17- Malabares
Por fin un reluciente autobús verde aparece a la vista. Apenas es capaz de colarse entre las curvas estrechas y cerradas del pueblo. Para a mi lado con un resoplido estruendoso y la puerta se abre. El conductor es un hombre rubio, bajito y con barriga cervecera que me mira a través de los cristales de sus gafas con sus pequeños ojillos azules.
—¿Perpignan?
Resulta que el billete vale justo 1,40 euros como me había dicho la señora que me llevó en autostop antes.
Casi no hay gente, me siento en primera fila detrás de un par de ancianos que conversan en un idioma extraño. No creo que sea francés, supongo que serán turistas.
Según vamos pasando por diferentes pueblos y nos acercamos al llano, el paisaje va cambiando. Empiezan a verse viñas y plantaciones de frutales cada vez con mayor frecuencia. ¿Crees que tal vez pueda encontrar trabajo aquí?
El autobús vuelve a parar en un pueblo, suben un par de jóvenes. Veo una granja a lo lejos. Me levanto de un salto, cojo mi mochila, me abro paso entre la gente que me rodea y salgo a la calle. El conductor dice algo. Suena como una pregunta. Comprendo la palabra Perpignan. Intento hacerle comprender con señas que ya no quiero ir allá, que voy a quedarme aquí. Tarda un rato en comprender, pero por fin cierra la puerta del bus y se marcha.
Me acerco en dirección de la granja. Hay un hombre mayor, una torre humana de espaldas anchas como un buey, en la entrada.
—Sorry, I'm looking for work. Estoy buscando trabajo. Ich suche Arbeit.
Me mira enarcando las cejas.
Me acuerdo de que aún no sé cómo se dice "busco trabajo" en francés. Tendría que haber aprovechado el rato que estuve en internet para mirarlo. Me siento un poco estúpido. Estoy harto ya de mis problemas de comunicación por no hablar el idioma. Me acerco a uno de los árboles de su plantación, cojo un melocotón casi maduro y se lo aprieto dentro de una de sus manazas.
—Work?
Sonríe y suelta una cascada de palabras incomprensible. Comienza a andar hacia la casa y me hace un gesto para que le siga. Casi salto de la alegría. ¿Me habrá comprendido?
Me estampa una bolsa llena de melocotones en los brazos antes de que haya podido cruzar el umbral de la puerta. Pesa al menos tres kilos. Me da un golpe en la espalda, supongo que pretendía ser amistoso, aunque por poco me tumba.
Vaya..., ¡mierda! Quiero decir guay, pero no era eso lo que buscaba.
—Merci —balbuceo.
Me contesta algo con una gran sonrisa en la cara. Supongo que será imposible que nos entendamos. Tendré que seguir mi camino.
Estoy de vuelta en otro autobús con dirección a Perpignan. Volví a probar suerte en un par de granjas cercanas a la primera, anhelando que en alguna de ellas hubiera alguien que hablara español, alemán o inglés, pero tuve idéntico resultado. Tanta fama que tiene el inglés como lengua de comunicación universal y tan poco me ha servido, por lo visto a los españoles no es a los únicos a los que se les atraganta.
Se empieza vislumbrar la ciudad a lo lejos, escondida entre una ligera bruma. Huele a sal, me encanta el cambio de ambiente, el mar debe estar cerca.
Compruebo los horarios de autobuses después de bajarme en la estación. Para que el siguiente con dirección a la frontera española parta, todavía falta casi una hora. Igual puedo aprovechar para dar una vuelta mientras tanto y conocer Perpignan un poco.
Paso al lado de un semáforo en un cruce de calles a unos trescientos metros de la estación. Igual podría intentar ganar algo de dinero haciendo malabares entreteniendo a los conductores mientras esperan que el semáforo se ponga en verde. No tengo nada que perder, salen autobuses casi cada hora, puedo coger otro más tarde.
