Miércoles

Hay dos situaciones que suelen arruinar las mañanas de cualquier argentino promedio. Que no suene el despertador y que se hierva el agua para el mate. Cuando descubro que hoy suceden ambas cosas mi mal humor alcanza límites inimaginables. Tomo tres mates fuertísimos seguidos por dos lavadísimos mientras me voy vistiendo y salgo a mi batalla personal totalmente desaliñada. Este no era el reinicio que había planeado, pero ya nada puedo hacer.

Apenas pongo un pie en la plaza visualizo a mi contrincante flotando en su propio mundo. Digo flotando porque correr implica un esfuerzo que esta chica no esta haciendo bajo ningún concepto. Correr significa sudar, respirar agitadamente, revotar en el suelo con cada pisada y porqué no, tropezar de vez en cuando. Nada de eso está sucediendo, reconozco asombrada.

Con el cabello convertido en un nido de caranchos gracias al viento sur que me sacudió por el camino me pongo a hacer el precalentamiento, lo último que necesito es un músculo desgarrado. Cuando me uno por fin al circuito para correr noto que toda la investigación previa ha dado sus frutos. Descubro mi propio ritmo, empiezo a regular correctamente mi respiración y comienzo a disfrutar de esta libertad de la que tanto he oído hablar. Me conecto con el paisaje y con la brisa matinal que acaricia mi rostro. A su vez me olvido de la rutina, de la sucesión de días agotadores, de los rencores y todo aquello que hace, por momentos, mi vida miserable. El movimiento y la adrenalina se apoderan de mi cuerpo al límite de olvidarme de que existe algo más que este profundo bienestar. Una hora después noto que mi rival se ha ido del lugar sin pena ni gloria, y lo más importante, sin ser asediada por mi.

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