Capítulo 4/ Parte 1: Mucha gente masculina

El transcurso de las semanas dejó bien en claro que la relación de Telma y Fausto era bastante singular en cuanto a su desarrollo. Si tuviese que describirse ésta con una palabra, sería "secretismo". No era muy diferente a la forma en que los adolescentes declaran iniciado un noviazgo para ni siquiera tomarse de la mano o realizar actividades juntos. Ambos sabían que era una pareja y para los ojos de los demás, nada ocurría. En parte fue el miedo al reglamento de Phasmatec lo que hizo que en el trabajo no se viesen siquiera a los ojos, evitando el contacto el uno con el otro. Telma sin salir de su área de trabajo en las oficinas y Fausto cerca del almacén, cada uno en su propio mundo.

El universo social del chico era casi de forma exclusiva la fantasma y los trabajadores de almacenes, quienes bromeaban con él muy a menudo. Sus comentarios eran casi siempre agresivos, indicándole que su tono de voz era demasiado delicado para un hombre, o que sus manos eran las de alguien que jamás se había ganado el pan con el sudor de su frente. Aguantó los comentarios por un buen rato, pensando en la forma en que ya había resistido hasta golpes por la misma razón, por lo que meras palabras no le harían daño. Fausto casi alcanzó su punto de quiebre cuando escuchó que uno de los operadores de montacargas se refirió sobre él usando el apodo de "el jotito" mientras creía que no lo escuchaba. Dedujo entonces que todo el personal de almacén le llamaba de esa forma. Por dentro deseaba que los trabajadores pudiesen verle al lado de Telma, unas mujer que él pensó de seguro sería objeto de deseo para muchos de ellos. Fausto recordaba la forma en que varios de los trabajadores observaban a las mujeres de Phasmatec, como si ellos fuesen lobos que contemplan a sus presas desde lejos. Cuando Telma pasaba cerca, Fausto podía ver como los almacenistas giraban los ojos para no perder de vista a la jefa, en un recorrido de miradas que iban desde los pies hasta la cintura, como si cada segundo que sus pupilas se posaban sobre ella fuesen una auténtica delicia para ellos.

Las alarmas de Fausto se encendían cuando Telma llevaba puesta su falda de lápiz, pues ya sabía que los comentarios sobre las piernas de la mujer sobrarían. Valerya podía notar la frustración en los ojos de Fausto, quien no hacía más que torcer la mirada y apretar los labios, tratando de concentrarse en probar la calidad de cada uno de los tableros de ouija. Hacía tres meses atrás esos comentarios eran casi invisibles para él, y aunque sabía que estaban allí, podía ignorarlos y tildar de idiotas a todos los que esparcían la lujuria en los almacenes. Pero desde que los labios del chico se posaron sobre los de Telma, sentía que cada una de las palabras le herían de una forma que no podía entender. Una furia casi ciega le invitaba a fantasear con el día en que esos hombres fuesen descubiertos por alguien y de esa forma recibiesen una sanción apropiada. Entonces la idea de denunciarlos él mismo ante recursos humanos pasó por su cabeza, pero jamás llegó a hacerse realidad. No conocía el nombre de todos los empleados, y al parecer los comentarios sobre Telma y una empleada llamada Camila eran el pan de cada día entre la mayoría de los almacenistas. ¿A quién podría señalar Fausto como culpable?

La molestia no le dejaba operar al máximo, disminuyendo su ritmo de producción. Se quedó detrás de Valerya, quien parecía trabajar con mucho más ahínco que él. No era sólo el sentirse incómodo con lo que se decía de Telma, sino también con su propia reacción al respecto. Se preguntó a sí mismo la razón por la cual sentía que un calor recorría desde sus pies hasta su puño cada vez que los hombres hablaban sobre la mujer. Temía a la violencia que ansiaba en esos momentos, cuando se imaginaba que peleaba contra ellos y les ganaba de forma limpia. No sentía que esos impulsos fuesen saludables, pues en sus ojos no eran muy distintos de lo que esos hombres hacían. Tenía miedo de parecerse a ellos, que de seguro estarían dispuestos a golpearle si él decidiese encararlos.

