria, la ciudad en la que Althea y Bianca estaban trabajando para la ONG de la que me había hablado Mika. Había estado conversando con ellas el día anterior por Facebook desde un cibercafé anunciando nuestra llegada.

Habíamos quedado en una plaza en el centro de la ciudad dónde nos dijeron que se celebraba un mercadillo de libros. Ya desde lejos se veía la cabeza cubierta de largos rizos de Althea entre la multitud. Empezó a agitar los brazos con energía y señaló en nuestra dirección cuando nos divisó.

—¡Hola!

Un par de chicas a su lado se giraron. Una de ellas era Bianca, una italiana pelirroja con un lunar enorme sobre la mejilla izquierda. La otra era una rubia rolliza a la que desconocía.

—¡Hola!

Por alguna razón Althea estalló en carcajadas.

—¡No me puedo creer que de verdad habéis venido en bici hasta aquí! Mira, Bianca, de verdad han venido en bici —nos dijo. Se fundió en un largo abrazo con Mika, mientras la rubia contemplaba la escena desde la sombra de un kiosco.

No sabía si abrazar a Bianca por mi parte. Me di cuenta de que sin querer nos habíamos quedado paralizados a medio metro de distancia. Le ofrecí la mano para salvar la situación, como hacen esos guiris tan sosos del norte de Europa. Ella me la apretó con delicadeza. Por fin me decidí a darle dos besos en las mejillas. Se sintió raro, forzado, aunque no fuera de lugar. Cuando volvimos a separarnos, la chica señaló a la rubia.

—Esta es Stephy —nos presentó—. Trabaja de voluntaria con nosotros también.

—Hola —dijo en voz baja la aludida.

—Venid, venid. Vamos a la casa, debéis estar cansados —dijo Althea. Comenzó a guiarnos a través de estrechos callejones con tanta prisa que nos costaba seguirle el ritmo.

—¿Y qué es lo que hacés exactamente con los niños? —preguntó Mika cuando nos paramos ante un bloque de pisos—. Me encantaría poder brindarles una actuación de payaso.

Yo tenía la misma curiosidad.

—Es difícil de explicar —respondió Bianca—. Subid a la casa y luego os lo contamos tranquilamente.

La casa resultó ser un segundo piso en el centro de la ciudad con cuatro habitaciones y un balcón bastante grande. Había varios voluntarios más aparte de los que ya conocíamos: un chico africano, otro brasileño y una pareja formada por un chico holandés y una española. Iban bastante a su aire y no parecían querer relacionarse mucho con los demás, hasta que llegó la hora de cenar en la que todos se sentaron juntos en la mesa para conversar. El ambiente me recordaba a lo que me habían contado sobre los pisos de estudiantes que están de Erasmus.

—Y entonces, ¿creés que podemos trabajar con los niños en su ONG?

Las palabras de Mika me sacaron del adormilamiento en el que había estado cayendo. La mayoría de los voluntarios se habían retirado a sus respectivas habitaciones y solo quedábamos Mika, Althea y yo en el comedor.

—Mañana intento hablar con ellos. Mientras tanto intentad no hacer mucho ruido y si viene alguien de la organización esconderos o si os ven decid que sois amigos y que os habéis pasado un momento a visitarnos. En teoría no podemos invitar a nadie de fuera a dormir.

Hmm, de acuerdo —musitó Mika.

—Podéis dormir en el salón, os saco un par de colchones si queréis.

—¿Y en la terraza no podemos dormir? —preguntó Mika. Althea lo miró con la boca ligeramente entreabierta.

—Em, sí, también podéis.

—Vamos a la terraza, che. Acá dentro hace un calor terrible y ya me acostumbré a ver las estrellas.

—Vale, por mi bien —dije yo. De hecho, me gustaba la idea. Había visto la terraza. Era enorme, mediría al menos veinte metros cuadrados, daba a un patio trasero y quedaba bastante oculta a la vista.

Salimos a la noche fresca. Althea insistió en prestarnos un par de colchonetas de camping. Después de traerlas, desapareció en el interior del edificio y nos quedamos solos contemplando las luces silenciosas de la ciudad.

—¿Al final te has enterado de qué hacen exactamente en esa ONG? —pregunté a Mika después de meterme en mi saco de dormir.

—Ni idea. Aún no nos lo dijeron, ¿verdad? —me contestó—. ¡Qué extraño!

—Pues sí...


Nota:

(Aquí los cambures me hicieron pensar en tu país luisnai jaja).

Por cierto, podéis escuchar a Mika cantando "Viajando" en portuñol en multimedia si no lo habéis hecho ya XD.

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