PRÓLOGO
Cuando Yuzu Hīragi tenía siete años, ocurrieron tres cosas: su hermana pequeña Serena enfermó, le asignaron su primer trabajo para la feria de ciencias y descubrió que la magia existía. Más concretamente, que tenía la capacidad de hacer magia. Y durante el resto de su vida, Yuzu supo que la distancia entre lo ordinario y lo extraordinario no era más que un paso, un soplo, un latido.
Pero no era esa la clase de conocimientos que hacía a una valiente y atrevida. Por lo menos, no en el caso de Yuzu. La hizo prudente. Discreta. Porque la revelación de una facultad mágica, sobre todo si no se podía dominar, significaba que una era distinta. Y hasta una niña de siete años comprendía que no deseaba encontrarse en el lado equivocado de la línea entre distinta y normal. Quería integrarse. El problema era que, por muy bien que guardara su secreto, el mero hecho de tenerlo bastaba para separarla de todos los demás.
Nunca supo con certeza por qué la magia surgió cuando lo hizo, qué sucesión de hechos habían llevado a su primera aparición, pero creía que todo empezó la mañana en que Serena despertó con tortícolis, fiebre y un sarpullido rojo intenso. Tan pronto como la madre de Yuzu vio a Serena; gritó a su padre que llamara al médico.
Asustada por el revuelo en la casa, Yuzu se sentó en una silla de la cocina en camisón, con el corazón desbocado al ver cómo su padre colgaba el auricular del teléfono con tanta precipitación que se cayó del soporte de plástico.
—Ve a ponerte los zapatos, Yuzu. Date prisa.
La voz de su padre, siempre tan tranquila, se resquebrajó al pronunciar la última palabra. Tenía la cara pálida como la de un cadáver.
—¿Qué pasa?
—Tu madre y yo nos llevamos a Serena al hospital.
—¿Yo también voy?
—Tú pasarás el día con la señora Geiszler.
Al oír mencionar a su vecina, que siempre gritaba cuando Yuzu iba en bicicleta por su césped, protestó:
—No quiero ir. Da miedo.
—Ahora no, Yuzu.
La mirada de su padre hizo que las palabras se secaran en la garganta de Yuzu. Fueron hasta el coche, y su madre subió al asiento de atrás sosteniendo a Serena como si fuera un bebé. Los sonidos que emitía Serena eran tan alarmantes que Yuzu se tapó los oídos. Se acurrucó en el menor espacio posible, mientras las fundas húmedas de vinilo se adherían a sus piernas. Tras dejarla en casa de la señora Geiszler, sus padres se alejaron tan deprisa que los neumáticos del monovolumen dejaron marcas negras en el camino de entrada.
La señora Geiszler, tenía la cara arrugada como una persiana cuando advirtió a Yuzu que no tocara nada. La casa estaba llena de antigüedades. El agradable olor a humedad de los libros viejos y el perfume de limón del abrillantador de muebles impregnaban el aire. El lugar era silencioso como una iglesia, sin sonidos de televisión de fondo, ni música, ni voces, ni timbres de teléfono.
Sentada muy quieta en el sofá de brocado, Yuzu observó un servicio de té que habían dispuesto con esmero sobre la mesilla. Era de una clase de vidrio que Yuzu no había visto nunca. Las tazas y los platitos brillaban con una luminosidad multicolor y el vidrio estaba adornado con remolinos v flores pintados en oro. Hipnotizada por el modo en que los colores parecían cambiar en distintos ángulos, Lucy se arrodilló en el suelo e inclinó la cabeza de un lado a otro.
La señora Geiszler, de pie en el umbral, soltó una risita parecida al crujido de los cubitos de hielo cuando se les echa agua.
—Es vidrio tallado —dijo —. Hecho en Checoslovaquia. Ha pertenecido a mi familia durante cien años.
—¿Cómo metieron los arcos iris? —preguntó Yuzu en voz baja.
—Disuelven el metal y los colores en vidrio fundido.
