16- Noah

Aún falta un rato para que llegue el autobús, estoy solo en la estación. Reparo en un hombre de unos treinta años, nariz de zanahoria y la cabeza pelada. Me mira de reojo con cara de pocos amigos mientras pasea un rottweiler enorme. Ni idea qué le habré hecho, hay personas a las que tu mera presencia parece molestarles. Decido ignorarle y ya. Mis piernas se bambolean bajo los tablones del banco en el que me he sentado. ¿Por qué será tan alto? A saber.

¿Se nota que estoy aburrido? Igual puedo contarte algo más sobre mi adolescencia para pasar el rato.

Debes saber que mi vida dio otro giro cuando Arno empezó a dejarme solo en su finca durante periodos cada vez más largos. En una de esas ocasiones llevaba más de dos meses en Madrid, mientras yo cuidaba de su finca y también me aburría al igual que ahora. Había sido divertido estar allí en su compañía, aprendiendo algo nuevo todos los días. También me gustó la libertad de la soledad al principio, hasta que se volvió monótona.

Cuidaba el huerto y regaba los árboles sin demasiado entusiasmo como un autómata, para después volver a echarme en la cama a leer, a pasar las horas y a dejar a mi mente volar hacia una especie de sueño despierto. Ni me quitaba el pijama, algunos días ni siquiera me levantaba. ¿Para qué?

Un día pisé un tornillo que había tirado por el suelo de la habitación única del pequeño edificio que habíamos arreglado y grité de dolor.

Confuso contemplé mis alrededores. Por el suelo había cantidad de martillos, destornilladores, placas metálicas y piezas de ordenador tiradas. Recordé que había tratado de entretenerme arreglándolos, pero no era lo mismo sin Arno. Me apoyé sobre la cocina de gas. Mis manos rozaron algo blando. Raspé con la uña la película grasosa de procedencia indescifrable que se había acumulado entre los fogones. Me dispuse a lavarme asqueado. El fregadero estaba repleto hasta arriba de ollas, vasos y platos con restos de verdura y pasta pegados. En algunos empezaban a brotar filamentos blancos. Emitía un olor acre, a compost mal fermentado. Me aparté de allí.

Saqué un maletín de primeros auxilios que guardábamos en el armario de un pequeño baño que consistía en una ducha de agua fría y un wáter seco. Vamos, un asiento y tapa de inodoro que cubrían un agujero que conectaba a una cámara que se podía limpiar desde el exterior. Solo lo usaba cuando llovía, me había acostumbrado a hacer mis necesidades al aire libre desde hace tiempo porque el cuartucho me daba asco. No te creas que es nada del otro mundo. Una pequeña azada me servía para enterrar el truño y después me limpiaba el culo con el agua de alguna de las mangueras. Nunca entendí a la gente que monta un drama cada vez que van a cagar en el monte. Lo llenan todo de mierda y cintas interminables de papel higiénico que no se logran descomponer en meses y que al final acaban volando con el viento hacia todas partes. Me asqueaba la idea de convertirme en alguien tan mugriento, asqueroso y descuidado. Pensé que tendría que ponerme a limpiar y a ordenar la casa, pero antes necesitaba curarme.

El intenso sol de mediodía me cegó al salir descalzo y cojeando a la calle. Me sentía como si hubiera entrado dentro de un horno, los veranos son un infierno en Extremadura. Esperé unos segundos a que se me acostumbrara la vista y caminé hasta el grifo de la manguera más cercana. El agua me quemaba la piel, lo dejé correr un rato hasta que se enfrió. Mi herida había dejado de sangrar. Por suerte no era muy fea; aun así, escoció al echarle el yodo.

Después de vendarme me quedé contemplando el paisaje unos instantes.

«¿Qué me está pasando?», pensé.

Me incorporé de un salto. Casi me volví a sentar por el pinchazo repentino que sentí atravesándome el pie.

«Tengo que espabilar.»

Me di una vuelta por la finca, pisando con cuidado, para ver si algo se me había pasado por alto. Descubrí que un par árboles se me habían secado. Habíamos extendido una línea de goteo para regar esa parte de la finca con mayor comodidad. Yo me había limitado a abrir y cerrar el grifo sin pararme a revisar si los goteros estaban atascados o no. Me asusté por mi negligencia. Era algo que no se podía arreglar tan fácil. No bastaba con pasar una escoba o una bayeta como en la casa. Temí que Arno me fuera a echar la bronca cuando volviera.

Al final me dije que tampoco me podían echar la culpa de nada, aún no era ni mayor de edad y la finca tampoco era mía en realidad. Igual solo buscaba una excusa para autoconvencerme. Creo que en general solemos valorar más las cosas cuando son nuestras. Algo extraño el concepto de propiedad, ¿no te parece?

