7

«Necesito hablar contigo, Yuzu —había dicho su madre en el contestador automático —. Llámame cuando tengas un momento de intimidad. Por favor, no lo aplaces, es importante.»

Pese a la urgencia en la voz de su madre, Yuzu aún no había devuelto la llamada. No dudaba de que aquel mensaje tenía algo que ver con Serena, y quería un solo día sin pensar ni hablar de su hermana pequeña. En su lugar había pasado la tarde empaquetando sus últimas piezas terminadas y llevándolas a un par de tiendas de Maiami.

—Maravilloso —exclamó Masumi Kotsu, administradora del comercio y amiga suya, al ver la selección de piezas de mosaico de vidrio que había traído Yuzu. Era una serie de calzados de señora: escarpines, sandalias de tacón alto, zapatos de tacón de aguja e incluso un par de zapatillas. Todos estaban hechos de vidrio, azulejo, cristales y cuentas —. ¡Oh, cómo me gustaría ponérmelos! Alguien entrará y comprará el juego entero, ¿sabes? Últimamente no puedo conservar tus obras en los estantes: se venden nada más ponerlas.

—Me alegra oír eso —repuso Yuzu.

—Tus últimos trabajos tienen algo tan encantador y, no sé, especial... Un par de clientes están pensando en hacerte un encargo.

—Estupendo. Siempre me ayuda trabajar.

—Sí, es bueno mantenerse ocupada —dejando la lámpara ornamental, Masumi le dirigió una mirada compasiva —. Me imagino que te ayuda a alejar tu mente de lo que ocurre —viendo la expresión de asombro de Yuzu, aclaró: —. Con Yuri Yuki y tu hermana.

Yuzu bajó la mirada hacia su teléfono.

—¿Te refieres a que los dos vivan juntos?

—Eso, y la boda.

—¡¿Boda?! —repitió Yuzu con voz queda.

Parecía como si se hubiera formado de repente una placa de hielo bajo sus pies. Fuera cual fuere la dirección en la que quisiera andar, tenía la certeza de que resbalaría y se caería.

A Masumi le cambió la cara.

—¿No lo sabías? Mierda. Lo siento, Yuzu. No quería ser la primera en decírtelo.

—¿Están prometidos?

Yuzu no podía creerlo. ¿Cómo había logrado Serena convencer a Yuri para que accediera a semejante compromiso? «No me importa la idea de casarme algún día —había dicho Yuri a Yuzu en una ocasión—, pero no es algo que me corra prisa. Es decir, estoy dispuesto a vivir con alguien, por propia elección, durante mucho tiempo. Pero ¿qué diferencia hay exactamente entre eso y el matrimonio?»

«Es otro nivel», había respondido Yuzu.

«Tal vez. O quizás es un objetivo que nos han marcado los demás. ¿De veras debemos apoyarlo?»

Al parecer, ahora lo apoyaba. Por Serena. ¿Significaba que la quería de verdad?

No era que Yuzu sintiera celos. Yuri la había engañado, y seguramente engañaría en sus relaciones futuras. Pero la noticia le hizo preguntarse en qué fallaba. Quizás Serena tenía razón: Yuzu era una maniática del orden. Tal vez ahuyentaría a cualquier hombre que fuera lo bastante bobo para quererla.

—Lo siento —repitió Masumi —. Tu hermana ha estado recorriendo Maiami con una organizadora de bodas. Están buscando lugares.

El teléfono temblaba en su mano. Yuzu se lo guardó en el bolso e intentó una sonrisa que resultó ser una mueca.

—Bueno —dijo —, ahora ya sé por qué mi madre me ha dejado un mensaje esta mañana.

—Has perdido todo el color. Acompáñame a la trastienda: tengo refrescos, o puedo prepararte un café...

—No. Gracias, Masumi, voy a dejarlo por hoy.

La masa de emoción había empezado a dividirse en capas. Tristeza, desconcierto, rabia.

—¿Puedo hacer algo? —oyó preguntar a Masumi.

Yuzu negó con la cabeza al instante.

—Estoy bien. De veras.

