28- El Jerte (Nuevos horizontes 4)

Después de perder diez partidas de ajedrez seguidas contra Musa, me di por rendido. O ese hombre es muy bueno, o yo soy muy malo. Sospecho lo último. Cada vez que creía haber aprendido algo, me tendió una trampa diferente. Quién lo hubiera dicho.

Ahora se ha retirado a realizar sus oraciones y yo me he puesto a deambular por el pueblo. No hay mucho que ver, cuatro calles, un puñado de casas y campos de frutales entre una red de canales de irrigación por los alrededores. Me da igual. A veces te apetece estirar las piernas sin más, sobre todo si has pasado rato sentado. Me sorprende lo fácil que nos resultó encontrar trabajo después de todo. Igual lo único que necesitas hacer para conseguirlo es insistir en ello. Sin querer recuerdo la vez en la que lo intenté junto a Mika, allá en el Valle del Jerte.

Después de salir de casa de Noah en las condiciones en las que lo hicimos, estuvimos rodando buena parte de la mañana en silencio. Hacíamos un dúo extraño; yo con mi bici de montaña, una mochila gigante a mis espaldas apoyada sobre el portaequipaje y una botella sujeta bajo el cuadro; Mika con su hatillo colorido del que asomaban una quena y el mástil de su charango, sujeto sobre el portaequipaje, y otra bolsa cargada con higos y frutos secos, una calabaza de agua hueca que utilizaba como plato y diversos utensilios más, sujetos en el manillar.

Paramos a comer a mediodía en la orilla de un riachuelo, a la sombra de un antiguo puente romano a cuyos pies crecían saucos florecidos que emitían un olor dulzón e hipnótico. Se las señalé a Mika.

—¿Sabes que con esas flores puedes preparar una bebida refrescante?

—¿Qué contás? ¿Y cómo se hace, che?

—Es fácil, solo tienes que meter las flores en una botella, echar el jugo de un limón, azúcar o miel y rellenar con agua —respondí—. Luego lo dejas reposar unos días y ya. Nada más.

—Dale, vamos a hacerlo. —Antes de poder responderle nada más, ya se había encaramado sobre el arbusto

—No tenemos azúcar ni miel.

Volvió a girarse hacia mí con un puñado de las características inflorescencias blancas en la mano.

—¿Valdrá con higos cortados?

—Supongo que sí, se puede probar.

Un par de ancianos cruzaron por el puente y nos regalaron caras extrañadas. No les hicimos mucho caso; cuando volvimos a rodar, teníamos dos botellas repletas hasta arriba de flores.

—Che, cuando recorrí Sudamérica con mi novia Esther, también agarrábamos frutas y plantas por el camino, y hacíamos música en los pueblos y los campesinos nos regalaban todo lo que podíamos necesitar. ¿Te lo imaginás? Hay pueblos perdidos en las montañas en los que nunca han visto nada. Cuando vas y hacés un poco de malabares, los niños se creen que sos un mago y se quedan boquiabiertos y los padres se pegan por invitarte a su casa. La gente humilde es la que tiene el mejor corazón.

—Pues sí.

—Sí, acá no sé qué pasa. Nunca me había pasado algo como lo qué pasó con Noah. Ese hombre está loco, es la primera vez que me llaman ladrón.

Se me encogió el estómago al volver a pensar en Noah. No me gustaba que lo llamara loco, pero ya era tarde para arrepentirme y volver. Tenía que seguir adelante con la decisión que había tomado. Seguimos rodando en silencio. Pronto nos apartamos de la carretera principal que cruzaba la comarca de punta a punta para tomar un atajo por la sierra. Teníamos que cruzar un pequeño puerto y pasar por un pueblo llamado Piornal para llegar al Valle del Jerte.

Poco a poco iba cayendo la tarde. El ascenso parecía hacerse cada vez más largo. Dudaba que fuéramos a ser capaces de cruzar ese día. Mika se quedaba cada vez más atrás y le tenía que esperar. También a mí me estaban empezando a pesar las piernas.

Paramos en un alto tras una curva. Nos apartamos del camino y extendimos nuestros sacos sobre la hierba y las hojas secas que había al borde de un matorral de robles. El silencio y la luz anaranjada de la puesta de sol que bañaba la inmensa llanura a nuestros pies dotaban el ambiente de algo majestuoso y sacro. El aire parecía más vivo en esas alturas. Los pueblos se hicieron visibles al caer la noche. Un puñado de barcos luminosos esparcidos al azar entre el mar de sombras, como lanzados por una mano gigante e invisible.

