Prólogo
El aire gélido provocó escalofríos en Federico Valenti. Movió los dedos de la mano derecha como siempre lo hacía, era como un tic, una respuesta a cuando se sentía intranquilo. No venía durmiendo bien desde hacía días y si bien dormir en esa ciudad nunca era del todo seguro, ni siquiera siendo un Valenti, algo más lo estaba perturbando.
Estar en una ciudad de exiliados, era el peor lugar para poder de alguna forma sanar sus heridas. No estaba allí para tomarse un descanso, estaba para ser castigado.
Federido era un hechicero de aire y antes de estar allí, con el cabello oscuro despeinado y barba desprolija, había sido el supremo de los hechiceros, había estado en la cúspide y todos lo habían admirado. Ahora era solo una sombra de ello, pero se lo merecía.
La ciudad sombría parecía recoger las sombras de tristeza y bronca de sus habitantes y llevarlas con el aire a poblar todo. Quizás por eso, allí el aire era denso y los edificios grises.
El castillo en donde estaba, olía a humedad y a muerte, era un aroma agrio con una mezcla de cuando las flores se han marchitado. Los salones habían sido hermosos en algún momento. Las arañas aún colgaban y reflejaban el rostro de Federico. Las alfombras rojas estaban desgastadas y el color igual.
Se llevó una mano al cuello y se rascó demasiado fuerte.
Una mujer abrió las puertas en donde la alfombra terminaba y caminó con una expresión de preocupación en el rostro. Tenía un vestido azul largo y el cabello oscuro despeinado. El celeste de sus ojos estaba apagado, como si hubiera llorado.
Adele, intentó no mostrarse preocupada, tampoco que algo la sacaba de su presencia altiva que siempre demostraba a todos. No venía durmiendo bien y las ojeras violáceas se notaban.
—Disculpa si te hice venir a estas horas —habló al estar frente a él, pero sin mirarlo—. Es urgente, las cosas no están bien.
—¿Alguna vez lo han estado en esta ciudad de muertos vivientes? —preguntó Federico con molestia.
—Ya sé que estás molesto, pero no me refiero a eso. Hay algo que está cambiando en todos los elementales.
—Siempre lo hacen, Adele —suspiró molesto—. Quieres justificar cualquier cambio para hablar del hechicero que esperamos por años ¿En serio me hiciste venir para hablarme de lo mismo, que los elementales están diferentes, que tal vez ahora sí?
Adele frunció el ceño y lo tomó fuerte del brazo. Lo llevó sin detenerse a pesar que él intentaba zafarse del agarre. Lo condujo a la habitación siguiente, en donde había una fuente con agua de color turquesa, al rededor de esta, había una figura de un hechicero levantando la mano y mirando a una esfera de energía, su expresión era entre sufriente y éxtasis.
—¿Me vas a escuchar? Con tu hermano es imposible, pero tú siempre fuiste más abierto a oír al otro —llevó las manos de ambos dentro de la fuente.
Federico sintió que la vida lo abandonaba, que la sangre se le desprendía de los huesos, que algo aspiraba su oxígeno y luego le vino una paz inmensa, una que no encajaba con la ciudad en donde estaba.
Adele sintió que el mundo se movía a sus pies, que sus sentidos se agudizaban y que una mano invisible tomaba su corazón y lo obligaba a detenerse y luego, de a poco, volvía a latir.
Un resplandor surgió del agua, se elevó hasta la esfera que la imagen sostenía, brilló y se proyectaron estrellas arriba de ambos, estrellas de diferentes colores..
Adele las estudió, Federico miró con atención y una ráfaga de viento los empujó lejos de la fuente.
—No puede ser —murmuró Federico ayudando a levantarse a Adele.
Tenía los ojos demasiado abiertos y el escalofrío que el viento le había dejado, lo recorrió por completo.
—¿Ves que ahora sí tenía razón? Vine aquí hace unos días y noté el agua inquieta, además he tenido sueños referidos al hechicero.
—Adele, deberíamos...
—No, a tu hermano no. ¿No te das cuenta el fanatismo que siembra en los demás hechiceros? Mejor no, hay que estar seguros.
