26- Somnolencias
Las orbes de Fairy reflejaban las llamas que lentamente carcomían al pueblo Frostice. Los gritos de los pobladores resonaban como melodía en sus oídos y desde la vista del balcón los hombres que corrían asustados entre los callejones asemejaban a hormigas. Una sonrisa se formó entre sus labios carmines. ¡Muy inteligentes los osos que habían decidido sacrificarse por prender fuego a toda la ciudad! No se esperaba que los hombres de hielo tardaran tanto en apagarlo teniendo poderes relacionados con el agua.
La madera con la que estaban hechas algunas cabañas había servido bien para combustible y pronto el fuego se había descontrolado, esparciéndose con rapidez.
—Alteza —llamó detrás de ella su fiel jefe de tropas, que salía a su encuentro.
Fairy no se dio vuelta, se quedó recargada en el balcón, impasible, mirando la escena de destrucción ante sus ojos. Hizo una seña al hombre y este se acercó hasta llegar a su lado. Esperaba novedades del caso Frost. La habían tratado de capturar, pero la muchacha había resultado más escurridiza de lo que parecía.
—Han dado la orden de que cualquiera que la encuentre debe matarla. Ya no intentarán razonar más. Les da igual perderla. Sus estragos son bastante grandes —explicó el congénere de la reina—. También... exigen saber cuándo ordenará a nuestras tropas interceder. Están desesperados por las bajas.
Fairy por fin se dignó a dirigir la mirada a su acompañante. La guerra se había extendido más de lo previsto para los Frostice. Los osos habían resultado ser más fuertes, pero la monarca nunca los había subestimado. Vivió en carne propia una guerra con tótems, sabía que los carnívoros eran razas bendecidas para las luchas. Así que, estratega como ella misma, había mandado a las tropas de hielo antes de las suyas. Cuando sus soldados atacaran iba a ser para dar el golpe final, así experimentaría pocas bajas en su gente. Los Frostice eran sus peones, los que se llevarían lo peor.
Meditó por unos segundos la respuesta. Tendría que evaluar la situación antes de tomar una verdadera resolución. Se irguió. Era el momento de visitar el campo de batalla. Suerte que había decidido empacar su armadura. No se arrepentía de haber ido preparada, tarde o temprano, siempre debía interceder.
—Iré a buscar a Frost. En cuanto regrese con ella viva vamos a atacar —finalizó girando sobre sus tobillos y caminando de regreso hacia el palacio.
—Frost, perdón —suplicó Matoaka cayendo de rodillas sobre un charco de sangre fresco. Los miembros le temblaban por el esfuerzo físico. Nunca había pasado tantos días seguidos transformada en un oso. Sentía su interior acalambrarse, suplicando un descanso.
La visión se le nublaba. Examinó su alrededor. Osos y Frostice se desplomaban por igual en cualquier dirección donde mirara. Los gritos de terror asfixiaban el ambiente y la sangre cubría el cesped como rocío matinal. Cuerpos desmembrados se esparcían por todo el campo, solo unos pocos eran los sobrevivientes que se levantaban dispuestos a continuar por su labor mientras que los heridos de gravedad pedían que se les socorriera.
—Matoaka..., Pocahontas, por favor... No te rindas —suplicó Frost dejándose ir de rodillas ante ella para sujetar su rostro. No era momento de doblegarse.
La rubia enseguida intentó levantarla, colocando uno de sus brazos alrededor del cuello y tomándola de la cintura. El tacto tibio de la princesa hizo que Matoaka realizara su mayor esfuerzo por caminar y aligerar su carga. La piel de Frost nunca había perdido su frialdad, incluso la armadura de su pecho empezaba a derretirse. Por mucho que quisiera aparentar fortaleza el estado de la chica era deplorable.
Algunos soldados Frostice las siguieron, cuando vieron que se internaban en el bosque, lejos de los guerreros tótems que aún quedaban en pie. No había nadie que las protegiera. Sin embargo, Frost sabía que quedar expuestas en medio del campo de batalla en ese estado era asegurar su muerte. Necesitaba de un lugar para esconderse con Matoaka y esperar a recuperarse, aunque fuera un poco. Los dientes le castañeaban y sentía los miembros entumidos por el frío que generaba su propio cuerpo. ¿Era eso lo que vivía su hermana Snowy cada día de su vida?
Llegaron a lo alto de una cascada y, creyéndose seguras, Frost se desplomó sobre el césped, junto con Matoaka, quien batallaba por seguir con los ojos abiertos. No quería quejarse, pero dentro de ella se llevaba a cabo la peor lucha por no ceder ante la somnolencia. No se había dado cuenta, pero ya estaban a mitades del otoño. Sus instintos dicataban que era momento de hibernar hasta primavera. No había preparado nada para hacerlo. El frescor en sus labios logró despertarla un poco, Frost sujetaba su cabeza con una mano mientras intentaba hacerla beber agua con la otra.