—Esto es precioso, Esther lo debería ver, le encantaría —comentó Mika.

—Oye, ¿y por qué ya no viajas con tu novia? —pregunté después de que ambos nos tumbáramos en nuestros sacos respectivos. Mika se quedó callado un buen rato.

—Quiso quedarse con sus padres un tiempo, y yo quería ir al rainbow en el sur. Hay otro rainbow en Portugal en menos de un mes, quedamos en reunirnos allá. Mirá, es perfecto, podemos trabajar una o dos semanas en el valle ese que decís y luego seguir hacia Portugal. Y luego, a ver a dónde nos lleva el camino. ¿Te imaginás cruzar a Marruecos y conocer África? —Estaba alzando la voz, parecía entusiasmado—. Debe ser precioso, loco.

—Seguro que sí.

No dije que por mi parte pensaba quedarme mucho más de dos semanas en el Jerte, toda la temporada si podía. Luego pensaba volver a casa para ver si los ánimos se habían calmado. No me veía yendo más lejos, no le encontraba sentido a deambular por ahí sin más.

A primera hora de la mañana siguiente nos dimos cuenta de que apenas nos habíamos quedado a un kilómetro de la cima. Cruzamos el puerto y nos empezamos a adentrar en el valle. Escuchaba a Mika silbar a mis espaldas mientras descendíamos. Parecía encantado

—¡Esto es precioso y da gusto bajar por esta carretera llena de curvas! —exclamó. El viento se comía sus palabras. Llegamos a un pequeño llano y comenzamos a rodar lado a lado—. ¿Te fijaste que viajando en bici conectás mucho mejor con la energía de un lugar que cuando vas en coche y pasas a toda prisa? —Un pueblo apareció a la vista. Se llamaba Valdastillas según el cartel de la entrada.

Sí, es verdad. Te da tiempo a apreciarlo todo mucho mejor —contesté—. ¡Mira! Allí hay gente, preguntémosles si nos pueden dar trabajo.

Acababa de ver a cuatro mujeres, tres ancianas y una joven, seleccionando cerezas según su tamaño a la sombra del portal de un garaje.

—¡Hola! —les saludó Mika cuando llegamos a su altura. —Estamos buscando faena, ¿podríais ayudarnos?

Me hizo gracia que usara la palabra faena, no era algo común en este lugar, tampoco me parecía normal para un argentino, debió de haberla adoptado en algún lugar de España durante sus viajes.

Las cuatro mujeres nos miraron con semblantes divertidos. Igual era porque teníamos una pinta curiosa con nuestras mochilas atadas sobre los portaequipajes de las bicis y ropas de hippie. Mika destacaba con sus pantalones bombachos, camiseta de manga corta a rayas, barba, gorro de tela porque se negaba a llevar casco con la excusa de que pasaba calor, canas prematuras, sonrisa fácil y un aire como si siempre estuviera de buen humor que se contagiaba entre los presentes.

—Pues aquí no creo que encontréis, llegáis tarde, aquí la mayoría de la gente hace ya dos semanas que ha contratado a los jornaleros que necesitan —contestó la mayor de las señoras. Una anciana encorvada de cara redonda y el pelo blanco. La más joven la cogió del brazo y le susurró algo al oído—. Ella dice que igual si vais pa Navaconcejo o Cabezuela, que son más grandes, todavía encontráis algo. —La aludida pegó un pequeño gritito y desapareció entre las sombras del garaje, las ancianas se rieron.

—Disculpadla, es un poco tímida —dijo una de las señoras que se parecía mucho a la más anciana. Igual sería su hija o algo así.

—Ya veo —dijo Mika. Esbozó una sonrisa y señaló las frutas que estaban seleccionando—. Gracias por la información. ¿Al menos nos podríais vender un par de kilos de cerezas?

—No tenemos aquí nada para pesar, pero llevaos unas cuantas —volvió a contestar la anciana—. María, ves a buscar una bolsa, anda, y llénala con las pequeñas para estos señores —añadió dirigiéndose a otra de las más jóvenes del grupo que también tenía pinta de ser su hija.

La tal María entró en la casa contigua. Pude ver unos ojos mirándonos desde la oscuridad cuando abrió la puerta. Se escucharon voces difusas, poco después volvió con una bolsa de plástico y la llenó con al menos cuatro kilos. Hice ademán de sacar mi monedero. La anciana agitó la mano en señal de protesta.