Yuzu quedó asombrada por aquella revelación.
—¿Cómo se funde el vidrio?
Pero la señora Geiszler ya se había cansado de hablar.
—Los niños hacen demasiadas preguntas —dijo, y se retiró a la cocina.
Yuzu no tardó en aprender la palabra que designaba la enfermedad de su hermana de cinco años. Meningitis. Significaba que Serena regresaría muy débil y cansada, y que Yuzu debía ser una buena chica, ayudar a cuidarla y no dar problemas. Implicaba también que Yuzu no debía discutir con Serena ni contrariarla en nada. «Ahora no» era la frase que los padres de Yuzu le decían con mayor frecuencia.
El largo y tranquilo verano había sido una penosa desviación de la rutina habitual de citas de juegos, campamentos y puestos de limonada destartalados. La enfermedad había convertido a Serena en el centro de masa en torno al cual el resto de la familia giraba en órbitas angustiosas, como planetas inestables. En las semanas que siguieron a su regreso del hospital, su habitación se llenó de montones de juguetes y libros nuevos. Le permitían corretear alrededor de la mesa a la hora de las comidas, y no le exigían nunca que dijera «por favor» o «gracias». Serena no estaba nunca satisfecha con comerse la porción más grande del pastel o acostarse más tarde que los demás niños. Nada era demasiado para una niña que ya tenía demasiado.
Los Hīragi vivían en City, originariamente poblado por commons que trabajaban en la pesca del salmón y en las fábricas de conservas. Si bien la proporción de commons había disminuido a medida que City crecía y se desarrollaba, todavía quedaban numerosas huellas del legado del barrio. La madre de Yuzu cocinaba con recetas que se habían ido transmitiendo desde sus antepasados commons: gravlax, salmón curado en frío y sazonado con sal, azúcar y eneldo; cerdo asado con relleno de ciruelas pasas, o krumkake, galletas de cardamomo enrolladas en conos perfectos sobre el mango de cucharas de madera. A Yuzu le gustaba ayudar a su madre en la cocina, sobre todo porque a Serena no le interesaba cocinar y nunca participaba.
Cuando el verano se convirtió en un otoño repentino y empezó la escuela, la situación en casa no dio muestras de cambio. Serena volvía a estar bien, y sin embargo la familia parecía seguir actuando según los principios de su enfermedad: no contrariarla. Dejar que se saliera con la suya. Pero cuando Yuzu se quejaba, su madre la abofeteaba como no lo había hecho nunca.
«Debería darte vergüenza tener celos. Tu hermana ha estado a punto de morir. Ha sufrido terriblemente. Tienes suerte de no haber pasado por lo que ella ha vivido.»
Durante los días sucesivos la culpabilidad aquejaba a Yuzu y se renovaba en ciclos como una fiebre persistente. Hasta que su madre le habló con tanta aspereza, Yuzu no había sido capaz de identificar el sentimiento continuo que había tensado su fuero interno como las cuerdas de un violín. Pero eran celos. Aunque no sabía cómo librarse de ellos, sabía que no debía decir ni media palabra al respecto.
Entretanto, Yuzu solo podía esperar a que las cosas volvieran a su estado anterior. Pero no lo hicieron. Y aunque su madre decía que quería a sus dos hijas por igual, pero de formas distintas, Yuu creía que su manera de querer a Serena parecía ser más.
Yuzu adoraba a su madre, a quien siempre se le ocurrían actividades interesantes que hacer en los días de lluvia y no le importaba que Yuzu quisiera disfrazarse con los zapatos de tacón alto de su armario. Sin embargo, el cariño alegre de su madre parecía replegado en torno a una misteriosa tristeza. De vez en cuando YuU entraba en una estancia y la encontraba con la mirada perdida en la pared y una expresión ausente en el rostro.