A partir de ese momento empecé a prestar más atención a lo que hacía. No quería decepcionar a mi anfitrión, pues le estaba agradecido. Me hacía sentirme valorado, algo que nunca me había pasado con Natanael. A lo mejor por eso me desquiciaba tanto que Arno me dejara solo.

Había conocido un vecino suyo hace un tiempo. Se llamaba Noah y vivía en la última finca habitada de la montaña. A veces se paraba a hablar con nosotros cuando pasaba por el camino. Algunos chismosos del pueblo decían que estaba loco, ni idea por qué. Sí que era cierto que tenía ideas algo extrañas sobre las plantas y la agricultura, siempre que había hablado con él me sorprendía con una perspectiva original y diferente. ¿Acaso eso te convierte en loco?

Decían que vivía solo, ya que se había separado de su mujer. Esta, junto con sus hijos, se había ido a vivir al pueblo. Supuse que debido a ello Noah igual estaría aburrido, al igual que yo, solo y perdido en la montaña. Pensé que sería interesante hacerle una visita.

Sin meditarlo mucho más, al día siguiente empecé a subir por el camino que llevaba hacia su finca.

Lo primero que me impactó al llegar fue la cantidad y diversidad de árboles frutales, tanto autóctonos como exóticos, que había plantados. Algunos incluso eran desconocidos para mí, a pesar de que sabía bastante sobre botánica. La hierba alta lo invadía todo, costaba pasar por algunos sitios. Daba un aspecto artificial y a la vez salvaje. Pensé en mis hermanos, les encantaría. Compartían la misma afición por las plantas y árboles que se había despertado en mi madre, tenían que conocer este sitio algún día.

—¡Hola! —llamé en voz alta para hacer notar mi presencia.

Al no recibir respuesta me acerqué a la casa sin estar seguro de si iba a encontrarme con alguien. El edificio tenía un diseño bastante fuera de lo común, era octogonal, precedido de un gran porche y en la parte más alta había un mástil que subía al menos 3 metros más. Servía de soporte para alambres tensados desde todas las esquinas y lados de la casa por los cuales se enredaban plantas de kiwis y parras que llegaban a cubrir todo el tejado hasta la cima. Estaba seguro de que a vista de pájaro casi sería imposible divisar la casa. Había bastante desorden, platos sucios se amontonaban encima de una mesa en el porche junto con cubos de compost tanto llenos como vacíos. También se veían espuertas, palas, juguetes, azadas, frutas y verduras. Además, al otro lado de la casa había un montón de arena y una hormigonera. Supuse que el hombre estaría construyendo algo, pero se quedó a medias sin avanzar. Me recordó a mi yo de unos días atrás.

Cuando me adentré bajo todo ese dosel vegetal y pisé el suelo de cemento del porche, vi luces reflejándose en las ventanas y empecé a escuchar voces ahogadas que provenían de algún aparato de televisión. Al parecer no estaba tan aislado como había creído en un principio, supuse que por eso no me habría escuchado.

Llamé a la puerta, a los pocos segundos me abrió.

—¡Hola! ¡Qué sorpresa! ¿Qué haces aquí? —No parecía enfadado, solo desconcertado.

—Tenía curiosidad por conocer tu finca. ¿Te pillo en mal momento?

Miró al televisor antes de apagarlo. Por alguna razón parecía avergonzarse de ello, ni que le hubiera pillado cometiendo algún delito.

—No, no, en realidad no estaba haciendo nada. ¡Vamos nos daremos una vuelta!

Según me fue enseñando la finca me di cuenta de que todo tenía el mismo aspecto semisalvaje. La diversidad vegetal era increíble, parecía como si lo hubieran cuidado todo durante años y de repente abandonado. Noah pareció darse cuenta de que me fijaba en eso.

—Lo siento, lo tengo todo hecho una mierda, he estado fuera durante un tiempo y además no paran de entrar jabalís del bosque cada vez que empiezo a hacer huerto, tendría que vallarlo todo, a ver si me pongo con ello.

Nos paramos delante de una charca. Una cuarta parte de la superficie la cubría un tapete verde salpicado por puntos violetas, formado por las gruesas hojas hinchadas de aire de jacintos de agua y sus flores; la otra mitad estaba descubierta, se podían ver renacuajos, ranas, larvas de insectos y un par de culebrillas pululando por el fondo. Me acerqué y rocé una de las vistosas inflorescencias de los jacintos para contemplarlas de cerca.

—¡Qué bonitas son! —exclamé.

—¡Uy! Pues no has visto las de la otra charca. La de abajo, donde van las aguas grises de la casa. Mira, ven. —Nos acercamos a otra charquita pequeña escondida tras una morera enorme y un pequeño seto de cañas de bambú. Aquí el agua apenas se veía, estaba cubierta de jacintos en su totalidad, eran al menos tres veces más grandes que los de la primera charca que vi, aunque no tenían flores—. Están genial para depurar las aguas —explicó Noah—. Son increíbles, es echar una meada y triplican su tamaño. Luego las saco y las echo como acolchado bajo los árboles para abonar.