—No, no hace falta que las paguéis, de todas formas, las pequeñas no valen casi nada. Y a ver si tenéis suerte y encontráis algo.

Preguntamos a un par de personas más según fuimos cruzando el pueblo, pero tuvimos idéntico resultado. Seguimos adelante por la carretera hacia el fondo del valle por el cual bajaba una carretera que venía desde la provincia de Ávila en el norte, pasaba por los pueblos que nos habían comentado antes, hasta llegar a la ciudad de Plasencia en el sur. Mika me alcanzó un puñado de cerezas y fuimos comiendo mientras rodábamos a paso lento.

—Tirá los pipos a la orilla para que puedan crecer sobre la tierra —me dijo—. Hay que ser agradecidos con la Pachamama para que ella nos devuelva sus bendiciones. Cuando viajábamos por Sudamérica, hacíamos lo mismo. A mí me encantaban las bananas; o cambures, como las llamaban en Venezuela.

—Por eso te haces llamar Mikambur, ¿verdad?

—Sí, sí, ese nombre me lo pusieron unos niños hermosos de allí. Nos regalaban miles de bananas todos los días. Nosotros nos comíamos las grandes y enterrábamos las pequeñas para que volviera a salir otra mata. Seguro que, si alguna vez pasamos por el mismo sitio, está lleno de bananos.

—No saldrán —repliqué.

—Qué sí, que sí, seguro que ya crecieron a estas fechas, en el trópico todo crece muy rápido.

—No, digo que no saldrán porque las bananas son híbridas. Tienen las semillas atrofiadas. Solo puedes reproducirlas por esqueje.

Mika me miró con la boca entreabierta formando un círculo.

—Serán las de aquí, las de allá eran bananas naturales.

—No, no, todos los plátanos y bananas son híbridas, son el cruce de dos especies diferentes que tenían las semillas grandes y poca carne. ¿Nunca te has fijado en los pequeños puntitos marrones que tienen cuando las abres?

—Sí, son las semillas.

—Sí, pero están atrofiadas, en las especies originales tienen el tamaño de una moneda de veinte céntimos.

—¿Qué decís, loco? ¡Joder! Mirá vos...

Mika se quedó callado el resto del descenso, cruzamos la carretera del fondo. En la otra orilla se escuchaba el murmullo de un río que transcurría en paralelo. Estábamos comenzando a sudar por lo que decidimos darnos un baño antes de seguir hacia los pueblos.

—No vamos a encontrar nada por aquí, deberíamos seguir adelante hacia Portugal ya mismo —comentó Mika después de salir del agua.

Me sorprendió que se quisiera rendir tan pronto. ¡Si acabábamos de llegar al valle! Además, yo seguía sin estar seguro de querer ir más lejos.

—Intentémoslo en alguno de esos pueblos que nos comentaron —traté de convencerle. Estaba empezando a sudar de nuevo a pesar de que acababa de salir del agua.

—Es que va a ser lo mismo y vamos a estar un montón de días por aquí sin hacer nada. Mejor sigamos. No sé vos, pero al menos yo no tengo ganas de quedarme.

¿Me estaba diciendo que se marcharía sin mí? Sentí como si una placa de hielo se me formara sobre la espalda y me sacudía con cada movimiento que hacía. La idea de quedarme solo en un sitio en el cual no conocía a nadie me aterrorizaba. Al pensar en tener que preguntar yo solo por trabajo me entraban náuseas. Pensé en volver. Recordé el enfado de Noah y la angustia que me entraba cuando pasaba muchos días en la finca de mi madre. ¡Portugal!, sonaba a locura.

—Pero ¿qué vamos a hacer allí? Es que no sé —titubeé.

—Muchas cosas..., dentro de un mes está el rainbow. También están Althea y Bianca de voluntarias en una ONG que labura con niños marginados. Me dijeron que podíamos ir a visitarlas. ¡Me encantaría hacer de payaso para que rían esos niños! —Mika parecía entusiasmarse cada vez más según me explicaba su idea—. Y también hay un chico que conozco que es músico y me ha dicho que me deja su estudio de grabación. Si ensayamos algo, igual podríamos grabar un disco.

Estuve un rato dudando sobre si conocía a Althea y Bianca o no, hasta que me acordé de que eran las dos chicas que habían bajado con Mika para bañarse el día que dimos el taller de acroyoga estando en el sur. Nunca había llegado a hablar con ellas, pues se habían marchado unos días después y habíamos sido muchísimas personas en el encuentro, pero me habían parecido majas y aventureras.

