Capítulo 37: El guitarrista que quiso luchar por el amor de su vida
—Es una locura, Ares —dijo Román sentado mientras yo caminaba de un lado a otro.
—No es una locura.
Había pasado una semana y media y llovía a cántaros, pero tenía claro a dónde quería ir.
Gloria había hablado con sus jefes, le había costado, pero lo había conseguido. Yo tampoco me había quedado de brazos cruzados, había investigado. Había llamado a Thor, sin éxito y a Thalía, con menos éxito aún y Derek... A Derek tampoco le habíamos conseguido localizar. Ni siquiera Margo.
Había ido a la casa de los Mikkelsen a aporrear su puerta todas las tardes y todas las tardes un gorila me había echado de la casa a patadas.
Pero finalmente, habíamos dado con Atenea y yo iba a ir a verla. Tenía que hacerlo porque necesitaba saber si estaba bien porque algo me decía que no lo estaba.
Quizá presentarme en la reunión de los Mikkelsen sería algo precipitado, quizá debía de esperar a la reunión que tenían mis padres con los Stallone para venderles su parte de la empresa, pero yo no podía esperar.
Era de Atenea de quién estábamos hablando y yo no atendía a razones.
Terminé de ajustarme el traje, tenía que dar el pego, tenía que parecer que era un invitado.
—No vas a pasar de la puerta —me dijo Román siendo sensato—. ¿Te crees que no saben quién eres?
—Román, tengo que intentarlo.
Román me miró y negó con la cabeza. Estaba pensando. Estaba buscando el consejo perfecto para el momento, él siempre tenía las palabras idóneas. Por eso se había quedado, por eso no se había ido... Por eso y porque era demasiado empático como para irse dejándome en el estado en el que estaba. Y por eso era mi mejor amigo.
Pero en aquel momento no podía con su sensatez. Quería que me alentase a marcharme e ir a por ella.
—No quiero que te pase nada —dijo de repente—. Sé que no te pueden hacer nada malo físicamente, pero piensa en las repercusiones que podría tener.
—Ya estoy tocando fondo, Román, no me pueden hundir más.
Tenía unas ojeras considerables. No había dormido nada últimamente, no había sido capaz.
—No sabes lo que es que te quiten a la persona que quieres —murmuré.
Y eso hizo que terminase asintiendo y concediéndome la razón.
—¿Y qué piensas hacer? Supongo que tendrás un plan —sacó un cigarrillo y se puso a fumar en mi habitación, no sin antes abrir una ventana. Yo solo miraba su reflejo a través del espejo.
—Mi plan es hablar con Atenea.
—Joder, Ares...
—Llego, entro, subo, la encuentro y hablamos.
No quería pensar en las dificultades que se me plantearían. Quería pensar que podía con todo y afrontar la situación con todo el optimismo que se pudiese.
—Vale —dio una calada y habló con el cigarro en la boca—. Comprendo que estés loco por verla, pero eres consciente de que hay gorilas por todas partes como los del otro día, ¿Verdad? Es decir, son dos metros de alto y de ancho. Si no pudimos entre dos...
Me reí y me di la vuelta para encararle. Manteniendo la sonrisa le dije:
—Eh, no subestimes la fuerza de un chico que no quiere dejar ir al amor de su vida.
Me miró de arriba abajo incrédulo, pero terminó sonriendo también.
—Creo que mejor te voy a acompañar...
—No. Esto es algo que tengo que hacer solo, Román.
—No. Esto es algo que no puedes hacer solo, Ares. No te he dejado solo desde que tenemos doce y no lo pienso hacer ahora.
Y era verdad, Román había sido mi compañero de luchas desde que éramos unos críos y seis años después seguía ahí, dispuesto a ayudarme. Aunque le hubiese rechazado mil veces y tratado fatal, Román siempre había estado allí, dándolo todo y le quería muchísimo. Nada de lo que hiciese podría compensar todo lo que había hecho Román por mí a lo largo de los años.
—Préparate rápido, te espero en el coche —Nos abrazamos y rebuscó veloz en su maleta para coger el traje de la boda de Vicky.
Cuando se metió al baño fue cuando cogí las llaves del coche.
Iba a ir a por Atenea y nada me iba a parar.
Agarré la manilla de la puerta corredera y la cortina a la vez. Cuando la puerta se deslizó, me quedé helado.
—No te he abandonado —fue lo primero que dijo con la voz entrecortada y recuperando el aliento—. No los he elegido a ellos.
Mis ojos se abrieron de par en par, intentando asimilar lo que estaba pasando.
Atenea estaba delante de mí, empapada y descalza. Llorando como una niña pequeña.
—Te quiero —siguió diciendo—. Te quiero más que a nada en este mundo, Ares. Eres la única persona que me ha hecho sentir y estar enamorada... No te he abandonado —me tomó de la mano al ver que no reaccionaba. Se puso en cuclillas sin poder sostenerse a sí misma. Lloraba y no paraba, estaba asustada—. No los he elegido a ellos... Te quiero —cogió aire—. Te quiero a ti.
—Atenea... —dije en un hilo de voz. Ella estaba allí. No me miró, se puso de rodillas—. Estás aquí... —pestañeé dos veces más de la cuenta y me puse de rodillas rápido. Cogí su rostro entre mis manos y nuestros ojos se encontraron.