Fausto siempre trataba de ser distinto a lo que él consideraba conductas nocivas, temiendo por verse envuelto en los conceptos de masculinidad. Odiaba tener que definir lo que esa palabra era. Evitaba a toda costa tener que explicar lo que ser un hombre significaba, con la misma pereza de quien huye de temas como la política y la religión. Probablemente el chico etiquetaría todo lo masculino como malvado, porque después de todo: ¿Quién había sido el primer villano en su vida? Un hombre que le abandonó a él y a su familia, un hombre que prometió ser diferente a su padre, quien huyó cuando él nació. Fausto tenía fresca en la memoria la imagen de su madre sobre el sofá de la sala, con su mano debajo de la nariz, manchada por un líquido rojo y caliente que descansaba sobre el labio superior de la mujer. "Me caí de las escaleras", dijo la mujer a su hijo mientras ese hombre estaba de pie a un lado del chico, con un rostro que nada expresaba. El padre de su hermana, un hombre al que Fausto deseó haber llamado padre alguna vez, pero que sólo terminó siendo otra decepción en su vida. Así fue como de la boca de su madre salieron las palabras que le marcarían de por vida: Todos los hombres son iguales. Al ser el único hombre en su familia, el chico no pudo comprobar si eso era cierto.

Temía que esa aseveración fuese como un mantra inquebrantable, algo que terminaría definiendo su persona en el futuro. Ser alguien más cercano a su lado femenino fue la solución por mucho tiempo, aun cuando el resto de los hombres le tachaba de homosexual, como si fuese una especie de insulto de alta categoría. Risas, empujones, golpes y muestras de acoso y hostigamiento fueron sus premios al haber destruido los aspectos que él consideraba negativos de su lado masculino. Al chico le gustaba simplificar los asuntos y cuando pensaba en ese lado femenino de sí mismo, lo consideraba casi sagrado e intachable. Vio sufrir a su madre, a su tía, a sus hermanas, a su abuela y a cientos de mujeres en la televisión. Siempre eran víctimas, siempre perdían ante alguien. La cantidad de criminales mujeres eran tan baja siempre en las noticias, ayudando a que se cimentara en su mente la idea de que lo masculino debía de ser destruido. Si no fuese quizás por su tía, Fausto habría estado lejos del lado masculino que llevaba dentro de sí. Ella le inculcó algunos hábitos que la sociedad consideraba para hombres, como algunos deportes o autos de juguete.

Fausto se hallaba un día comiendo durante su descanso, cuando vio a un grupo de trabajadores del almacén que se sentaron en la mesa contigua, riendo de forma estruendosa y golpeándose a manera de juego. Palabras altisonantes iban y venían de un lado a otro, en un ambiente de camaradería que Fausto interpretaba como salvaje y ajeno. Los juzgó como primitivos, sintiéndose por encima de ellos en un mundo mucho más intelectual y elevado. Uno de los hombres murmuró algo a su compañero, haciendo gestos que señalaban a Fausto de forma discreta. El chico era pésimo en ocultar lo que le molestaba, pues su rostro se expresaba mejor que las palabras. Uno de los almacenistas habló en voz alta, como si quisiera que su voz llegara hasta los oídos del muchacho.

—Telma no sabe hacer otra más que andar regañando gente—se expresó el hombre.

El resto de los almacenistas asintieron y uno de ellos sonrió al ver que Fausto se hallaba volteando a verlos, tratando de disimular.

—Tienes razón—reía para sí mismo el hombre, girando un poco su cuerpo para que el sonido de su voz llegase más pronto al chico—esa boca que tiene Telma para regañar debería usarla para otra cosa, ¿si me entienden?

El hombre hizo un gesto con ambas manos frente a su área pélvica, como si empujase algo contra sí mismo. Desató las risas de sus compañeros y no pasó mucho tiempo para que frente a ellos se plantara un Fausto furioso, quien cabizbajo levantó la voz para que los hombres le viesen.

