23- Musa (Viaje 12)

La mañana me ha sorprendido con una desagradable sensación fría, húmeda y pringosa en mi cara, y los pies congelados. Miro a mi alrededor. Tardo un rato en comprender que aún sigo en las campiñas de Lleida. Veo una manta de finas gotas transparentes que refulgen como perlas sobre la hierba verde debido al sol que empieza a incidir sobre ellas. ¡Genial! Eso pasa cuando te olvidas de que cerca de los ríos es fácil que caiga rocío. Al menos ya no noto el tufo de ayer.

Me encojo intentando entrar en calor y dormir un rato más. Escucho pasos y mi respiración se acelera. Me asomo a la apertura de mi saco con timidez. Una mujer algo mayor que yo pasa corriendo, luego otra. No me han visto. Ahora pasan tres hombres en bici. Mi pereza matutina se ha esfumado.

Me levanto nada mas perderlos de vista. Enrollo mi saco a pesar de que aún está algo húmedo por la parte externa. Lo sujeto a mi mochila y salgo al camino. Ya dejaré que se seque bien más adelante. Aquí de todas formas no lo hará hasta que empiece a apretar el sol. No pienso quedarme tanto. Tarde o temprano alguien me vería y comenzaría a hacer preguntas. No tengo nada en contra de que me hagan preguntas, pero hay días en los que simplemente no me apetece contestarlas. Mucha gente se cree con derecho de opinar y de arreglar tu vida sin comprender nada, aunque al día siguiente no los vuelvas a ver. A veces prefiero estar tranquilo. Suficiente tengo con hablar con los agricultores.

Esperaba que saliendo temprano me cruzara con bastantes campesinos de camino para sus respectivas plantaciones; por alguna razón que se me escapa, no es el caso. Gente hay, y mucha; aunque parecen más bien urbanitas deportistas. Se ve que por aquí se preocupan por su salud. Según empieza a calentar el sol cada vez son menos, pero siguen sin aparecer los agricultores. Igual en la zona en la que estoy ya han acabado toda la cosecha.

Ya debe ser casi mediodía. Me he metido por un camino que discurre paralelo a un canal de riego con la esperanza de toparme con alguien. Por ahora lo único que me he encontrado hace un rato ha sido un albaricoquero perdido entre las zarzas. Me costó llegar a las frutas, pero estaban dulces como la miel. Eso compensa los arañazos.

Algo se mueve a lo lejos entre las sombras. Una figura difusa que se alza y se vuelve a tumbar a intervalos regulares. ¡Espera! Creo que es un hombre. Quizá sea musulmán y está realizando una de sus oraciones diarias.

Me acerco poco a poco por curiosidad. Sí que es un hombre. Más concreto: es una mole de hombre, negro y gigante. Ni que fuera jugador de la NBA. ¡Joder! Parece casi irreal. Supongo que, si ese fuera el caso, vestiría mejor ropa y no estaría rezando aquí en medio de la nada. Debe estar en busca de trabajo. Al menos no creo que haga preguntas estúpidas.

Me quedo sentado a cierta distancia para no interrumpirlo sin querer. A ver si me acuerdo de la fórmula de saludo en árabe antes de que acabe.

Assalammu aleikum —saludo en el momento justo en el que se gira hacia mí. Me mira. Me siento como si estuviera evaluando si de verdad el saludo vino de mí, con mi pinta de europeo, o si lo debió haber imaginado. Es un poco incómodo.

Wa aleikum salam —contesta rompiendo el silencio. Añade una retahíla de palabras en un idioma extraño de las que no comprendo ni papo, ni siquiera me parece árabe. De pronto se calla y sonríe dejando entrever dos filas de dientes gigantes de caballo, pero tan blancos que ya quisieran los del anuncio de Listerine. Creo que debo haber puesto cara de idiota.

—No, no hablo tu idioma, perdona —balbuceo entre risas. ¿La alegría es contagiosa? De todas formas, creo que hoy no es mi día.

—Vale, tranquilo, yo entiendo español.

Me cae bien casi a primera vista. ¿Conoces esa sensación cuando nada más conocer a alguien ya intuyes que has encontrado un amigo?

—¿Hacia dónde vas? ¿Estás buscando trabajo al igual que yo? —pregunto.

—Sí, llevo tres semanas aquí en esta zona y aún no tengo faena. ¿Tú también buscas?

—Sí...

Estoy algo asustado. Mi sueño de encontrar algo pronto cada vez parece más lejano.

—Si quieres buscamos juntos —añade el chico sacándome de mis pensamientos.

—Vale, ¡estaría genial! Me llamo Markus. ¿Cómo te llamas tú?

—Musa, soy de Senegal.

Se levanta y me doy cuenta de que aún es más alto de lo que creía. Medirá más de dos metros. Los músculos de sus brazos abultan casi tanto como mis piernas. Impresiona verlo. Me siento enano a su lado.

Seguimos andando a lo largo del canal preguntando a todos los que tienen pinta de agricultores con los que nos cruzamos, pero la suerte no nos sonríe. Al final salimos a la carretera.

—Y desde entonces busco trabajo donde me salga. ¡Mira! Allí está el pueblo.