Algunas mañanas, temprano, Yuzu iba de puntillas hasta el dormitorio de sus padres para meterse en el lado de la cama que ocupaba su madre, donde se acurrucaba hasta que se le pasaba el frío en los pies debajo de las calientes mantas. Su padre se irritaba cuando se daba cuenta de que Yuzu estaba en la cama con ellos y le gruñía que regresara a su habitación. «Dentro de un ratito —murmuraba su madre abrazándola con firmeza—. Me gusta empezar el día así.» Y Yuzu se arrebujaba contra ella con más fuerza.
Sin embargo, cuando Yuzu no la complacía, había represalias. Si llegaba a casa una nota diciendo que habían pillado a Yuzu hablando en clase, si sacaba una calificación baja en un examen de matemáticas o si no había practicado suficientemente sus lecciones de piano, su madre se mostraba fría y hermética. Yuzu jamás entendió por qué tenía la impresión de que debía ganarse algo que Serena recibía gratuitamente. Después de su enfermedad casi mortal, Serena era una niña mimada. Tenía unos modales espantosos, interrumpiendo conversaciones, jugando con la comida de su plato, quitando cosas de las manos de los demás, sin que nadie se lo tuviera en cuenta.
Una noche que los Hīragi se disponían a salir y a dejar a sus hijas con una canguro, Serena lloró y gritó hasta que sus padres anularon la reserva en el restaurante y se quedaron en casa para apaciguarla. Encargaron pizza y se la comieron a la mesa de la cocina, los dos todavía elegantemente vestidos. Las joyas de su madre chispeaban y proyectaban reflejos de luz en el techo. Serena cogió una porción de pizza y se fue a la sala de estar a ver los dibujos de la tele. Yuzu recogió su plato y se encaminó hacia el salón.
—Yuzu —dijo su madre —, no te levantes de la mesa hasta que termines de cenar.
—Pero Serena está comiendo en el salón.
—Ella es demasiado pequeña para saberlo.
Sorprendentemente, el padre de Yuzu se sumó a la conversación.
—Solo tiene dos años menos que Yuzu. Y, que yo recuerde, nunca permitimos a Yuzu que dejara la mesa durante la cena.
—Serena aún no ha recuperado el peso que perdió a consecuencia de la meningitis —replicó su madre con severidad—. Yuzu, vuelve a la mesa.
Aquella injusticia oprimió la garganta de Yuzu como un perno. Llevó el plato a la mesa lo más despacio posible, preguntándose si su padre intervendría a su favor. Pero el hombre, tras sacudir la cabeza, había vuelto a guardar silencio.
—Deliciosa —dijo alegremente la madre de Yuzu, mordiendo su pizza como si fuera un manjar exquisito—. En realidad me apetecía esto. No estaba de humor para salir. No hay nada como quedarse en casa.
El padre de Yuzu no respondió. Se terminó la pizza metódicamente, llevó su plato vacío al fregadero y se fue en busca del teléfono.
—Mi profesora me ha dicho que te diera esto —anunció Yuzu, extendiendo un papel a su madre.
—Ahora no, Yuzu. Estoy cocinando.
La señora Hīragi cortaba apio sobre la tabla de madera, seccionando limpiamente con el cuchillo los tallos en pequeños cortes en forma de U. Mientras Yuzu esperaba pacientemente, su madre la miró y suspiró.
—Dime de qué se trata, cariño.
—Instrucciones para la feria de ciencias de segundo grado. Tenemos tres semanas para hacerlo.
Cuando terminó de cortar el tallo de apio, la madre de Yuzu dejó el cuchillo y cogió el papel. Sus finas cejas se juntaron mientras lo leía.
—Parece un trabajo que requiere mucho tiempo. ¿Tienen que participar todos los alumnos?
Yuzu asintió.
Su madre sacudió la cabeza.
—Ojalá estos profesores supieran cuánto tiempo debemos invertir los padres en estas actividades.
—Tú no tienes que hacer nada, mamá. Soy yo quien debe trabajar.
