Capítulo 1 | Fétido y amado lugar
Hundido más que en cualquier punto vital de la sociedad, algo que aligera mis extrañas e insanas ideas. Renovado en los sueños, adictivos y pocos alarmantes, tal vez, esa sea mi mayor meta... llegar a esa droga hormonal y encerrarme bajo completa obscuridad.
Me despierto en la mañana, otros sueños, diferentes pensamientos, sin más, separando mis parpados cansados, bolsas ojerosas y particulares; mis logros se hacen antes de la media noche, preferiblemente en la tarde, donde toda idea se esfuma con solo decir "quiero llegar y acostarme".
Mis ojos centrados en ese punto negro sobre mi techo, como una especie de tradición que se logra por las mañanas de poco oficio y mayor peso, en el que como un agujero negro me absorbe los pensamientos flojos de un tonto quejoso, en el que la sociedad no se dispone a escuchar. Vacío y sin sentidos, son como una trampa de las cuales engullen mi cuerpo a esa obscura y paralítica prisión en vivencia misma, y, solo encontrando confort en la apreciación de mi ventana empolvada que difumina el brillo del amanecer. Pero se logra alcanzar mirar y escuchar a los ancianos en un parque mandando a sus mascotas a comportarse y a su vez, promoviendo una extraña y única conexión entre ellos, tanto el brillo de los ancianos al saber que a su último minuto de vida será en compañía, como el de los canes que se alegran de, no tener como refugios un techo, sino, simplemente tener compañía.
Liberado de ese trance infernal, una parálisis en la que mi cuerpo pertenecía a la tensión del desconocimiento, del no querer seguir moviéndose sin propósito aparente. Una extraña forma de recordarme que tengo que ir a ganarme la vida editando libros de "futuros grandes escritores", lo cual, es una basura agotadora, pero mis instintos están despiertos obligándome a luchar por una vida que no agradezco conservarla – ¿Quién sí? –.
Me levanto desconcertado, posicionando mis falanges en mi cuello, tronando a su misma vez la vértebra y los dedos, caminando desnudo hacia el baño, atravesando la muy pequeña sala que es en conjunto mi habitación, la guarida en la que únicamente dejo combustionar mis llamas, desprendiendo el estrés de mi cuerpo, evaporando el sudor. Sí, me refiero a los movimientos de los dedos cuando preparo el café de la madrugada.
Un lúgubre baño, sin papel higiénico, un espejo que jamás ha sido limpiado y pastillas para el insomnio regadas por todo el lavado infectado de un fétido hedor por no haberse usado desde mi llegada a la ciudad, hace cinco años. Entro en la regadera, cansado y procesando la misma rutina, deseando una decaída que me permita terminar con esta monotonía, buscando la única libertad que me permito contemplar; el descanso sin sueños.
No entiendo porque esto se ha vuelto parte de mi rutina, son cosas que pienso todas las madrugadas en los días en que me toca salir a sobrellevar la carga de este cuerpo sin reciedumbre. No conozco el motivo, mi mente bolineada por el recorrido argumentado por el hecho pasado, extinto, de querer sentirme vivo, empiezo a lagrimear sin ningún sentimiento voluntario y necesario, era como si mi cuerpo tratara de advertirme que toda mi neutralidad debe mantenerme harto.
No lo tomé en cuenta, como si constantemente me convenciera que la indiferencia hace de mi camino más cómodo, uno corto, esperando la dependencia y decaída manera de sobrevivir a través de una pensión y morir como el ermitaño del barrio que jamás decidió otra opción... Creo que es uno de los pocos deseos guardados en mi hipocampo, vagando, esperando cumplirse, desobedeciendo la ley de la vida y rompiendo los acuerdos con ella.