Reajustándose la correa del bolso sobre el hombro, se encaminó hacia la puerta del establecimiento. Se detuvo cuando Susan volvió a hablar.

—No conozco demasiado a Yuri, y no sé prácticamente nada sobre tu hermana. Pero por lo que he visto y oído hasta ahora... se merecen uno al otro. Y eso no es un cumplido para ninguno de los dos.

Las yemas de los dedos de Yuzu  encontraron el cristal de la puerta, y por un momento sintió alivio en aquel contacto, en su lisura fría y tranquilizadora. Dedicó a Masumi una frágil sonrisa.

—No pasa nada. La vida sigue.

Cuando llegó a su coche, Yuzu se sentó y puso la llave en el contacto. Cuando la hizo girar, no sucedió nada. Se le escapó una risa incrédula.

—¿Te ríes de mí? —dijo, y volvió a intentarlo.

Clic, clic, clic, clic. El motor se negaba a arrancar. Puesto que las luces aún funcionaban, no podía ser cosa de la batería.

Regresar a la hostería no sería ningún problema, ya que estaba relativamente cerca. Pero la idea de tener que vérselas con un mecánico y pagar una reparación que le reventaría el presupuesto era demasiado. Yuzu recostó la cabeza sobre el volante. Esa era la clase de cosas que Yuri siempre le había arreglado. «Una de las ventajas», habría bromeado, después de cambiar el aceite y sustituir los limpiaparabrisas.

Sin lugar a dudas, reflexionó Yuzu con desaliento, lo peor de ser una mujer soltera consistía en tener que ocuparse de su coche. Necesitaba una copa, un trago de algo fuerte y anestésico.

Tras apearse del coche inerte, se dirigió a un bar próximo al muelle, donde la gente podía contemplar los barcos y ver la carga y descarga de los transbordadores. El bar había sido una taberna en el siglo XIX, fundada para atender a los buscadores de oro que iban de camino a British Columbia durante la fiebre de Fraser. Para cuando los buscadores se fueron, el establecimiento adquirió una nueva clientela de soldados, pioneros y empleados de Maiami Bay. Con el transcurrir de las décadas, se había convertido en un bar viejo y venerable.

Una melodía de notas musicales surgió del interior de su bolso cuando sonó el móvil. Hurgando entre los diversos objetos —una barra de labios, monedas sueltas, un paquete de chicles—, Yuzu consiguió dar con el teléfono. Al reconocer el número de Rin, respondió lánguidamente.

—Hola.

—¿Dónde estás? —preguntó su amiga sin preámbulos.

—Deambulando por la ciudad.

Acaba de llamarme Masumi. No me lo puedo creer.

—Yo tampoco... —admitió Yuzu —. Yuri será mi cuñado.

Masumi está hecha polvo por haber sido la primera en decírtelo.

—No debería. Iba a enterarme tarde o temprano. Mi madre me ha dejado un mensaje esta mañana; estoy segura de que tenía que ver con el compromiso.

—¿Estás bien?

—No. Pero tomaré un trago y después lo estaré. Puedes reunirte conmigo, si quieres.

Ven a casa y prepararé unas margaritas.

—Gracias —dijo Yuzu —, pero hay demasiada tranquilidad en la hostería. Quiero estar en un bar con gente. Muchas personas ruidosas con problemas.

De acuerdo —repuso Rin —, entonces ¿dónde-...?

El teléfono emitió un pitido y cortó la frase de su amiga. Yuzu miró la pequeña pantalla, que mostraba el símbolo de una batería roja parpadeando. Se le había apagado.

—Lógico —murmuró.

Tras dejar caer el teléfono agotado dentro del bolso, accedió al oscuro interior del bar. El establecimiento olía ostensiblemente a edificio viejo, a humedad y a cerrado.

Puesto que era solo media tarde, aún no había aparecido la gente que salía del trabajo. Yuzu se dirigió al extremo de la barra donde las sombras eran más oscuras y examinó la carta de bebidas. Pidió un lemon drop, hecho con vodka, limón revuelto y Triple Sec y servido en una copa con el borde azucarado. Le bajó por la garganta con un agradable escalofrío.

—Como el beso de un iceberg, ¿verdad? —preguntó sonriendo la camarera, una rubia llamada Marty.

