24
Advertencia: contenido sexual.
Tomándose su tiempo, Yūya cogió el mando a distancia, lo manejó con torpeza y pulsó el botón de silencio. La película continuó, luces y sombras sin sonido. Su boca encontró la de Yuzu en un beso largo y fluido, intercambiando calor por calor, sabor por sabor. Le puso una mano en la nuca y le dio un masaje. La excitación se tornaba algo oscuro e indescriptible, una sensación que ascendía en una oleada lenta desde los pies hasta la cabeza de Yuzu. Era más que deseo..., un anhelo tan absoluto que habría hecho cualquier cosa por saciarlo.
Yūya sujetó el dobladillo de la camiseta que llevaba Yuzu y tiró hacia arriba para despojarla de la tela. Sus dedos recorrieron los tirantes elásticos del sujetador y los hicieron bajar por los hombros antes de pasar al cierre de la parte de atrás. Ella se estremeció al notar que manipulaba los diminutos ganchos. Después de quitarle la prenda, Yūya le pasó las manos por los costados de la caja torácica y fue subiendo hasta abarcar sus pechos desnudos. Se inclinó sobre ella. Con diabólica lentitud, tomó un pezón en la boca, lo sostuvo entre los dientes y lo acarició con la lengua. Yuzu tuvo que morderse los labios para no suplicarle que la poseyera allí mismo. Él empezó a tirar con suavidad, repetidamente, lamiéndola entre tirón y tirón.
Gimiendo, Yuzu agarró la parte de atrás de la camiseta de Yūya e intentó quitársela, ávida de sentir el contacto de su piel contra ella. Él se detuvo para despojarse de la prenda y la hizo retroceder hasta que estuvo tendida sobre el sofá. Tenía apuntalada la pierna herida, mientras que la sana se mecía con displicencia a un lado.
Después de bajar sobre ella, Yūya estampó la boca contra la suya, con besos bruscos, voluptuosos y dulces. Yuzu no acertaba a encontrarse en la repentina llamarada de sensación, no podía controlar nada. Le correspondió, dejándose atrapar como una estrella fugaz, ardiendo por dentro.
Tenuemente le oyó murmurar que debían parar un momento, tenían que usar alguna protección. Ella farfulló unas palabras para darle a entender que no era necesario, que tomaba la píldora para regular su ciclo, y él repuso que la llevaría arriba porque su primera vez no debía ser en el sofá. Pero siguieron besándose compulsivamente, con avidez, y Yūya bajó una mano para desabrocharle el pantalón corto. Se lo quitó de un tirón sobre las caderas llevándose consigo la ropa interior. Yuzu sintió el frescor del aire contra el ardor de su piel.
Estaba debilitada por el deseo, por el anhelo de que él la tocara, la besara, hiciera cualquier cosa, pero el pantalón corto y las braguitas se habían atascado en el braguero y Yūya se había detenido a desenredarlos.
—Déjalo —dijo ella sin aliento —. No pares —le miró con el ceño fruncido y la cara sonrojada mientras él insistía en liberar la goma de las braguitas del cierre del braguero —. Yūya...
Su impaciencia le hizo soltar una risita sofocada. Yūya alargó la mano para cogerla y le pasó un brazo por debajo del cuello. Sus bocas se encontraron en un beso inquisitivo y profundo. La de él se entretuvo a tirarle el labio superior y luego el inferior.
—¿Es esto lo que quieres? —preguntó Yūya, deslizando una mano entre sus muslos temblorosos.
Le abrió la dolorida carne, acariciándola en círculos suaves y volubles hasta que se humedeció por completo. Yuzu dejó caer la cabeza sobre el brazo de Yūya, y este le besó el cuello y exhaló aire caliente contra su piel mientras introducía los dedos en ella.
Yuzu se retorció y se levantó torpemente, con la pierna obstaculizada por el braguero. Yūya le murmuró dulcemente al oído «estáte quieta, déjame hacer, no te esfuerces...», pero ella no podía evitar levantarse impulsada por el placer.
Jadeando, le atrajo en una súplica tácita y desesperada de más caricias, palpando a tientas la musculosa superficie de su espalda. Yūya tenía una piel tersa, dura y sedosa, y la curvatura de su hombro resultaba tan tentadora que Yuzu hundió ligeramente los dientes en el robusto músculo, un mordisquito amoroso que le hizo estremecerse.
Yūya alargó la mano entre ambos buscando el cierre de sus vaqueros. Yuzu era incapaz de moverse, tan solo podía esperar impotente mientras él hurgaba en su interior con un movimiento lento y deslizante. Sintió que se tensaba, se relajaba y volvía a tensarse. Yūya entró más profundamente. Unos sonidos inarticulados se formaron en la garganta de Yuzu. No había palabras para definir lo que necesitaba, lo que le ocurría. Yūya retiró la mano y la subió hasta su pecho; las puntas húmedas de sus dedos se posaron con firmeza sobre el pezón duro.
