19
Después de la visita de Ruri, Yuzu se relajó en el sofá con su teléfono móvil y una tablet de lectura electrónica. Yūya le había puesto bolsas de hielo nuevas alrededor de la pierna y le había traído un vaso de agua fría antes de salir a reunirse con los trabajadores del viñedo.
Estaban atareados retirando hojas para dejar al descubierto los racimos de uva que crecían al sol y labrando el terreno manualmente con palas.
—Estaré fuera entre cuarenta y cinco minutos y una hora —anunció Yūya —. Llevo el teléfono encendido. Llámame si necesitas algo.
—No será necesario —Yuzu hizo una mueca cuando añadió: —. Debo llamar a mi madre y contarle lo que ha sucedido. Tendré que hacer acopio de todas mis dotes de persuasión para impedir que venga a verme personalmente.
—Puede alojarse aquí.
—Gracias, pero lo último que necesito es a mi madre girando a mi alrededor.
—La oferta sigue en pie —Yūya se acercó al sofá y se inclinó para acariciar a Renfield, que estaba sentado al lado de Yuzu —. Vigílala —dijo al bulldog, que le miró con solemnidad.
—Es una buena compañía —observó Yuzu —. Es muy silencioso.
—Generalmente los bulldogs no son ladradores —Yūya se interrumpió y dirigió a Renfield una mirada reprobatoria—. Pero tiene flatulencias.
Renfield reaccionó a este comentario con una expresión de suma dignidad, lo que hizo reír a Yuzu. Bajó la mano para acariciar la arrugada cabeza del perro mientras Yūya salía de la casa.
Aunque aún no había transcurrido la mañana, el día era ya caluroso y el sol quemaba a través de una fina capa de nubes. Las ventanas a ambos lados de la casa dejaban pasar la brisa oceánica.
Yuzu se relajó en el sofá y paseó la mirada por aquella sala perfectamente acabada, con el reluciente suelo de color avellana oscuro, la alfombra persa tejida en tonos crema, salvia y ámbar y las molduras de la cornisa meticulosamente restauradas en la intersección de las paredes y el techo.
Cogió el teléfono móvil y marcó el número de sus padres. Respondió su madre.
Por más que Yuzu trató de quitar importancia al episodio, su madre percibió la verdad e incurrió enseguida en un estado de agitada preocupación.
—Voy para allá. Cogeré el primer vuelo.
—No, mamá. No puedes hacer nada.
—Eso no importa. Quiero verte.
—No es necesario. Me cuidan bien, estoy muy a gusto, y además-...
—¿Quién te cuida? ¿Rin?
—En realidad estoy en casa de... un amigo.
—¿Quién es?
—Se llama Yūya Sakaki.
Tras un silencio perplejo, su madre dijo:
—No me has hablado nunca de él. ¿Cuánto hace que le conoces?
—No mucho, pero-...
—¿Estás alojada en su piso?
—No es un piso. Tiene una casa.
—¿Está casado?
Yuzu apartó el teléfono de su rostro y lo miró con incredulidad. Acercándoselo a la boca, respondió:
—Por supuesto que no. Yo no salgo con novios ni maridos ajenos —Incapaz de resistirse, agregó: —. Esa es tu otra hija.
—Yuzu —dijo su madre en un tono de amable reprensión —. Tu padre y yo teníamos previsto ir a ver a Serena la semana que viene... Voy a cambiar los vuelos para poder salir antes.
—No tienes por qué hacerlo. Y de hecho, preferiría que no-...
—Quiero conocer a ese Yūya.
Yuzu se esforzó por reprimir una carcajada al oír cómo lo había expresado su madre.
—Es un chico estupendo. De hecho, es el yerno que siempre has soñado.
—¿Tan en serio van?
—No... No, por Dios... Ni siquiera salimos juntos. Solo quería decir que es la clase de hombre con el que siempre has querido que saliera. Tiene un viñedo. Cultiva uva orgánica y hace vino, y está ayudando a criar a su sobrina huérfana.
