1-Destino Andorra
Un paso, otro paso, otro paso más; arrastro mis pies sobre el asfalto caliente del arcén de la carretera que va desde Lleida hacia Andorra. Un coche pasa raudo a centímetros de mí, tan cerca que siento el aire desplazado por sus ruedas. Salto a la cuneta por instinto con el corazón desbocado.
—¡Hijo de puta!
Me regala un sonoro pitido y una nube de polvo que se mantiene flotando tras su estela. Tomo un par de inspiraciones profundas hasta conseguir que mis pulsaciones bajen. Me pica la frente, me la limpio con el dorso de la mano. Mala idea, he embadurnado las mangas de mi camisa de algo pegajoso de color ocre, sudor y polvo. Miro a mi alrededor, solo hierba seca y más polvo dondequiera que poses los ojos. También hay alguna encina, que pretende ser árbol sin pasar de ser arbusto, languideciendo bajo el intenso sol de junio. Calor y sequía, este invierno casi no han caído lluvias otra vez. Para que luego digan algunos que el cambio climático es una trola. Será mejor seguir adelante; prefiero largarme de aquí cuanto antes.
Un paso, otro paso, otro paso más; las correas de mi mochila se clavan en mis hombros. ¿Conoces esa sensación? Empieza pesando un poco, tira de ti hacia abajo. Al principio no les haces caso, luego se te hunden tanto que te dejan marcas sobre la piel que empiezan a escocer. Los primeros días son los peores, después formas callo y ya ni reparas en ello.
Ojalá parara alguien, no parece mi día de suerte. Por alguna razón pasan muy pocos coches, y los conductores de los que sí lo hacen se asemejan al idiota de antes, solo giran la cabeza para mirarme con caras largas antes de volver a acelerar. ¡Cómo si nunca hubieran visto a un chico sacando un dedo!
El autostop no es una ciencia exacta, nunca sabes quién ni cuándo se parará, ni hasta dónde podrá llevarte. Siempre me causa gracia escuchar cosas como: «Eso del autostop antes se podía, pero hoy en día ya no funciona». Tal vez si nunca lo probaste te lo puedas creer, en cambio a mí me hace reír. Es evidente que no es cierto o no habría llegado desde Extremadura hasta aquí en apenas tres días.
Mucha gente es demasiado estrecha de mente para plantearse que se puede viajar de mil formas diferentes a las que conocen. Ni siquiera hace falta tener un duro o plata, o como quieras llamarlo. Estamos acostumbrados a imitar a la mayoría, a cumplir con lo que nos enseñan en esa caja cuadrada que organiza y ordena nuestras vidas. ¿Una playa de lujo en el Caribe? Demasiado cara; mejor algo más cercano, la playa del año pasado, la caseta en la sierra del abuelo; algo barato que al menos nos permita cambiar de aires.
Al final solemos acabar aburridos como siempre. Tratamos de disimularlo subiendo fotos a nuestras redes sociales que muestren cómo nos lo pasamos en grande. Porque no está bien visto aburrirse, al menos no delante de la cámara.
Entonces vuelves a la rutina, ves cómo los años pasan y pasan y todo sigue igual. Vuelves a mirar las fotos de tus vacaciones. «Me lo pasé bien», te dices. Quieres creer que es verdad, pero hay días en los que dudas. Recuerdas que aún tienes mil cosas pendientes que deseabas vivir, pero te da miedo dar el paso. Odias la rutina, sin embargo, no puedes negar que se ha vuelto algo cómodo, conocido, seguro. Lo desconocido asusta. «Mejor a lo seguro», piensas, pero muy en el fondo sientes que tu vida ha entrado en un bucle, estás caminando en círculos, cada vez son más estrechos, lo cotidiano se ha vuelto una camisa de fuerza. Te das cuenta de que solo tienes dos opciones, te resignas o te atreves a probar algo diferente. No siempre es una elección voluntaria, a veces incluso te empujan a ello; pero está claro que, si te rindes a la rutina, tarde o temprano solo acabarás siendo una parte más del engranaje. Ahogado entre tus penas durante el año, en vacaciones un simple turista de masas. Ya sabes, de esos que van de la autopista al hotel y que como mucho paran en alguna gasolinera por el camino, antes de lanzarse en manada a la última atracción de moda o a la playa más famosa. Queremos creer que disfrutamos nuestras vacaciones entre arenas sucias y grasientas, abarrotadas de cuerpos sudorosos y aguas turbias con olor a crema solar. Queremos creerlo, porque tampoco nos queda más remedio. ¿O sí?
Igual me he explicado mal, no es que esté de vacaciones ahora mismo. Digamos que estoy de viaje. Ya detallaré mis porqués más adelante. Siempre he pensado que para conocer un país o región de verdad te tienes que meter de lleno en él, interactuar con sus gentes y descubrir cómo son cuando no te consideran un simple turista.