A través del estruendo de sus latidos, le oyó susurrarle que le recibiera, que le dejara entrar.
Cuando se estiró agarrada a él, notó su mano deslizándose bajo su trasero para levantarla un poco. Yūya empujó de nuevo, y el frotamiento caliente y resbaladizo la hizo gritar como de dolor.
Yūya se detuvo en seco y la miró, con los ojos de un carmesí sobrenatural entre las sombras.
—¿Te he hecho daño? —susurró.
—No. No... —desbordada de deseo y excitación, Yuzu le sujetó las caderas para instarle a apretarse con más fuerza contra ella —. Por favor, no pares.
Yūya emprendió un ritmo pausado, que la hacía sacudirse y arquearse como si estuviera en un potro de tortura.
Yuzu se impulsó hacia arriba en silenciosa petición, pero no hubo ningún cambio en su ritmo lento e incesante. La tensión iba en aumento, sus músculos internos se contraían sobre la deliciosa dureza invasora. Las arremetidas de Yūya eran cada vez más profundas, y Yuzu gemía con cada una de ellas. Todo aquello era demasiado, el cuerpo fornido moviéndose sobre el suyo, el cosquilleo de los pelos del torso contra sus pezones, la mano firme instando a sus caderas a subir con cada embestida calculada. Sintió el placer estallando en sacudidas bruscas y extáticas. Yūya silenció sus sollozos con la boca y empujó más adentro, dejando que su cuerpo tembloroso le absorbiera, le vaciara.
Durante un rato, ninguno de los dos se movió ni habló; tan solo respiraron entrecortadamente. Yuzu le pasó los brazos alrededor del cuello y le besó la mandíbula, la barbilla, la comisura de la boca.
—Yūya —dijo soñolienta, con la voz ronca de satisfacción—. Gracias.
—Sí.
Él parecía aturdido.
—Ha sido alucinante.
—Sí.
Yuzu le susurró al oído:
—Y para que estés tranquilo... no te quiero.
A juzgar por la vibración de la risa que le notó dentro del pecho, había dicho lo correcto. Yūya se inclinó sobre ella y rozó con los labios su boca sonriente.
—Yo tampoco te quiero.
Cuando Yūya fue capaz de moverse, recogió la ropa del suelo y llevó a Yuzu al piso de arriba. Se acostaron juntos en la amplia cama, con la conversación temporalmente latente como ascuas bajo una capa de ceniza fría.
Yūya experimentó una sensación incómoda, como si su cuerpo supiera que había cometido un error aunque su cerebro no dejaba de aportar toda clase de razones en sentido contrario. Yuzu era una mujer adulta, capaz de tomar sus propias decisiones. Él no la había llevado a engaño, no se había presentado de otra guisa que no fuera como era realmente. Ella parecía conformarse con aquella situación, y Dios sabía que él se sentía satisfecho, colmado, de un modo que no había conocido nunca antes.
Quizás era ese el problema. Había sido demasiado bueno. Había sido distinto. La pregunta de por qué había resultado así con Yuzu era algo en lo que debía pensar. Más adelante.
El cuerpo de Yuzu en la semioscuridad aparecía algo borroso, como la penumbra de las sombras de un cuadro. La luz de la luna que se filtraba por la ventana confería una tenue luminosidad a su piel, como si fuera una criatura mágica de un cuento de hadas. Yūya la contempló fascinado, pasándole una mano por la cadera y el costado.
—¿Qué ocurre al final? —susurró Yuzu.
—¿Al final de qué?
—De la película. ¿Con quién se casa Katharine Hepburn?
—No voy a estropeártelo.
—Me gusta que me cuenten el final.
Yūya jugueteó con sus cabellos, dejando que unos ríos de seda rosada se derramaran a través de sus dedos.
—Dime qué crees que ocurre.
—Creo que se queda con Jimmy Stewart.
—¿Por qué?
—Bueno, ella y Cary Grant estuvieron casados y se divorciaron. De modo que está cantado.
Yūya sonrió ante su tono prosaico.
—Eres un poco cínica.
—Casarse con alguien por segunda vez nunca funciona. Fíjate en Liz Taylor y Richard Burton. O en Melanie Griffith y Don Johnson. Y tú no eres el más indicado para llamarme cínica: ni siquiera crees en casarte con alguien por primera vez.
—Creo en ello para determinadas personas —siguió pasándole los dedos por el pelo —. Pero es más romántico no casarse.
Yuzu se recostó sobre un codo y le miró.
—¿Por qué piensas eso?