Salí de enjuagarme, algo irrelevante ya que biológicamente es algo innecesario, pero quedó apegado en mí por todos esos años que fui obligado cuando era una criatura, dañando esa capa invisible que me protege de toda laguna de bacterias, pero no tenía opción, la parálisis gasta mucha energía y no paraba de gestionarme por ella, además, en la editorial tienen como ideal una regla que el olor es la higiene y heder no es algo comúnmente aceptable, «que locura», pienso yo. Caminando desnudo fui a prepararme un café, algo simple, poca agua, el tradicional café americano, sin azúcar si hablamos de mi gusto, con un poco de esencia de vainilla, pues claro, es un elixir para aquel que se tiene o quiere dedicar a la lectura diaria. Mi cocina vacía, sin ningún tipo de personalidad como el cereal para el desayuno, ni siquiera pan para saciar el apetito como dicen algunos, la cocina era únicamente para preparar mi elixir. La nevera casi vacía, conteniendo solo agua para aliviar la sed a la hora de la llegada. No soy sano, para nada, mi cuerpo no es de un atleta, más bien sería algo ectomorfo, delgado y pálido, con el suficiente descuido para no ser imberbe.
Abrí mi pequeño armario, tomé mi ropa interior, regalada por la única persona que sabe cuándo es mi cumpleaños y, ese extraño puso un condón en los bolsillos, innecesario, pues no soy de buscar relaciones y detesto cuando me sacan de mi rutina. Me pongo el bóxer y no, no me refiero al animal. Después unos pantalones vaquero que está a la cúspide del desgasto, junto a un suéter azul que le compré a un vagabundo cuando iba de camino al trabajo, unas botas pesadas color negra y por último, un pasamontañas, sí, mi estilo no va con la moda, pero me conformo para no incomodar a las personas con la comodidad de mi desnudes.
Trono mi cuello por última vez, llevando conmigo una taza de cristal rellena del lungo más amargo posible para no dormirme en el camino. Tras dar un último vistazo de mi lúgubre, pero servible guarida, observando los muebles con unas sábanas encima disfrazadas de funda que eviten el polvo, siguiendo de un cuadro, algo del pasado, doloroso recuerdo para estarlo recordando en un fétido lugar como el que yo duermo... La extraño como nunca, su partida se llevó conmigo mi humanidad, mis ambiciones de las cuales me entretenía, de manera lenta me carcomió mi curiosidad hacia el mundo y me dejó invalido para estar caminando en busca de más perdidas dolorosas, como su amor inusual y quisquilloso.
No podía soportar ver es cuadrado arropados por velas blancas, con la luz del sol que traspasa por esa ventana llena de polvo pegándole todos los días a sus frágiles y delgadas telas, convirtiéndolas en unos colores amarillentos, repugnantes por su sequedad mórbida. Tomé las llaves y me despedí de mi dulce y amado retrato de ese ser que coloreó y destiñó mi alma por muchos y pocos años.
Tomé las únicas cosas que me faltaban, un mensáfono, sí, algo anticuado para este siglo de redes sociales y polémicas instantáneas, sabiendo eso gracias a un compañero de donde trabajo, pues no me considero una persona que se absorbe por los actos de otros, ni siquiera de los míos. Eso, y mi cartera algo vieja, un regalo del amigo secreto en mis últimos días en la universidad de la ciudad donde vivía.
Saliendo, cogí las llaves y abrí la puerta a la pesadilla de un mundo abierto a las catástrofes interpersonales del estrés continuo y trucos para estar vivos. Estoy en el demacrado pasillo de mi edificio, agarro las llaves para nuevamente cerrar, pero de un descuido se me caen y las tomas la persona con un aura angelical, pero con conversaciones que te hacen sentir ladillas recorrer todo tu cuerpo...
– ¡Hey, Axel ¿Cómo va todo? ¡Ah! Ten tus llaves, ¡Pequeño descuidado jajajá! – Prosiguiendo con unas palmas en mi espalda – Tengo muchas cosas que contarte ¿Eh? Amigo...
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