Mientras hablaba, Yuzu miró a través de la ventana situada detrás del sofá. Localizó el fornido cuerpo de Yūya en medio de un grupo de hombres que trabajaban con palas. Debido al calor que hacía, un par de ellos se habían quitado la camisa. Yūya manipulaba una cultivadora de gasolina, haciendo algo con el cable de arranque. Se detuvo para pasarse el antebrazo por la frente sudorosa.
—¿Está divorciado? —preguntó su madre.
—No se ha casado nunca.
—Parece demasiado perfecto. ¿Qué le ocurre?
—Evita el compromiso.
—Oh, todos son así hasta que una les hace ver la luz.
—Ese no es un miedo común y corriente al compromiso. Es una opción de vida.
—¿Todavía tiene a sus padres?
—Ambos murieron.
—Bien, no habrá competencia en vacaciones.
—¡Mamá!
—Era una broma —se justificó su madre.
—Me extraña —repuso Yuzu.
A menudo le parecía que, con su madre, mantenían dos conversaciones distintas. Yuzu sospechó que al menos la mitad de lo que decía había pasado completamente inadvertida. Siguió fijándose en Yūya, que ahora pulsaba el botón de arranque de la cultivadora para bombear gasolina al motor.
—¿Sabes, mamá?, me estás haciendo muchas más preguntas sobre el chico con el que estoy que acerca de mis heridas.
—Háblame de su aspecto. ¿Va bien afeitado? ¿Es alto o bajo? ¿Cuántos años tiene?
—Es-...
Yuzu no pudo terminar la frase. Su mente se quedó en blanco cuando Yūya se despojó de la camiseta, se secó la cara y la nuca con ella y la tiró al suelo. Tenía un cuerpo asombroso, largo y fibroso, una acumulación de músculos superpuestos.
—¿Qué pasa? —dijo la voz de su madre —. ¿Todo va bien?
—Todo bien —consiguió articular Yuzu, contemplando cómo se ondulaba la superficie bronceada de la espalda de Yūya mientras se inclinaba para tirar del cable de arranque reiteradamente. Viendo que no lograba encender el motor, soltó el manillar y habló con uno de sus trabajadores adoptando una postura relajada, con las manos apoyadas en las estrechas caderas ceñidas por los vaqueros —. Lo siento, he perdido el hilo de mis pensamientos. Aún tomo calmantes.
—Estábamos hablando de Yūya —la instó su madre.
—Ah. Sí. Es... bien parecido. Aunque algo chiflado por la ciencia.
«Y tiene un cuerpo de dios griego.»
—Parece un buen cambio respecto del anterior.
—¿Te refieres a Kevin, tu futuro yerno?
Su madre emitió un gruñido de contrariedad.
—Eso aún está por ver. Es una de las razones por las que quiero ir a ver a Serena. No me parece que la situación esté tan clara como ella dice.
—¿Por qué-...?
Yuzu se interrumpió al oír un aullido extraño y sobrenatural. Se incorporó un poco y echó un vistazo a la estancia. Renfield había desaparecido. Un estruendo metálico, como el de una sartén o un escurridor cayendo al suelo, fue seguido por un gimoteo y otro aullido prolongado.
—Oh, oh. Mamá, tengo que colgar. Creo que al perro le ha ocurrido algo.
—Vuelve a llamarme más tarde. Aún no he terminado de hablar.
—De acuerdo. Tengo que dejarte.
Tras colgar apresuradamente, Yuzu marcó el número de Yūya al mismo tiempo que buscaba a Renfield con la mirada. Parecía como si estuvieran apaleando al pobre animal. Oyó la voz de Yūya a través del teléfono.
—Lucy.
—Algo ocurre con Renfield. Está aullando. Creo que se encuentra en la cocina, pero no estoy segura.