—Sin matrimonio, una pareja solo se junta para los buenos momentos. La mejor parte de la relación. Y luego, cuando empeora, cortas y sigues con tu vida. Sin recuerdos desagradables ni divorcios que destrozan el alma.
Yuzu guardó silencio, pensativa.
—Hay un fallo en tu razonamiento.
—¿Cuál es?
—No lo sé. Aún no lo he descubierto.
Yūya sonrió y la atrajo debajo de él. Se inclinó sobre su pecho, le lamió el pezón y usó el pulgar para extender la humedad. Su piel parecía de seda pálida, increíblemente tersa contra las yemas de sus dedos. Las texturas de su cuerpo le fascinaban, todo suave, flexible y lustroso. Y su aroma —florido, algodonoso, con un ligerísimo y erótico punto salado y almizcleño — le causaba un clamor encendido en la sangre. Se desplazó sobre ella, pasando la boca lentamente por su cuerpo, saboreándolo. Cuando llegó más abajo, las extremidades de Yuzu temblaron bajo sus manos. Notó las de ella acariciándole el pelo, la nuca, y el contacto de sus dedos fríos le endureció enseguida. Siguió el aroma femenino hasta allí donde era más intenso, más tentador, y Yuzu emitió un sonido agitado a la vez que sus piernas se abrían con facilidad.
Ella gimoteó cuando Yūya le acarició con la nariz la blandura entre los muslos y le lamió la oquedad sedosa y caliente, de un sabor erótico y estupefaciente. Jugó con ella, frotando, chupando suavemente, hasta que Yuzu se apretó contra él con un sollozo. Captando cada latido y cada vibración, la indujo mediante sensaciones a la indulgencia, hasta que se quedó relajada e inmóvil debajo de él.
Tras levantarse, la cubrió con su cuerpo y se hundió en las deliciosas profundidades húmedas, empujando despacio para saborear el contacto. Las uñas de Yuzu se deslizaron sobre su espalda, unos arañazos delicados y electrizantes que llevaron a Yūya a arremetidas más fuertes y más profundas. El éxtasis surgió sin previo aviso, intenso y contundente, extendiéndose por cada centímetro de su piel desde el cuero cabelludo hasta las plantas de los pies.
Rendido y atónito, Yūya se dejó caer en su lado de la cama cuando terminó. Yuzu se acurrucó junto a él. Yūya cerró los ojos, esforzándose por moderar su respiración. Se notaba los miembros increíblemente pesados. Ya había conocido el placer antes, pero nunca con aquella intensidad, aquella profusión. Le invadió el agotamiento, y no le apetecía más que dormir. Así... en su propia cama... con Yuzu a su lado.
Pero este último pensamiento le hizo abrir los ojos de par en par.
Jamás dormía con nadie después de tener sexo, lo cual era uno de los motivos por los que prefería que sucediera en casa de la mujer y no en la suya. Resultaba mucho más fácil ser el que se marchaba. En un par de ocasiones, Yūya había llegado hasta el punto de cargar a una mujer protestona en su coche y llevarla a casa. La idea de pasar una noche entera con una mujer le había llenado siempre de una aversión que rayaba en el pánico.
Obligándose a salir de la cama, fue a ducharse. Tras ponerse un albornoz, llevó un paño caliente a la cama, se ocupó de Yuzu y la tapó con las sábanas hasta los hombros.
—Te veré por la mañana —murmuró, depositándole un fugaz beso en los labios.
—¿Adónde vas?
—A la cama abatible.
—Quédate conmigo.
Yuzu dobló una esquina de la sábana de forma incitante.
Yūya sacudió la cabeza.
—Podría hacerte daño en la pierna..., aplastarla o algo parecido...
—¿Bromeas? —una sonrisa soñolienta curvó los labios de Yuzu —. Este braguero es indestructible. Podrías pasar con tu camioneta por encima.
Yūya tardó unos momentos en responder, alarmado por su propio deseo de meterse en la cama con ella.
—Me gusta dormir solo.
—Ah —Yuzu adoptó un tono despreocupado —. Nunca pasas la noche con una mujer.
—No.
—No pasa nada —dijo ella.
—Bien —Yūya carraspeó, sintiéndose inepto. Necio —. Ya sabes que no es nada personal, ¿verdad?
La tenue risa de Yuzu flotó en el aire.
—Buenas noches, Yūya. Lo he pasado muy bien. Gracias.
Yūya pensó que seguramente era la primera vez que una mujer le daba las gracias por tener sexo con ella.
—El placer ha sido mío.
Y se encaminó hacia la otra habitación con la misma inquietud que había experimentado anteriormente.
Algo había cambiado en su interior y, que Dios le ayudara, no quería saber qué era.
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