Escucho un pitido y salto a la cuneta de nuevo sin pensar. ¡Maldita sea! Con todas estas curvas casi no veo los coches hasta tenerlos encima. Un viejo Audi rojo con la pintura algo desconchada me adelanta como una flecha. Otra oportunidad perdida. Espera, está frenando, se detiene unos cien metros más adelante. Un hombre baja por el lado del acompañante. Acelero el paso, no vaya a ser que cambie de opinión y se largue.
—¿Dónde vas? —me pregunta al llegar a su altura. Tiene cierto acento extranjero, creo que es rumano o de Europa del este. Dudo un momento sobre qué decirle, ¿hacia dónde voy?
—Voy a Francia —contesto al final.
—Nosotros vamos a Andorra. Ven, te llevamos.
Me ayuda a dejar mi mochila en el maletero y me indica que me suba en uno de los asientos traseros. Veo un par de caras curiosas contemplarme a través de las ventanas. Al abrir la puerta, una nube de humo me golpea profundo dentro de mis fosas nasales. Trato de disimular la expresión de asco que amenaza con dibujarse sobre mi rostro.
Aparte del conductor y del tipo que bajó del coche, hay dos pasajeros más: una chica y un chico sentados a mi lado. Todo el grupo parece tener la misma edad, entre unos veinticinco y treinta años. Circulamos un buen rato sin que nadie diga nada. Noto como me dirigen miradas fugaces, me empiezo a sentir incómodo.
—¿Vais de vacaciones? —Mis palabras cortan el silencio. Mi voz ha sonado forzada, artificial, fuera de lugar. Por un par de segundos nadie contesta. El conductor me mira a través del espejo.
—No, no. Vamos a comprar tabaco —salta la chica sentada a mi lado—. Allí es mucho más barato, no hay impuestos, vamos casi todos los sábados.
Al menos se descubrió lo que son, contrabandistas. Dudo que sea legal, cuando vas en autostop no tienes ni idea de cómo será la gente que te va a parar. Apúntatelo; si te pica la curiosidad y decides probar este arte algún día, igual puedo enseñarte algo útil.
—Oye, ¿cómo hacéis para pasar la frontera? ¿No os paran?
Los cuatro se dirigen miradas entre ellos. Espero no haber preguntado sobre un tema tabú.
—Fin de semana casi nunca paran nadie, pasan muchos coches, si ven que vas con gente creen que eres turista, no problema. Y si paran normalmente solo te quitan mercancía —contesta el conductor.
¡Qué alivio! Por un instante me vino a la mente que, en caso de que nos paren, de alguna manera intentarían echarme la culpa a mí; aunque no podría precisar cómo ni por qué. Mejor no pensar en esas cosas.
Empiezan a hablar en rumano entre ellos. Creo que el cuarto pasajero no comprende ni una pizca de español. Sin previo aviso coge a la chica por la cabeza y le planta un sonoro beso en plenos morros. Todos estallan en carcajadas.
—¿Ves? ¡Ya me está poniendo los cuernos! Nunca te fíes de una mujer rumana —bromea el conductor mirándome por el espejo retrovisor de nuevo.
¿Serán pareja? Lo dudo mucho. Si es una broma, no logro entenderla. Toda la situación tiene un aire surrealista, pero al menos el silencio tan tenso ha caído en el olvido.
El resto del trayecto se me pasa volando. Enseguida me encuentro con que ya estamos ante el puesto fronterizo. Los guardias ni se dignan a mirarnos. Están controlando al azar algunos de los coches que salen del país en sentido contrario. Debería haberlo pensado. Los que pasan contrabando lo hacen desde Andorra a España.
El rumano se para un par de kilómetros más adelante enfrente del primer gran supermercado que hay a orillas de la carretera.
—Amigo, nosotros nos quidamos aquí —declara.
La chica me guiña un ojo y se tapa la boca para disimular una carcajada.
—Muchas gracias por llevarme —respondo.
—Nada humbre, nada.
Vuelven a ponerse en marcha y entran en el aparcamiento, los pierdo de vista. Me cargo mi mochila a los hombros y sigo caminando solo por el arcén.
Un coche de policía me adelanta a paso de tortuga. Uno de los agentes va girando su cabeza en mi dirección como si yo fuera un bicho escapado de un circo, tal vez lo sea en parte. ¡Mierda! Espero que no se paren y me hagan preguntas. Ralentizan todo el tráfico tras ellos como si fueran el tapón de una botella de champán recién agitada. Los coches los empujan hacia la curva, sin ser demasiado insistentes, sin atreverse a adelantarlos. Por fin los policías parecen darse cuenta del hecho de que estorban y aceleran hasta perderse en la distancia.
En mi cabeza me imagino que giran en el siguiente cruce y vuelven a bajar en mi dirección. Aparece un coche y me encojo sin querer. No, no son ellos. He llegado a un pueblo y decido adentrarme entre sus calles por un rato. Igual si me pierden de vista, se olvidarán de mí. Eso espero.
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