—Voy enseguida.
Durante el minuto que tardó Yūya en llegar pitando a la casa, Yuzu se sintió torturada por su incapacidad para hacer nada. Llamó a Renfield, y el perro respondió con un gañido incorpóreo, al mismo tiempo que los golpes, los bufidos y los aullidos se iban acercando, hasta que finalmente el animal entró en la sala.
De alguna manera el perro había metido la cabeza en un cilindro oxidado que desafiaba sus esfuerzos por quietárselo. Se le veía tan desesperado y desdichado que Yuzu puso a un lado las bolsas de hielo y empezó a plantearse cómo podía llegar hasta él sin cargar peso sobre la pierna entablillada.
—Ni se te ocurra moverte de ese sofá —le advirtió Yūya cuando irrumpió en el salón. Su voz adquirió un tono de exasperación divertida —. Renfield, ¿cómo demonios te has metido ahí dentro?
—¿Qué es? —preguntó Yuzu con preocupación.
—Un brasero —Yūya se arrodilló en el suelo y cogió el perro, que se sacudía y gimoteaba —. Quieto, chico. Siéntate. Siéntate.
Inmovilizó el fornido y escurridizo cuerpo del animal contra el suelo y procedió a sacarle el tubo metálico de la cabeza.
—¿Qué es un brasero?
—Se utilizaban para quemar queroseno en su interior para calentar los huertos cuando se avecinaba una helada.
Renfield tenía la cabeza embadurnada de hollín negro y mugre, que acentuaban los pliegues y las arrugas de su cara. El perro se abalanzó sobre Yūya en un frenesí de gratitud.
—Quieto, chico. Cálmate —Yūya acarició y frotó al perro, intentando tranquilizarlo —. Debe de haber salido por la puerta de atrás. Allí hay un montón de basura que aún no hemos tenido tiempo de retirar. Toda clase de trampas en las que quedar atrapado.
Yuzu asintió con la cabeza, hipnotizada por la imagen de Yūya sin camiseta, con los músculos bronceados por el sol y relucientes de sudor.
—Lo lavaré fuera —anunció Yūya, mirando irritado al bulldog cubierto de hollín —. Si hubiera podido elegir, ahora tendría un bonito golden o un labrador. Un perro útil que habría expulsado las plagas del viñedo.
—¿No fuiste tú quien eligió a Renfield?
—Claro que no. Era un chucho rescatado que Ray trataba de endosar a alguien. Y Zarc estaba tan chiflado por ella que accedió a quedárselo.
—Me parece un gesto muy hermoso.
Yūya levantó la mirada hacia el cielo.
—Zarc fue un bobo quedándoselo. Este perro no es gracioso. No puede seguir el ritmo de una caminata a paso ligero. Las facturas de su veterinario rivalizan con la deuda nacional, y deambula por la casa metiéndose en los sitios más peligrosos —pero, mientras hablaba, pasaba las manos con suavidad por el pelaje del animal, alisándole el lomo y frotándole el cuello. Renfield cerró los ojos y resolló alegremente —. Vamos, tontorrón. Salgamos por detrás —Yūya cogió el brasero y se puso en pie. Miró a Yuzu —. ¿Estarás bien mientras lo lavo?
No sin esfuerzo, Yuzu apartó los ojos de su torso desnudo y encendió su tablet electrónica.
—Sí, tengo todo lo que necesito.
—¿Qué estás leyendo?
—Una biografía de Thomas Jefferson.
—Me gusta Jefferson. Fue un gran defensor de la viticultura.
—¿Tenía un viñedo?
—Sí, en Monticello. Pero fue más un experimentador que un viticultor propiamente dicho. Trató de cultivar vid europea, vinífera, que producía caldos asombrosos en lugares como Francia o Italia. Pero la vinífera no pudo soportar el clima, las enfermedades ni las plagas del Nuevo Mundo.