—Deben dejar de hacer esos comentarios—titubeó un poco antes de hablar, sin poder alzar la mirada contra ellos.

Los almacenistas se vieron las caras los unos a los otros, para después regresar sonrisas burlescas al muchacho. El hombre que hizo el comentario posó su mano sobre el hombro de Fausto, en un gesto que intentó demostrar supremacía de una forma sutil.

—Miren, aquí hay otro que anda atrás de Telma—explicó el hombre a su grupo—pero no te preocupes, niño. Aquí todos queremos con Telma, no eres el primero ni el último. Pero que te quede claro algo, defenderla no va a hacer que te la cojas. Así que ve a tu mesa y deja vivir.

Fausto se quitó la mano del hombre de encima y se atrevió a mirarle a los ojos, de una forma retadora. Se arrepintió casi al instante, pues la mirada del almacenista era mucho más agresiva con poco esfuerzo, de forma casi natural. Era como si a Fausto le faltase algo primordial para poder intimidar a alguien, sin importar que a fin de cuentas sus ojos fuesen de estructura similar a los de su oponente. Pensó el chico que entonces sería cuestión de algo interno, de algo que descansaba en el alma de ese hombre y que le mostraba como alguien que no temía perder en una pelea. Y nada más aterraba a Fausto que la gente que no tenía nada que perder, los que se lanzan de lleno a la pelea por mero impulso y sin pensar. Primitivo, eso debía ser. Se hallaba frente a alguien incapaz de controlarse, alguien que no apelaba a su lado intelectual. ¿Cuál era la diferencia entre un tigre listo para saltar sobre su presa y ese hombre? Fausto pensó en las palabras de Eugenio, las cuales hablaban sobre la inteligencia y su relación con la riqueza. ¿Era ese aspecto primitivo la razón por la cual esos hombres trabajaban cargando productos y él sólo debía sentarse ante una mesa a revisar tableros?

—¿Te molesta?—volvió a poner el almacenista su mano sobre el hombro de Fausto, casi a la fuerza—pensé que te gustaba que los hombres te tocaran.

Fausto quitó la mano del hombre, esta vez con mucha más fuerza. Recibió como respuesta un fuerte empujón, quedando su espalda contra una máquina expendedora de refrescos. El hombre aún tenía su mano sobre el chico, impidiendo que se moviese de ese sitio.

—Sé que no quieres pelear—suspiró el almacenista, como si fuese una molestia tener que amedrentar al empleado de calidad—odio a la gente que se mete en asuntos que no le importan. Todos aquí vemos la cara que pones cada vez que hablamos de ella. Si quieres algo con Telma, primero aprende a ser un hombre.

Valerya estaba a punto de tomar una de las charolas para comida, dispuesta a golpear al hombre con ella. Fausto le hizo señas para que se detuviera, tomando sus pertenencias y saliendo a toda prisa hacia los baños de la compañía. Se encerró en uno de los cubículos, sentado sobre la tapa del inodoro con ambas manos sobre el rostro. Sus anteojos estaban sobre su cabeza y lágrimas caían a lo largo de sus mejillas, sintiéndose inútil al no poder proteger a Telma de los comentarios lascivos de esos hombres. Se imaginó la cantidad de cosas que él no escuchaba a diario, no sólo en la compañía sino fuera en las calles. Quizás su madre tenía razón y los hombres eran todos iguales. Entonces le hubiese gustado a Fausto no ser un hombre y de esa forma no compartir nada en común con esos tipos. Tuvo que ser honesto consigo mismo, pues Telma despertaba en él algunos pensamientos extraños también, especialmente cuando el rostro de ella estaba tan cerca de él. La sensación del aliento caliente de la mujer cerca de sus labios le incitaba a tomarla por la cintura y apretarla contra su cuerpo. Pensó que en caso de dejar que esos pensamientos siguiesen madurando, sería cuestión de tiempo antes de que él se transformara en un hombre que no era muy diferente a los almacenistas. 

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