—Alguien tendrá que llevarte a la tienda de artesanía para conseguir el tríptico de cartulina y el resto de material. Además de supervisar tus experimentos y ayudarte a practicar para la exposición oral.
El padre de Yuzu entró en la cocina con aspecto cansado, como de costumbre, después de una larga jornada. Shuzo Hīragi estaba tan ocupado enseñando astronomía en la Universidad de City, que a menudo más parecía que estaba en su casa de visita que viviendo en ella. Por la noche, cuando llegaba a tiempo de cenar, terminaba hablando con sus colegas por teléfono mientras su esposa y sus dos hijas comían sin él. Los nombres de las amigas, los profesores y los entrenadores de las niñas, los pormenores de sus horarios, eran desconocidos para él. Por eso Yuzu se sorprendió mucho al oír las siguientes palabras de su madre.
—Yuzu necesita que la ayudes con su trabajo de ciencias. Yo me he ofrecido como madre voluntaria principal para la clase del parvulario de Serena. Tengo demasiadas cosas que hacer.
Le pasó la hoja y fue a echar el apio cortado en una olla puesta al fuego.
—Dios santo —el padre examinó la información con el ceño fruncido —. No dispongo de tiempo para esto.
—Pues tendrás que encontrarlo —le espetó la madre.
—¿Y si pido a uno de mis alumnos que la ayude? —sugirió él —. Podría planteárselo como una actividad extracurricular.
La madre de Yuzu frunció el entrecejo y tensó las comisuras de la boca.
—Shuzo, la idea de endosar tu hija a un universitario...
—Era una broma —se apresuró a decir su padre, aunque Yuzu no estaba muy convencida.
—¿Entonces estás de acuerdo con prestar la ayuda que necesita Yuzu?
—Parece que no tengo elección.
—Será una experiencia vinculante para vosotros dos.
Shuzo miró a Yuzu con resignación.
—¿Necesitamos una experiencia vinculante?
—Sí, papá.
—Muy bien. ¿Has decidido qué clase de experimento quieres hacer?
—Será un informe —respondió Yuzu —. Sobre vidrio.
—¿Y por qué no un trabajo de temática espacial? Podríamos hacer una maqueta del sistema solar, o describir cómo se forman las estrellas...
—No, papá. Tiene que ser sobre vidrio.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Yuzu sentía fascinación por el vidrio. Cada mañana, a la hora del desayuno, se maravillaba del material luminoso que formaba el vaso en el que tomaba su zumo. Cómo contenía perfectamente líquidos brillantes, la facilidad con que transmitía el calor, el frío, las vibraciones.
Su padre la llevó a la biblioteca y consultó libros para adultos sobre el vidrio y su fabricación, porque dijo que los libros infantiles sobre el tema no eran lo bastante detallados. Yuzu aprendió que cuando se hacía una sustancia de moléculas ordenadas como ladrillos apilados, no se podía ver a través de ella. Pero cuando una sustancia se hacía de moléculas desordenadas al azar, como agua, azúcar hervido o vidrio, la luz podía pasar a través de los espacios entre ellas.
—Dime, Yuzu, ¿es el vidrio un líquido o un sólido? —le preguntó su padre mientras pegaban un diagrama en el tríptico de cartulina.
—Es un líquido que se comporta como un sólido.
—Eres una chica muy lista. ¿Crees que serás científico como yo cuando seas mayor?
La niña sacudió la cabeza.
—¿Qué quieres ser?
—Artista vidriera.
Últimamente Yuzu había empezado a soñar con hacer cosas de vidrio. En su sueño contemplaba la luz resplandeciendo y refractándose a través de ventanas de color caramelo, vidrio girando y curvándose como exóticas criaturas submarinas, pájaros o flores.
Su padre parecía turbado.
—Muy poca gente puede ganarse bien la vida como artista. Solo los famosos ganan dinero.
—Entonces seré una artista vidriera famosa —repuso Yuzu alegremente, pintando las letras en el tríptico de cartulina.