Resultaba evidente que era un hombre que sentía devoción por lo que hacía. Para entenderle del todo, pensó Yuzu, habría que averiguar detalles sobre su trabajo, por qué significaba tanto para él, qué retos le planteaba.
—Ojalá pudiera pasear por el viñedo contigo —dijo pensativa —. Tiene un aspecto precioso desde aquí.
—Mañana te llevaré a ver algo especial.
—¿Qué es?
—Una vid misteriosa.
Yuzu le miró con una sonrisa perpleja.
—¿Qué tiene de misterioso?
—La encontré en la finca hace un par de años, creciendo en un lugar que iba a ser desbrozado para construir una carretera. Trasplantar una vid de ese tamaño y esa edad era una empresa complicada. De manera que pedí a Yuri que me ayudara con eso. Utilizamos tres palas para sacar la mayor parte del cepellón que fuera posible y la trasladamos al viñedo. Sobrevivió al trasplante, pero aún estoy trabajando para que crezca sana.
—¿Qué clase de uvas produce?
—Esa es la parte interesante. He encargado a un tipo de La Academia que trate de identificarla, y hasta ahora no ha descubierto nada. Hemos mandado muestras y fotos a un par de expertos en ampelografía en City y Heartland, pero no han podido identificarla. Lo más probable es que sea un híbrido silvestre que se generó por polinización cruzada natural.
—¿Tan rara es?
—Mucho.
—¿Crees que producirá un buen vino?
—Lo dudo —contestó Yūya, y se echó a reír.
—Entonces ¿por qué te has tomado tantas molestias?
—Porque nunca se sabe. Esas uvas podrían llegar a manifestar algunos atributos del vino que no cabía esperar. Algo que expresa este lugar más perfectamente que nada que puedas haber previsto. Hay que-...
Cuando Yūya se interrumpió, buscando la frase adecuada, Yuzu dijo con voz queda:
—Hay que tener fe.
Yūya le dirigió una mirada de admiración.
—Sí.
Yuzu lo comprendía muy bien. Había momentos en la vida en que uno tenía que asumir un riesgo que podía terminar en fracaso. Porque de lo contrario llegaría a obsesionarse por lo que no había hecho: los caminos que no había seguido, las cosas que no había experimentado.
Después de ocuparse de Renfield, Yūya trabajó en el viñedo durante una hora y fue a ver qué hacía Yuzu, quien se había quedado dormida en el sofá. Se detuvo en el umbral y pasó lentamente la mirada por todo su cuerpo. Yuzu tenía algo poco común, una cualidad delicada, casi mítica. Como el personaje de un cuadro: Antíope, u Ofelia soñando. Su pelo rosado caía en mechones sobre el terciopelo verde claro y tenía una piel tan pálida como los lirios que florecen de noche. Una constelación de motas de polvo resplandecía en el aire iluminado por el sol sobre ella.
Yūya estaba fascinado por la mezcla de vulnerabilidad y fortaleza que mostraba Yuzu. Quería conocer sus secretos, las cosas que una mujer solo revelaría a su amante. Y eso era motivo de alarma. No había tenido nunca esa clase de pensamientos. Pero si requería el último gramo de decencia que poseía, la dejaría en paz.
Yuzu se movió y bostezó. Sus ojos se abrieron para observarle con momentánea confusión, sus espesas pestañas ensombreciendo las soñolientas profundidades azules.
—Estaba soñando —dijo, con la voz pastosa por el sueño.
Yūya se le acercó, incapaz de resistir la tentación de bajar una mano para jugar con un mechón de su cabello.
—¿Qué soñabas?
—Estaba aquí. Alguien me enseñaba la casa... tal como era antes.
—¿Era yo el que estaba contigo?
—No. Era un hombre que no conocía.
Yūya esbozó una sonrisa y soltó el mechón.
—No sé si me agrada que deambules por mi casa con otro tipo.