—¿Seguro de qué, Adele? Es obvio lo que pasa. ¿Pero dónde, cómo?
—Viene de mi estirpe, soy una Lockhart, descendiente del hechicero fundador. Se lo dije al supremo en aquel entonces, antes de que me exiliaran.
—Antes de que eliminaras a los demás hechiceros y por ello te exiliaran —agregó enarcando una ceja.
—Detalles —dijo moviendo la mano—. Tengo que hablar con mi hijo.
—Tu hijo es un imbécil y disculpa la sinceridad.
Adele bufó molesta.
—De todas formas le hablaré. Estás molesto ¿Acaso no tienes buena compañía, Fede? —preguntó con tono juguetón.
Él se sonrojó y tomó su mano con una delicadeza ajena a sus tratos con ella.
—Eh... no es eso, sabes que no vengo descansando bien. Ahora vámonos, este castillo me da escalofríos.
—Es mi castillo, pero también me incomoda.
Las semillas de diente de león volaron hasta posarse en la palma de la mano de Dimitri. Un niño de cabello oscuro, ojos azules y piel blanca como las rosas del jardín en donde estaba. Él se quedó mirándolas con atención y logró conectarse de una manera que nunca sintió. Las semillas le produjeron cosquillas y algo se desprendió de esa sensación y recorrió todo su cuerpo. Sentía que volaba, que el tiempo se detenía, por algo tan simple como el tacto con las semillas.
Cerca de allí, del pasto verde en donde se había tendido, su madre y su tío hablaban. Se levantó y corrió hasta donde estaban.
Mäelis, una joven rubia, estrujó entre sus dedos la tela de su vestido azul y bajó la mirada. No quiso mirar a su hermano, no quería preocuparlo, pero sabía que con lo que le diría, lo haría poner mal. No quería que sufra, ya le habían pasado demasiadas cosas.
—Alexei. Quiero decirte algo —se miró las manos y luego levantó la mirada a su hermano.
Alexei tenía los ojos cerrados. No se sentía bien, algo dentro lo preocupaba. El agua estaba intranquila y en el fondo sabía el porqué. El supremo siempre sabía todo y detestaba eso. Alexei quería que todo marchara bien, quería ser feliz. Pero también sabía que eso era temporal.
—Dimitri está grande ¿No crees que será un gran hechicero?
—Claro que sí, es algo rebelde, pero con el adecuado entrenamiento, lo será —suspiró—. No están bien las cosas ¿Verdad, hermana? Lo veo en tus ojos.
—Me entiendes y detesto decir esto, pero...
—Pero debes hacerlo. La tranquilidad no es algo recurrente en el Territorio Álmico.
Antes de decir algo, Maëlis observó a lo lejos y no vio a su hijo, entonces susurró:
—Quiero que me prometas algo.
—¿Prometer? —Alexei sabía que le diría, incluso había soñado con ese momento. Se acomodó en la silla y suspiró.
—No le digas a Dimitri quién es su padre. Ya sé que debe saberlo, es lo correcto, pero con él quedamos así. Es mejor para él.
—No creo que esa sea la mejor decisión, pero no puedo opinar más. Yo sólo soy su tío.
—¿Lo harás?
—Lo haré —asintió tomando fuerte su mano.
Dimitri apareció sonriendo, pero con una pizca de intranquilidad, una que su tío sabía ver, pero decidió callar y en su lugar le palmeó la espalda y lo invitó a sentarse.
—Tío, madre. ¿Es posible...?
La pregunta quedó flotando y puso en la mesa unos dientes de león.
—¿Qué es posible, amor?
—Que se manipulen dos elementales.
Alexei se quedó pensando antes de responder. En su mente todo comenzó a encajar, pero no lograba entenderlo.
—Es muy raro.
—Ya se hace tarde, hay que ir a bañarse y luego a estudiar, hijo.
Dimitri refunfuñó y miró a su tío como buscando algo más, algo que le responda a su pregunta. Pero no había nada. Entonces, decidió seguir a su madre, mirándolo al alejarse.