El fin de semana, su padre la llevó a visitar un taller de soplado de vidrio, donde un hombre de barba rojiza le enseñó los rudimentos de su oficio. Yuzu, hipnotizada, se acercó tanto como se lo permitió su padre. Después de fundir arena en un horno a alta temperatura, el vidriero introdujo una larga vara de metal en el horno y recogió vidrio fundido en una masa roja brillante. El aire estaba impregnado del olor a metal caliente, sudor, tinta quemada y ceniza de los fajos de papel de periódico húmedo que utilizaban en el taller para dar forma manualmente al vidrio. Con cada recogida de vidrio, el soplador dilataba la masa de color naranja encendido, haciéndola girar sin parar y recalentándola a menudo. Añadió un revestimiento de frita azul, o polvos de cerámica, al palo y lo hizo rodar sobre una mesa de acero para repartir el color uniformemente.
Yuzu observaba con los ojos como platos. Quería aprenderlo todo de aquel proceso misterioso, todas las formas posibles de cortar, fundir, colorear y moldear el vidrio. Nada le había parecido nunca tan importante o necesario.
Antes de dejar el taller, su padre le compró un adorno de vidrio soplado que semejaba un globo de aire caliente, pintado con franjas irisadas brillantes. Estaba colgado sobre un soporte hecho de alambre.
Yuzu siempre recordaría aquel día como el mejor de toda su niñez.
Entrada la semana, cuando Yuzu llegó a casa de su entrenamiento de fútbol, el anochecer había teñido el cielo de morado oscuro, con una capa superpuesta de nubes como la pelusa plateada de una ciruela. Con las piernas enfundadas en su armadura de espinilleras de plástico remetidas en las medias, Yuzu entró en su habitación y vio que la lámpara de la mesilla de noche estaba encendida. Serena se encontraba allí de pie, sosteniendo algo.
Yuzu frunció el ceño. Habían advertido a Serena en más de una ocasión que no podía entrar en su habitación sin permiso. Pero parecía que el hecho de que el dormitorio de Yuzu fuera terreno prohibido lo convertía en el lugar donde a Serena más le apetecía estar. Yuzu había sospechado que su hermana ya se había colado allí antes cuando comprobó que sus animales de peluche y sus muñecas no ocupaban sus sitios habituales.
Al oír la exclamación inarticulada de Yuzu, Serena se volvió sobresaltada y se le cayó un objeto al suelo. El estrépito resultante asustó a las dos. Un rubor de culpabilidad se extendió por la carita de Serena.
Yuzu observó sin habla los añicos esparcidos sobre el suelo de madera. Era el adorno de vidrio soplado que su padre le había comprado.
—¿Qué haces aquí? —inquirió con incrédula rabia —. Esta es mi habitación. Eso era mío. ¡Fuera!
Serena rompió a llorar, de pie en medio de los fragmentos de vidrio roto. Alertada por el ruido, su madre irrumpió enseguida en la estancia.
—¡Serena! —corrió y la levantó del suelo para alejarla de los cristales—. Nena, ¿estás herida? ¿Qué ha pasado?
—Yuzu me ha asustado —sollozó Serena.
—Ha roto mi adorno de vidrio —dijo Yuzu hecha una furia —. Ha entrado en mi habitación sin permiso y lo ha roto.
Su madre abrazaba a Yuzu y le alisaba el pelo.
—Lo que cuenta es que nadie se ha hecho daño.
—¡Lo que cuenta es que ha roto una cosa que era mía!
Su madre la miró exasperada y afligida.
—Tan solo curioseaba. Ha sido un accidente, Yuzu.
Yuzu miró irritada a su hermanita.
—Te odio. No vuelvas a entrar aquí si no quieres que te eche a patadas.
La amenaza provocó un nuevo chaparrón de lágrimas en Serena, a la vez que el rostro de su madre se ensombrecía.
—Ya basta, Yuzu. Espero que seas amable con tu hermana, sobre todo después de haber estado tan enferma.