Busco un lugar para dejar mi equipaje, a lo lejos se ve un puente que cruza un río. Me acerco. Lleva poca agua, gran parte de su cauce lo ocupan bancos de arena y matorrales de caña. Creo que he descubierto un sitio ideal. Espero a que no haya nadie a la vista y bajo por un terraplén hasta el fondo. El sitio no es tan idílico como parecía desde arriba. En el agua flotan decenas de latas, tetrabriks y trozos de basura inidentificables. En cambio, la arena y los matorrales están bastante más limpios. Saco mis cuatro bolas de malabares de mi mochila y la escondo entre las cañas.
Después de ensayar durante un par de minutos, subo a la carretera y me dirijo de nuevo al semáforo.
No es la primera vez que pretendo ganar dinero de esta manera. Aprendí viajando con Mika. Animado por este, logré superar al fin algo de mi timidez y de mi miedo escénico.
Estoy algo nervioso, aquí es diferente; no hay nadie que me anime, tengo que hacerlo todo yo solo. Por suerte tampoco nadie me conoce a mí en este lugar. A veces el anonimato te puede ayudar a sentirte más seguro.
Me fijo en el tiempo que tarda el semáforo en pasar de un color a otro. Es algo que me enseñó Mika. Cuando haces malabares en un semáforo debes ajustar tu número para tener el tiempo suficiente de acudir a la ventanilla de los coches que estén parados y recoger las monedas que te quieran dar, antes de que cambie el color y los de atrás empiecen a meter prisas con sus cláxones. Si no te puede pasar que todo tu esfuerzo haya sido en balde, y no es eso lo que queremos.
Por alguna razón este semáforo tiene dos fases alternas, una dura más o menos treinta segundos, la otra un minuto. Pienso un par de secuencias para cada una de ellas. Se pone en rojo y paran un Mercedes y un Renault. Salgo al medio de la vía delante de ellos, tomo una inspiración profunda y comienzo.
No soy el mejor malabarista del mundo, apenas puedo levantar cuatro bolas a la vez cuando llevo un rato practicando. Recuerdo las palabras de Mika con su acento argentino: «Loco, para hacer malabares en la calle tenés tres opciones; ser muy bueno, que el público no tenga ni idea de circo o simplemente dar lástima. Lo bueno es que podés ganar plata mientras aprendés». Supongo que ahora se está dando el segundo o el tercer caso. Me acerco a la ventanilla del Mercedes, me da 50 céntimos. ¡Puedo! El conductor del Renault actúa como si no me hubiera visto y acelera en el mismo instante en el que el semáforo vuelve al verde.
Después de casi una hora, para mi sorpresa he ganado casi quince euros. No sé si siempre me irá tan bien. Puede que solo sea la suerte del principiante.
Se acerca un Citroën gris en el que viaja una familia cuyos hijos me señalan y aplauden. Creo que les haré un último número a estos chicos y después paro. Solo he descansado el tiempo en el que el semáforo estaba en verde y me empiezan a doler los brazos de tanto ejercicio.
Los niños chillan entusiasmados. Sonrío. Saco mi cuarta bola por primera vez en toda la tarde, estoy animado.
Siento un fuerte golpe en mi hombro derecho. Mi cara se estrella contra el cristal del coche. Un par de bolas ruedan a mis pies, he perdido de vista a las demás.
Los chillidos de los niños ahora se han vuelto más agudos. Miran algo a mis espaldas con los ojos abiertos de par en par. Sacudo mi cabeza y me giro para tratar de ver qué puede haber producido el impacto.
Un chico rubio unos años mayor que yo me observa. Tiene el pelo corto. Es de mi estatura, aunque algo más corpulento. Sus ojos emiten destellos furiosos. Parece ofendido por alguna razón. El coche con los niños sale disparado haciendo chillar las ruedas ignorando el hecho de que el semáforo aún sigue en rojo.
El chaval ladra algo en francés y me señala con gestos bruscos. No entiendo lo que está pasando, necesito encontrar una manera de calmarlo.
—Sorry, I don't understand you. Calm down please.