Después de vaciar la copa, Yuzu asintió y la dejó a un lado.

—Otro, por favor.

—Vas muy deprisa. ¿Quieres algo para picar? ¿Nachos o jalapeños, tal vez?

—No, solo otra copa.

Marty la miró dubitativa.

—Espero que no conduzcas después de esto.

Yuzu soltó una carcajada amarga.

—No. Mi coche acaba de estropearse.

—Un día aciago, ¿eh?

—Un año aciago —contestó Yuzu.

La camarera se tomó su tiempo para traerle la siguiente copa. Girando sobre el taburete de la barra, Yuzu echó una ojeada a los demás clientes del bar, algunos alineados en la otra punta, otros sentados en mesas. En una de ellas, media docena de moteros bebían cerveza y charlaban animadamente.

Demasiado tarde, Yuzu se percató de que pertenecían a la iglesia de moteros, y que entre ellos estaba el novio de Rin, Yugo. Antes de poder apartar los ojos, este miró en su dirección.

Desde el otro lado del local, Yugo le hizo un gesto para que se uniera a ellos.

Yuzu sacudió la cabeza y le saludó levemente con la mano antes de devolver su atención a la barra.

Pero el corpulento y bondadoso motero se le acercó y le plantó una mano amigable entre los hombros.

—Hola, Yuzu —dijo —. ¿Cómo te va?

—He entrado a tomar una copa rápida —respondió Yuzu con una tímida sonrisa —. ¿Cómo estás, Yugo?

—No puedo quejarme. Ven a sentarte conmigo y los chicos. Todos somos de Hog Heaven.

—Gracias, Yugo. Te agradezco la invitación, pero ahora mismo me apetece mucho estar sola.

—¿Qué ocurre? —Al advertir su vacilación, dijo: —. Sea cual sea tu problema, nos ocuparemos nosotros, ¿recuerdas?

Cuando Yuzu levantó la mirada hacia aquel rostro delgado medio ocupado por aquel copete rubio, su sonrisa se volvió sincera.

—Sí, lo recuerdo. Ustedes son mis ángeles custodios.

—Entonces cuéntame tu problema.

—Dos problemas —dijo Yuzu —. En primer lugar, mi coche está muerto. O, por lo menos, está
en coma.

—¿Es la batería?

—No creo. No lo sé.

—Nos ocuparemos de él —prometió Yugo en el acto —. ¿Cuál es el otro problema?

—Me siento el corazón como una porquería que tengo que recoger con un periódico doblado y echarlo al cubo de la basura.

El motero le dirigió una mirada compasiva.

—Rin me contó lo de tu novio. ¿Quieres que los chicos y yo le demos un escarmiento?

Yuzu dejó escapar una risita.

—No querría induciros a cometer un pecado mortal.

—Oh, pecamos sin parar —repuso Yugo alegremente —. Es por eso que fundamos una iglesia. Y me parece que a tu ex le convendría una buena azotaina —. Una sonrisa enorme sonrisa partió su rostro: —. «Ascuas de fuego acumularás sobre su cabeza, y el Señor te recompensará.»

—Me conformaré con que me arregléis el coche —dijo Yuzu.

A instancias de Yugo, le explicó dónde estaba el automóvil y le entregó las llaves.

—Lo llevaremos al Artist's Point en un par de días —prometió Yugo —, arreglado y funcionando.

—Gracias. No sabes cuánto os lo agradezco.

—¿Seguro que no quieres tomar algo con nosotros?

—Gracias, pero estoy segura.

—Como quieras. Pero los chicos y yo te vigilaremos —señaló hacia el rincón del bar, donde se estaba instalando un reducido grupo musical —. Esto no tardará en llenarse.

—¿Qué ocurre? —preguntó Yuzu.

—Es el día de la Guerra del Cerdo.

Abrió unos ojos como platos.

—¿Es hoy?

—El quince de junio, como todos los años.

Le dio un golpecito amistoso en el hombro antes de regresar con sus colegas.

—Tengo que salir de aquí —murmuró Yuzu.

Cogió su segunda copa y tomó un trago. Decididamente, no estaba de humor para celebrar la Guerra del Cerdo.