—¡Qué interesante!

—Pues sí, antes las llevábamos al mercadillo y las vendíamos, pero ahora los idiotas de los ecologistas las han prohibido.

—¿Por qué?

—Dicen que son invasivas y que ahogan toda la vida acuática, no tienen ni puta idea de nada, si en invierno tengo que meterlas dentro de casa porque se congelan y mueren.

—Bueno, igual puede pasar en algún río del sur donde haga más calo...

—No, no, en los ríos apenas crecen, es imposible que se vuelvan invasivas.

—Pero si lo dicen, por algo ser...

—¡Qué no! No tienen ni puta idea. Ya has visto que aquí solo se hacen grandes en las aguas grises. Si se multiplican de forma exagerada, no es por culpa de ellas, sino porque los ríos están todos hechos una mierda, de todos los abonos químicos y mierda de los desagües que caen dentro. Pero claro, es más fácil echarle la culpa a una planta y gastar un montón de pasta en erradicarla, que hacer algo para que no se contaminen los ríos. Los ecologistas de hoy en día son así de idiotas. Si fuera por ellos, no podría tener ni un frutal, dicen que todos los frutales son de fuera. Te digo que esos estarían más contentos si todo esto fuera un solo monocultivo de robles. Es que son así de idiotas, no saben que aquí solo quedan robles porque son de los árboles más resistentes a los incendios que hay.

—No sé, algo bueno harán, supongo.

—¡Ja! Solo les importan sus permisos y sus manifestaciones; pero cuando vuelven de ellas van a comer al Mac Donald's. Son así de hipócritas, tío. Si realmente vivieran del campo, no se andarían con estas tonterías.

—No sé, igual sí que tienes razón en algunas cosas.

Seguimos deambulando entre los árboles. Noah tenía los párpados caídos y parecía estar contemplando el vacío, hablaba arrastrando las palabras en un torrente continuo y ahogado. Supuse que se sentiría solo y desanimado desde que tanto su exmujer como sus hijos se fueron a vivir al pueblo. Me preguntaba por qué lo harían, el sitio era espectacular y Noah me parecía un hombre algo raro, afligido, pero muy interesante y simpático. Igual se habían sentido aislados aquí, perdidos en la montaña sin relacionarse con nadie; o igual pasó algo más. Con Natanael aprendí que no se puede juzgar a alguien por la primera impresión que tienes de él.

Volvimos al porche de la casa. Noah sacó un papelillo y lo rellenó de tabaco y otras hierbas, tal vez eso explicaba algunas cosas.

—¿Fumas? —me preguntó.

—No, no, gracias, nunca he sentido interés por ello —le contesté. Era cierto, odiaba el olor del humo.

—¡Jo, qué envidia! Haces bien. Yo tengo que volver a dejarlo, a ver si me animo y saco fuerzas para poner la finca al día. Me da un poco de vergüenza que la gente la vea así, es que nunca había estado tan mal.

No parecía muy convencido de lo que me decía. Tampoco había dejado de hablar en toda la tarde. Parecía de esas personas que son capaces de acaparar una conversación durante horas sin dejar intervenir a su interlocutor. O tal vez solo llevaba tiempo sin ver a nadie. A mí me daba igual, me gustaba escuchar, aunque al final acabé asintiendo como un autómata sin prestar atención. No pareció darse cuenta. Pensé que igual necesitaba algún estímulo para volver a levantar cabeza. Se me ocurrió una idea.

—Oye, si quieres te echo una mano para arreglar esto. Tengo bastante tiempo —escupí las palabras cuando por fin pareció que el aire se le había acabado y dejó un pequeño hueco en medio de su retahíla de frases interminable.

—¿Eh? —Levantó la mirada y fijó sus profundos ojos color miel en mí. El repentino silencio se sintió casi antinatural.

Tenía bastante curiosidad por conocerlo más. A pesar de su aspecto algo desaliñado con su media melena peinada hacia delante para tapar sus inicios de entradas, parecía alguien del que podía aprender mucho sobre la vida en el campo.

—Que si quieres puedo echarte una mano, tengo bastante tiempo de sobra.

Intentó dar una calada a su porro sin éxito, pues se le había apagado entre los dedos. Su mano se precipitó hacia el bolsillo derecho de sus anchos y ligeros pantalones de algodón en un gesto que parecía casi un reflejo aprendido, pero no encontró nada. Se dio cuenta de que el mechero estaba sobre la mesa del porche y lo cogió.

—Vale, no me vendría mal un poco de ayuda ahora mismo —me contestó al fin—.Pasa, ¿quieres un té?


¿Qué os ha parecido el capítulo? ¿Qué pensáis de Noah?

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