Se pone rojo como un cangrejo. Sin previo aviso se lanza sobre mí y dirige un puñetazo hacia mi cara. Lo esquivo dando un paso atrás. El siguiente viene con más furia y menos control, lo desvio con el antebrazo con un movimiento circular cambiando el perfil del cuerpo que le muestro. Atenazo su muñeca con la mano y flexiono mi brazo para darle un codazo en el mentón. Se escucha un gorgoteo. Siento como su saliva me salpica. Aprovecho su confusión momentánea, y la inercia que llevaba al haberse precipitado contra mí, para desequilibrarle aplicándole una llave de aikido y bloquearle contra el suelo. «Ni-kyu», segunda técnica. La maniobra me ha salido automática, casi perfecta. A pesar de ello, si me hubiera visto mi antiguo maestro, creo que me habría regañado. Lo del codazo no es precisamente académico.
Resulta difícil contenerse en una pelea real. Es diferente de los simulacros controlados que practiqué durante casi un año en un dojo en mi antiguo pueblo. Supongo que el chico se confió por su mayor corpulencia. Igual solo es un estúpido. Su respiración forzada resuena en el silencio que se ha formado a nuestro alrededor. Intenta deshacerse de mi bloqueo, maldice en voz baja al notar que solo se hace más daño en el brazo. Tiene un extraño tatuaje en el cuello, tres triángulos entrelazados, nunca he visto ninguno parecido. Gira la cabeza, en el otro lado tiene otro, una cruz gamada.
—¡Maldito canalla!
Le retuerzo el brazo con más fuerza y le aprieto contra el suelo. Deja escapar un gemido. Un hilillo de sangre se le escapa de la comisura de los labios. Escucho un grito ahogado proviniendo de la acera de enfrente. Levanto la vista. Algunos transeúntes se han parado y dirigen sus miradas acusadoras hacia nosotros. Cada vez son más, sus ojos se clavan en mí como si yo fuera el culpable. Uno coge su móvil y marca un número. No sé qué hacer. Nunca me han caído simpáticos los radicales, y los de derechas y xenófobos mucho menos, pero tengo que soltar a este idiota en algún momento.
Lo empujo y me separo un par de pasos para salir del rango de acción de sus brazos. El chico se levanta de un salto, escupe una baba rosácea en mi dirección sin demasiada puntería y se aleja corriendo. La multitud me sigue dirigiendo miradas hostiles, ¿qué está pasando aquí? ¿No tienes la impresión a veces de que el mundo se está volviendo loco? Intento ignorarles.
Mi camiseta está manchada de algún líquido. Noto un sabor metálico en los labios. Me toco la cara, también está húmeda. Me sangra la nariz. Debí haberme hecho daño al golpearme contra el cristal del coche, con la tensión del momento no me di cuenta de ello.
Recojo mis bolas de malabares y me alejo del lugar para escapar de los últimos ojos molestos que todavía me siguen observando.
Encuentro una fuente en un pequeño parque a un par de manzanas. Limpio mis heridas con cuidado.
Compruebo mi aspecto en el espejo de un coche aparcado. No es grave, la nariz ya ha dejado de sangrar, solo tengo los labios algo hinchados y un pequeño corte en el inferior. No tardará en curarse. He tenido suerte a pesar de todo.
El cielo empieza a taparse de nuevo. Igual lo mejor será refugiarme, comer algo y pasar la noche bajo el puente donde escondí mi mochila. No tengo ánimos para seguir sin saber si encontraré un buen sitio para pasar la noche sin mojarme. Ya cogeré el primer autobús de por la mañana.
Extiendo mi saco en un banco de arena oculto a la vista; alejado del agua, justo debajo del puente. Ofrece un lecho cómodo sobre el que descansar. Necesito calmarme. Cierro los ojos, aún siento mi cara impactando contra el cristal del coche.
Veo como las primeras gotas caen y repican sobre la antes calmadasuperficie del río. La lluvia siempre ha tenido un efecto relajante sobre mí. Estáoscureciendo. Creo que estoy a punto de conciliar el sueño.
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