Esta tradición provenía de un suceso acaecido en 1859, cuando un cerdo perteneciente a la factoría de Maiami Bay, de propiedad de Heartland, se había adentrado en el campo de patatas de un agricultor Citydense. Al encontrarse con el enorme cerdo escarbando en sus tierras y comiéndose sus cultivos, el labriego mató al animal de un disparo. Este incidente ocasionó una guerra de trece años entre Heartland y City. Ambos bandos establecieron campamentos militares en Maiami. Finalmente la contienda terminó en un arbitraje, que concedió la propiedad de la isla a City. Durante todo el conflicto entre las unidades militares, la única baja registrada fue la del cerdo.

Aproximadamente un siglo y medio después, se festejaba el comienzo de la Guerra del Cerdo con carne a la barbacoa, música y suficiente cerveza para mantener a flote una flota de embarcaciones de mástiles altos.

Para cuando Yuzu apuró la copa, el grupo ya tocaba, se servían platos de costillas de cerdo gratis en la barra y el local estaba atestado de gente alborotada. Hizo un ademán para pedir la cuenta, y la camarera asintió con la cabeza.

—¿Puedo invitarte a otra? —le preguntó el tipo sentado en el taburete vecino al suyo.

—Gracias, pero ya he terminado —dijo Yuzu.

—¿Te apetece una de estas?

Intentó pasarle un plato de costillas de cerdo.

—No tengo hambre.

—Son gratis —insistió el tipo.

Cuando Yuzu le miró con el ceño fruncido, le identificó como uno de los empleados de arquitectura paisajista de Yuri. No recordaba bien su nombre. Edo, acaso. Con los ojos vidriosos y el aliento amargo, daba la impresión de que había empezado la celebración muchas horas antes.

—Oh —exclamó incomodado al reconocerla —. Tú eres la novia de Yuki.

—Ya no —replicó Yuzu.

—Es verdad, eres la vieja.

—¿La vieja? —repitió Yuzu, ofendida.

—Quería decir la antigua novia... Esto... tómate una cerveza.

Cogió un vaso grande de plástico de una bandeja que descansaba sobre la barra.

—Gracias, pero no.

Yuzu retrocedió cuando él empujó el rebosante vaso hacia ella.

—Es gratis. Cógela.

—No quiero cerveza.

Apartó el vaso al mismo tiempo que el hombre se lo ofrecía. Alguien de la muchedumbre que tenía a su espalda le dio una sacudida. Como a cámara lenta, todo el vaso de cerveza topó contra el pecho de Yuzu y se derramó sobre ella. Se quedó sin resuello cuando el helado líquido le empapó la blusa y el sujetador.

Hubo un breve momento de estupefacción mientras la gente de su alrededor reparaba en lo ocurrido. Multitud de miradas se volvieron inquisitivas hacia Yuzu, algunas compasivas, otras frías de desagrado. No cabía duda que más de uno entendía que aquella mujer se había echado la cerveza encima.

Humillada y furiosa, Yuzu tiró de la blusa empapada de cerveza, que se le pegaba por todas partes.

Dirigiendo una mirada a Yuzu, la camarera extendió un rollo entero de servilletas de papel sobre el mostrador. Yuzu procedió a secarse la blusa.

Entretanto Yugo y los demás moteros se habían acercado. La manaza de Yugo cogió a Edo por la parte de atrás del cuello de la camisa y casi lo levantó del suelo.

—¿Tú has derramado la cerveza sobre nuestra Yuzu? —inquirió Yugo —. Te arrepentirás, gilipollas.

La camarera reclamó con urgencia:

—¡No empiecen una bronca aquí dentro!

—Yo no he hecho nada —balbuceó Edo —. Ella iba a coger la cerveza y se me ha escapado involuntariamente de la mano.

—Yo no iba a coger nada —dijo Yuzu, indignada.

Alguien se abrió paso entre el gentío y una mano delicada se posó sobre su espalda. Yuzu se puso tensa y empezó a regañarle, pero sus palabras se apagaron cuando vio un par de ojos de color carmesí.

Yūya Sakaki.

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