Un camión pasa por nuestro lado y Musa se calla como si alguien hubiera apagado una radio. Casi no ha parado de hablar desde que nos encontramos. Al principio escuché lo que me decía, pero luego mis pensamientos se desviaron a un mundo gris y difuso que solo absorbía retazos sueltos de sus palabras. Dijo algo de que llegó por primera vez a España hace diez años en patera como inmigrante ilegal, después de cruzarse medio Sahara andando. Todo para que al final le acabaran deportando otra vez a su país natal. Luego había tenido la suerte de venir legalmente unos años después, dado que su hermana se había casado con un turista que resultó ser un catalán residiendo en Barcelona y que le había contratado en su empresa de construcción. Cuando empezó la crisis, dicha empresa se fue a pique. El catalán había desaparecido para huir de los acreedores dejando a los dos hermanos solos en la ciudad y sin trabajo. La hermana de Musa había podido colocarse enseguida trabajando de interna para una familia adinerada, pero él no tuvo tanta suerte y andaba enlazando todos los trabajos temporales que podía encontrar desde entonces. Más o menos era eso. Debería prestar más atención o quedaré mal. No sé qué me pasa hoy.

Pensándolo mejor... ¿No te impresiona eso? Su historia digo. Me parece un auténtico héroe de la autosuperación. ¿Qué sabrán los deportistas con los que me he cruzado esta mañana y que parecían huir de su vida sedentaria y monótona de esto? ¿Puede alguien que siempre ha tenido todo resuelto desde el día en el que nació saber lo que es, y lo que cuesta, la vida? ¿Cuántos más debe de haber que llegan a este país con historias similares a la de Musa? Mis propias vivencias me aparentan ser insignificantes si me comparo con esta gente. Me indigna que después de tanto esfuerzo se vea en la calle rogando trabajo sin encontrarlo.

Pasamos el letrero que anuncia el pueblo. "Torres de Segre" se puede leer en él.

—¿Y si paramos a comer algo antes de seguir? —escucho la voz grave de Musa.

—Vale.

Musa se mueve a través del pueblo como pez en el agua. Me doy cuenta de que me guía hacia un banco situado a la sombra de un edificio, cerca de un cruce de la carretera.

Saco mis tristes restos de comida de la mochila. Solo me quedan frutos secos y melocotones.

—Me los dieron en Francia —aclaro. Alza la vista hacia mí—. Los melocotones, digo.

Se queda parado con una barra de pan abierta por la mitad en una mano y una navaja en la otra.

—¿Y por qué te traes fruta desde tan lejos? Aquí está todo lleno de melocotón y de nectarina y de paraguaya. Toma pan, amigo.

Antes de que pueda objetar algo tengo media barra en la mano y ha sacado una lata de sardinas de su bolsa. Contemplo como deja escurrir el aceite sobre el pan sin derramar ni una gota, después echa el pescado encima. Es un poco pringoso y no le he dicho que suelo comer vegetariano, pero me he dado cuenta de que tengo hambre y no quiero rechazar la invitación a estas alturas. No soy fanático tampoco.

Estamos deambulando de camino a la salida del pueblo con la panza llena. Pasamos al lado de un almacén. Reparo en un cartel, dice que se buscan dos personas para trabajar recogiendo frutas.

—¡Mira! —exclamo señalándolo para que Musa lo vea—. Igual es nuestro día de suerte.

Entramos en la inmensa nave buscando la oficina para hablar con el responsable. Hay un hombre bajito en camisa y con gafas sentado detrás de un ordenador.

—¡Hola!

El hombre levanta la vista y después vuelve a aporrear el teclado como si no estuviéramos presentes. Yo y Musa nos miramos. Decidimos acercarnos más.

—Hola —saludo de nuevo. El hombre vuelve a levantar la vista y nos mira de arriba a abajo—. Entramos porque vimos un anuncio en la calle diciendo que buscaban gente para trabajar.

Se quita las gafas y se las limpia en el cuello de su camisa antes de volver a colocárselas.

—Pues sí, pero solo necesitamos a uno. Puedes quedarte —dice dirigiéndose a mí después de una eternidad—. El otro que se vaya.

Miro a Musa dubitativo. ¿Pensará mal de mi si acepto el trabajo yo solo?

—En el cartel ponía que buscaban a dos.

—Ya, pero me da igual lo que ponga. Aquí el que contrato soy yo. Solo necesitamos a uno ya, el negro que se vaya.

Vuelve a aporrear el teclado sin dignarse a mirarnos. Se puede mascar la tensión en el ambiente, me pregunto por qué aparenta estar tan nervioso. Veo como una sombra se dibuja en la pared y una persona alta y con cierto aire autoritario aparece en la puerta de la oficina.

—¿Qué está pasando aquí? —pregunta.

—Hola, hemos venido por el anuncio que decía que buscaban gente para trabajar —contesto siguiendo una corazonada, antes de que el de las gafas pueda decir algo.

—¿Por el anuncio? Vale, muy bien. —Se calla y mira al chico del ordenador un instante. Luego vuelve a mirarnos a nosotros—. ¿Podríais empezar esta misma tarde dentro de un par de horas? Es que nos han fallado algunos y necesitamos gente urgentemente.

—Sí claro, no hay problema jefe —contesta Musa. Creo que es la primera vez que ha abierto la boca desde que entramos en este sitio.

—¡Genial! Jordi, cógeles los datos y dalos de alta ahora mismo, así no perdemos el tiempo —ordena nuestro nuevo jefe al chico del ordenador cuyos ojos están echando chispas. A pesar de ello no osa replicar nada—. Ah, y vosotros dos estad aquí dentro de un par de horas, pasarán a recogeros.

Salgo del almacén sin apenas respirar con el vientre apretado y la sangre subiéndome a la cabeza.

—¿Has visto la cara que ha puesto? —pregunto al doblar la esquina. Nos miramos y ambos estallamos en carcajadas. Musa me golpea la espalda.

—¡Gracias amigo!

—De nada, no aguanto gente así...


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Por saber un poco más sobre cómo pensáis vosotros:

¿Qué os parece el personaje de Musa? ¿Qué opináis sobre gente que ha vivido historias similares a la suya?

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