—Ya no lo está —replicó Yuzu, pero sus palabras se perdieron entre el sonido del vehemente llanto de Serena.
—Voy a ocuparme de tu hermana —dijo su madre— y después vendré a limpiar estos cristales. No los toques, esos fragmentos cortan como cuchillas. Por el amor de Dios, Yuzu, ya te compraré otro adorno.
—No será igual —repuso Yuzu hoscamente, pero su madre ya se había llevado a Serena del dormitorio.
Yuzu se arrodilló delante de los añicos, que relucían con la delicada irisación de pompas de jabón sobre el suelo de madera. Se acurrucó sollozando y observó el adorno roto hasta que se le nubló la vista. La emoción la colmó hasta el punto que parecía emanar de su piel e impregnar el aire: la furia, dolor y un anhelo persistente, angustioso y desesperado de amor.
En el tenue resplandor de la lamparilla, despertaron unos puntitos de luz. Conteniendo las lágrimas, Yuzu se abrazó y respiró temblorosamente. Parpadeó cuando los destellos se elevaron del suelo y giraron a su alrededor. Atónita, se secó los ojos con los dedos y contempló cómo las luces daban vueltas y danzaban. Finalmente comprendió qué era lo que veía.
Luciérnagas.
Magia solo para ella.
Cada trozo de vidrio se había transformado en chispas vivas. Poco a poco, la procesión de luciérnagas danzantes se dirigió hacia la ventana abierta y se perdió en la noche.
Cuando su madre regresó al cabo de unos minutos, Yuzu estaba sentada en el borde de la cama, con la mirada fija en la ventana.
—¿Qué ha pasado con el vidrio? —preguntó su madre.
—Se ha ido —contestó Yuzu con expresión ausente.
Aquella magia era su secreto. Yuzu no sabía de dónde había salido. Solo sabía que ocupaba los espacios que necesitaba y les insuflaba vida, como las flores que crecen en las grietas de un pavimento roto.
—Te he dicho que no los tocaras. Habrías podido cortarte los dedos.
—Lo siento, mamá.
Yuzu cogió un libro de la mesilla de noche, lo abrió por una página al azar y se quedó mirándola obnubilada.
Oyó suspirar a su madre.
—Yuzu, tienes que ser más paciente con tu hermanita.
—Ya lo sé.
—Todavía está débil después de lo que tuvo que pasar.
Yuzu mantuvo la mirada fija en el libro que sostenía y aguardó en porfiado silencio hasta que su madre abandonó la estancia.
Después de una cena hosca, en la que solo la cháchara de Serena mitigó el silencio, Yuzu ayudó a quitar la mesa. Su cabeza bullía de pensamientos. Había sido como si sus emociones fueran tan intensas que habían convertido el vidrio en una nueva forma. Pensó que tal vez los cristales habían querido decirle algo.
Fue al despacho de su padre, donde le encontró marcando el teléfono. No le gustaba que le molestaran cuando trabajaba, pero Yuzu necesitaba preguntarle algo.
—Papá... —dijo dubitativa.
Supo que la interrupción le había importunado por el modo en que se tensaron sus hombros. Pero habló con voz amable mientras colgaba el teléfono:
—¿Sí, Yuzu?
—¿Qué significa cuando ves una luciérnaga?
—Me temo que no verás ninguna en City. No aparecen tan al norte.
—¿Pero qué significan?
—¿Simbólicamente, te refieres? —Lo pensó un momento —. La luciérnaga es un insecto modesto durante el día. Si no supieras lo que es, creerías que no tiene nada de especial. Pero, por la noche, la luciérnaga brilla con luz propia. La oscuridad despierta su don más hermoso —sonrió ante la expresión embelesada de Yuzu —. Es un talento extraordinario para un ser de aspecto tan vulgar, ¿verdad?
A partir de entonces, la magia se presentó a Yuzu cuando más la necesitaba. Y, algunas veces, cuando menos la requería
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