—No podemos esconder el sol con un dedo, Maëlis —murmuró al ver alejar a su sobrino y hermana.
Un hombre con una capa oscura y capucha, se lleva al rostro una máscara dorada con finos detalles. Es un forastero y los demás lo saben, pero no dicen nada. Él sabe que debe hacer, le han pagado e incluso lo han educado para ello.
Se dirige a las rejas que conducen a donde está el jardín de rosas azules, el mismo en donde unas horas antes, Alexei y Maëlis se encontraban hablando.
Le pasan recuerdos por la mente, recuerdos que detesta, porque que aparezcan ahora, sólo entorpecen su trabajo.
Maëlis lo espera, le abre las rejas y lo hace pasar con rapidez.
La noche ha caído y ya no hay tanto movimiento en la ciudad. Saben que es peligroso, desde que los rebeldes ingresan cada vez más, todo es inseguro.
—Daimon ¿Verdad? Necesito que lleves esto, por favor —susurra entregando un sobre sellado con el emblema de la familia.
—¿Y mi paga?
—Sólo la mitad, cuando regreses con una respuesta, te daré lo demás.
El hombre ríe, pero asiente.
—Está bien, Maëlis, si el supremo lo supiera.
—Pero no lo sabe —le corta con expresión de enojo.
Dos hombres vestidos igual que Daimon, pero con máscara plateadas, aparecen con rapidez y uno se posiciona detrás de Maëlis tapándole la boca.
Daimon quiere decir algo, pero sabe que no puede ni debe, así que sólo se aleja.
El otro hombre entra al jardín y toma a Dimitri que ha salido detrás de su madre. El niño comienza a gritar y Maëlis se desespera.
La hechicera ha visto la escena en sus sueños hace unas semanas y no ha podido comunicarlo a su hermano. Recuerda con detalle ese sueño. A los hombres, a la daga que ahora está en su cuello y a Dimitri gritando. Pero pensó de forma inocente que no sucedería, porque no todo lo que sucede o ve en las auroras boreales pasa. Pero esta vez sí.
Se le llenan los ojos de lágrimas porque sabe que puede pasar. De forma ambigua lo sabe, porque se ha obligado a despertarse antes de saberlo, pero hubo veces que no pudo hacerlo y lo vio.
Aidan, el hechicero de tierra y pareja de su hermano, sale corriendo. Junta las manos y la tierra se eleva lanzando lejos al hombre que tenía a Dimitri.
—¡Llévatelo, Aidan, lleva a Dimitri!
—Pero, Maëlis —dice confundido.
Ella niega con la cabeza y la sonrisa del hombre que la sostiene es inmensa.
Aidan aprieta el puño y deshace la esfera de energía que iba a enviar al intruso.
—¡¡Mamá, no, mamá!! —grita Dimitri estirando los brazos y tratando de liberarse de los brazos de Aidan.
Maëlis deja escapar unas lágrimas y agradeció que no ocurriera como en sus sueños, pero le duele demasiado, tanto, que se desmaya y siente que el viento, su elemental, le lastima las mejillas.
Los gritos de Dimitri se van apagando y Aidan lo lleva a su pecho como si fuera su hijo y piensa en qué le va a decir a Alexei.
Dimitri esa noche enfermó y esa fue la primera señal que su tío captó. No era normal la temperatura que tenía y que el viento ingresara tan fuerte por las ventanas, tampoco que las flores de los floreros se marchitaran y mucho menos que algo de agua surgiera sin que él la invocara.
Alexei ordenó que lo dejaran a solas y trató de calmar a su sobrino, del cual de ahora en adelante debía hacerse cargo.
—Quiero a mamá, tío —susurró mirándolo con los ojos vidriosos.
—No podemos hacer nada, los rebeldes se la han llevado. Prométeme algo.
—No quiero —murmuró dándose vuelta.
—Sé que es duro, sobrino, para mí también lo es, pero, prométeme que de hoy en más, estudiarás duro y me obedecerás y un día iremos por tu madre.
Dimitri volteó, se sentó y asintió.
Alexei notó en su mirada un fulgor diferente y se dio cuenta que desde ese día, su niñez quedaba atrás.
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