Las lágrimas cayeron solas mientras sonreía. Sentí como si me hubiesen dado la vida de nuevo y la abracé. Con todas mis fuerzas. Ella seguía llorando en mi hombro y yo acariciaba su pelo. Su precioso pelo rizado.
—No te he abandonado.
—Claro que no, morenita —al escuchar su mote sentí como volvía a sollozar—. Tú no harías eso.
—No los elegí a ellos —volvió a repetir. Quería dejármelo claro y que no quedasen dudas. Se separó de mí y me miró de hito a hito—. Te elegí a ti. Nos elegí a nosotros, Ares.
No pude aguantarme las ganas. La tomé de la nuca y la besé. La besé con todo lo que tenía y por lo mucho que la había echado de menos. Porque me había venido a buscar. Porque me había elegido a mí.
—Te quiero —susurré—. Te quiero.
—Y yo a ti, amor —sonreí.
—Vuelve a decirlo por favor...
—Amor... Te quiero mucho, amor —volví a unir nuestros labios y sus manos se enredaron en mi pelo. Las mías acunaron su rostro. Aquello era un sueño. Cada roce, cada mirada. Cómo nos separábamos y nos quedábamos viendo sin creer que estábamos con el otro. Cada susurro y cada te quiero.
No fui consciente de si Román había salido del baño o no.
Todo lo que existía en aquel momento éramos ella y yo. Juntos.
—Estás empapada —dije abrazándola de nuevo. Quería protegerla, que se sintiese segura. Ser su manta si tenía frío—. He ordenado tu ropa. Nadie ha entrado en tu habitación desde que te fuiste, ¿Quieres que te busque algo cómodo? ¿Has cenado? Te puedo hacer algo rico de cena y luego hablamos o vemos una peli o...
Volvía a divagar. No estaba viendo la realidad de nuevo.
—Quiero ponerme tu ropa—me interrumpió—, pero me temo que no vamos a tener tiempo para hacer todo lo demás.
Su sonrisa se volvió triste mientras nos levantábamos.
—Me están buscando, Ares. Me he escapado y será cuestión de tiempo que descubran que estoy aquí.
Pero ella sí que estaba siendo realista.
Ella había huido de ellos e iban a encontrarla a toda costa. Esto solo era temporal. No había vuelto para quedarse conmigo. Aquello era una despedida.
Negué con la cabeza. Me negaba a que se la llevasen de nuevo.
—Escapemos —dije y sabía que me brillaban los ojos al hacerlo—. Vayámonos lejos y no miremos atrás, Atenea.
Ella volvió a sonreír y sostuvo mi rostro entre sus manos. Sabía que eso era un no. Imposible para ella.
—Por favor —dije entre sollozos—. Por favor...
Pero ella negó con la cabeza y unió nuestras frentes.
La realidad.
La dura y cruel realidad.
—Atenea, pero escapemos. Te lo digo de verdad. Mis padres nos apoyan, Josh tiene un lugar en la casa de Monte Marín para los dos —hablababa sin pensar y sin parar, no podía callarme. Tampoco podía dejar de llorar solo de pensar que la iba a perder para siempre—. Trabajaré... Haremos que funcione. Podrías intentarlo en la escuela de Danza, podríamos hacer que te cogiesen aunque me tuviese que arrastrar por el suelo para ello...
—No me hagas esto, por favor —suplicó y yo supe que era el momento de callar.
La miré a los ojos. Estaba roja, estaban más claritos. Estaba hecha un desastre, pero estaba preciosa.
—Entonces... ¿Esto es un adiós? —ella asintió.
No quería, no podía serlo.
—Pero... —dijo muy bajito—. Tenemos un plan pendiente, ¿Recuerdas?
—¿Cuál? —me era tan difícil sonreír en aquel momento, pero lo hice por ella.
—No sé... Tú y yo, en la playa, viendo las estrellas —arrugó la nariz nerviosa—. Piénsalo.
—Está lloviendo —acaricié sus hombros. Estaba empapada—, pero tengo otro plan en mente.
—¿Cuál?
—Tú y yo —para toda la vida— cafuné e historia... Solo una vez más. En mi coche hasta que llegue el amanecer —o te me arrebaten de las manos.
Atenea asintió. Cogimos algo de ropa seca y un paraguas.
Se despidió de Román entre lágrimas porque no sabía si le permitirían volver a verla. Se prometieron hacerlo de nuevo. Todos teníamos el corazón en un puño y nos estrujaban por dentro con fuerzas.
—Pinky promise —dijeron ambos con la voz rota—, inquebrantable.
Después de eso Atenea y yo nos fuimos, nos metimos en mi coche. Arranqué con un destino claro, uno a quince minutos dónde ocurrió todo. Dónde empezó todo.
La cala de nuestro primer día de playa.
La lluvia. Nosotros. El poco tiempo que sabíamos que nos quedaba juntos. Ella. Yo. La luna escondida entre las nubes. La calidez del coche, su cuerpo calentando el mío y nosotros hablando hasta el amanecer.
Planeando un futuro que nunca llegaría. Juntos. Pensando en nuestra boda. Juntos. Viéndonos formar una familia. Juntos. Pasando más que un verano... Juntos.
Pero todo eran sueños rotos.
Tan alejado de la realidad que ni siquiera nuestros besos más apasionados conseguían evadirnos.
Mi verano había comenzado con ella y mi verano se estaba acabando porque ella se iba de mi lado. Y daba por seguro que nunca habría otro igual porque ella había sido el verano de mi vida.
Perdón.
_Dreams&Roses_
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