—Vivió aquí hace mucho tiempo. Llevaba una ropa... anticuada.
—¿Dijo algo?
—No. Pero me llevó a ver la casa. Era distinta. Más oscura. El mobiliario era antiguo, y había un papel pintado muy recargado por todas partes. El de esta sala era de franjas verdes. Y el techo estaba empapelado, y había un cuadrado con un pájaro en cada rincón.
Yūya la miró con atención. Era imposible que Yuzu pudiera saber que, cuando él y Yuto habían retirado un feo falso techo que estaba instalado en aquella estancia, habían encontrado el techo original, empapelado exactamente como Yuzu acababa de describir.
—¿Qué más te mostró?
—Subimos al desván de la tercera planta, el que tiene el techo inclinado y una pequeña buhardilla. Antes los niños jugaban allí. Y la vidriera que estaba en el rellano del segundo piso... Te hablé de ella ayer, ¿te acuerdas?
—El árbol y la luna.
—Sí —los ojos de Yuzu eran sinceros —. Estaba allí. Tal como la había visto. El dibujo de un árbol con las ramas desnudas, y la luna detrás. Era hermoso, pero no algo que cabría esperar de una casa como esta. Pero, por alguna razón, era cierto. Yūya... —hizo una mueca cuando se incorporó para sentarse —. ¿Tienes un lápiz y un papel?
—Calma —dijo él, tratando de ayudarla—. No te muevas demasiado deprisa.
—Tengo que dibujarlo antes de que se me olvide.
—Encontraré algo —Yūya se acercó a un armario donde guardaban los materiales de arte de Reira. Tras sacar unos lápices y un bloc de espiral, preguntó: —. ¿Servirá esto?
Yuzu asintió y cogió los utensilios con avidez.
Durante cosa de media hora, Yuzu trabajó en el boceto. Cuando Yūya le trajo una bandeja con el almuerzo, le enseñó el dibujo.
—Aún no está terminado —advirtió —. Pero básicamente esto es lo que vi.
El dibujo era llamativo: el tronco y las ramas del árbol se extendían por el papel en una pauta semejante a encaje negro. Una luna parecía atrapada en las garras de las ramas superiores.
—El árbol ¿debería hacerse con plomo? —preguntó Yūya, examinando la imagen, y Yuzu asintió.
Al imaginarse aquel dibujo como una vidriera en la fachada de la casa, Yūya experimentó una súbita sensación de justicia, de certeza demasiado intensa para ponerla en duda. La casa no estaría completa del todo hasta que volvieran a colocarle aquel elemento.
—¿Cuánto costaría que hicieras esa vidriera? —preguntó despacio —. Exactamente tal como la has visto en tu sueño.
—La haría por nada —fue la contundente respuesta de Yuzu —. Después de todo lo que estás haciendo por mí...
Yūya sacudió la cabeza con resolución.
—Esa vidriera llevará trabajo. El diseño es intrincado. ¿Qué sueles cobrar por algo así?
—Depende del tipo de vidrio, y de los detalles que le hiciera..., dorado y biselado, esa clase de cosas. Y eso sin incluir la instalación, sobre todo teniendo en cuenta que deberías impermeabilizarla...
—Haz un cálculo aproximado.
Yuzu hizo una leve mueca.
—Tres mil dólares por todo. Pero podría chapucear en algunas cosas para reducir el coste...
—Nada de chapuzas. Esto tiene que hacerse bien —Yūya alargó la mano y remetió una servilleta de papel en el cuello de la camiseta de Yuzu —. ¿Qué te parece el siguiente trato? Tú haces esa vidriera a tu ritmo, y a cambio nosotros rebajamos el alquiler mensual del condominio. Es un trato justo para ambas partes.
Yuzu vaciló, y Yūya sonrió.
—Sabes que aceptarás —dijo —. Sabes que hay que hacer esa vidriera. Y que eres tú quien la hará.
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