—Es que solo llevo sesenta euros, ¿y si nos quedamos sin dinero? Además, yo no entiendo el portugués —Aún no estaba del todo convencido.

—¿Llevas sesenta euros? ¡Eso es mucha plata! Yo solo llevo quince, pero por eso no te preocupes, vamos a ganar lo que nos haga falta por el camino. Me crucé toda América del Sur desde Argentina pasando por Bolivia, Perú, Colombia, Venezuela y Brasil con Esther y sin plata, y nunca nos faltó nada. Además, yo hablo algo de portugués, te enseñaré.

—Vale, pues vamos —accedí a regañadientes.

Viendo lo fácil que me resultó encontrar trabajo con Musa hace unos días, pienso que igual debería haber intentado imponerme un poco más. No te puedes rendir tan fácil o acabarás dejándote arrastrar por lo que decidan otros como me pasó a mí. Todavía no tenía la suficiente seguridad en mí mismo para seguir insistiendo, mucho menos para aventurarme por mi cuenta. También tenía cierta curiosidad por ver cómo se las apañaría Mika; pensé que igual podría aprender de él, desinhibirme y perder algunos de mis miedos. Tampoco se me ocurría ninguna razón para no querer conocer un sitio nuevo.

Antes de secarnos del todo nos volvimos a montar en nuestras bicis, para mantener el frescor por un rato. Nos encaminamos hacia Plasencia y, desde allí, hacia la frontera aún lejana.

—Oye, y cómo piensas ganar dinero, ¿pidiendo en la calle? —pregunté mientras pasábamos cerca de un pueblo fantasma a las orillas de un embalse al caer la noche, habíamos dejado la ciudad atrás hace horas

—No, no, pedir no, vamos a dar algo a cambio. Vamos a tocar música y te voy a enseñar a mejorar con las malabares —respondió. Noté como se fijaba en las paredes de construcción moderna caídas y calles sin terminar que había al lado de la carretera mientras arrugaba las cejas—. ¿Qué le pasa a ese pueblo? ¿Por qué no se ve a nadie?

—Será una de esas urbanizaciones que comenzaron a construir con el boom de la construcción y que no se acabaron porque las empresas quebraron con la crisis.

—¿Qué decís? ¿Y por qué no las aprovecha alguien?

—No sé, probablemente no tengan ni instalación de luz ni de agua ni nada todavía, o puede que sean ilegales, muchas lo son. Puede que algún día las derriben.

—¡Qué estupidez! Si ya están empezadas deberían terminarlas —Mika parecía indignado.

—Oye, ¿no te parece que hay gente más necesitada que nosotros y que también necesita ganar dinero en la calle? —pregunté. Nos habíamos desviado del tema que me preocupaba.

—No creas, a ver, los hay, pero muchos también son mendigos profesionales. Nosotros vamos a dar algo a cambio. Es un trabajo tan digno como cualquier otro, vamos a alegrar el día a la gente.

—¿Qué quieres decir con mendigos profesionales? ¿Qué no lo necesitan?

—¡Exacto! Sabés, cuando viví en Buenos Aires trabajé de panadero durante unos años. Siempre había niños en harapos pidiendo plata por las calles. Un día no pude soportar verlos más así. Dediqué toda una mañana para hornear pancitos integrales bien sabrosos y nutritivos, olían deliciosos. Los guardé en una bolsa de tela para que no se enfriaran, tomé el colectivo y me dirigí a uno de los barrios más pobres de la ciudad. Salí a la calle y le di un pancito a cada niño con el que me cruzaba, pero la mayoría ni los probaron.

—Igual los guardarían para algún familiar más necesitado aún —No sabía a dónde quería llegar Mika.

—No, no. Pensé lo mismo, por eso seguí a algunos y vi como muchos tiraban mis pancitos a la basura después de probar un par de bocados. Me sentí estafado, loco, todo el trabajo para nada. Te digo que son mendigos profesionales, mandan niños para que den más pena y sacar más plata. ¡Despertá, loco! La sociedad es mentirosa, los reyes son los padres.

Me costaba creerme lo que me estaba contando, aunque no podía negar quetenía cierta lógica. Él lo tenía que saber mejor que yo de todas formas, pueshabía visto más mundo. ¿Quiénes serán esos que mandan a niños a pedir a lascalles?

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