Su lengua recibió gustosa aquellas refrescantes gotas. Sentía que hacía una eternidad que no comía o bebía algo. Matoaka miró a Frost desde su regazo en donde estaba recargada, ella se apresuraba a repetir el acto de llevarle agua para ayudarle a beber. Su apecto estaba devastado, sus ojos eran completamente blancos de la pupila y el par de mechones que caían sobre su frente se habían decolorado debido a sobrepasar los límites que tenían sus poderes. Frost nunca se había exigido a dar tanto.
Matoaka se dio cuenta de lo afortunada que era por contar con ella a su lado. Trató de abrir la boca cuando el sonido del follaje moviéndose alteró a ambas. Reuniendo lo poco de fuerzas que les quedaban se levantaron y se pusieron en guardia. Un par de soldados Frostice aparecieron frente a ellas, las habían encontrado.
La osa dio un rápido vistazo a su alrededor, dándose cuenta de que lo mejor era huir. No estaban en condiciones para seguir peleando. Sujetó la mano de Frost y la intentó jalar hacia la caída de la cascada. Era la única salida que encontraba. La rubia hizo el ademán de saltar para seguirla, pero uno de los soldados fue más rápido. Se abalanzó hacia ella, sujetó la parte de atrás de su cabello y de un tirón la obligó a regresar a tierra. Matoaka gritó su nombre al percatarse de que por ese gesto abrupto, Frost la había soltado y ya no podía regresar arriba a intentar ayudarla. Era la muerte para su princesa. Más temprano que tarde, su cuerpo se zambulló en el agua.
Frost intentó invocar un poco de sus poderes para deshacer las espadas con las que iban a matarla. Su cuerpo respondió con una punzada tan fuerte que casi sintió la necesidad de lanzar un grito. Estaba indefensa, ya no podía dar más, solo esperaba que el morir no fuera una experiencia tortuosa, sino que se tratara de algo rápido, como un abrir y cerrar de ojos. Uno de los soldados se apresuró a dar la estocada. Frost apretó los párpados, esperando el intenso suplicio que debía ser que atravesaran sus órganos internos con una filosa arma.
Sin embargo, al percatarse de que no llegaba y escuchando sonidos bastante dudosos abrió los ojos. El hombre estaba siendo estrangulado frente a ella por una energía morada que actuaba como lo habría hecho una serpiente, envolviendo su cuello para apretarlo. Frost conocía esos poderes. Fairy había llegado en el momento indicado. Estaba detrás de los hombres, provocando su asfixia. Apenas cayeron inconscientes, el hada y ella se contemplaron mutuamente. Frost se levantó para arrojarse a sus brazos y sintiéndose segura, se desvaneció por el agotamiento.
Fairy tambaleó intentando no perder el equilibrio con el peso extra que llevaba. Echó un vistazo alrededor. Aquello había sido más fácil de lo que esperaba.
Matoaka salió del lago donde se había sumergido al caer de la cascada. Debía volver arriba, intentar ayudar a Frost si aún no era demasiado tarde, pero ¿cómo podía hacerlo? Los brazos y piernas apenas le respondían. Ni con la carga de adrenalina que llevaba su sangre podía aligerar sus pasos, que suplicaban un descanso. Trató de caminar, la noche caía y no tenía un rumbo el cual tomar, ni una casa a la cual llegar. Se dejó caer de rodillas en el piso, jadeaba con fuerza. Necesitaba un milagro.
Y como si hubiera sido escuchada por alguien, sus súplicas dieron resultado. Una silueta apareció entre los árboles, portando una antorcha para alumbrar su camino. Mataoka levantó la mirada y se sintió profundamente aliviada. Tigridia aparecía frente a ella. La joven fue hasta donde se encontraba su hermana menor y la puso sobre su espalda, para cargarla hasta un lugar donde pudieran estar a salvo.
—Creí que habías huido... —murmuró Matoaka apenas logrando articular de forma coherente las palabras.
El silencio las envolvió. Solo era capaz de percibirse el silbido del viento que acariciaba las copas de los árboles, encargándose de componer una melancólica melodía. Tigridia tragó saliva y bajó la cabeza, con pesar.
—Ya he huido muchas veces... No me sentía bien haciéndolo de nuevo —explicó cuando llegaron al pie de una montaña.
La chica soltó a su hermana y la obligó a escabullirse en una grieta que daba paso al interior de una cueva escondida. Matoaka se dejó caer en el colchón improvisado con algunas mantas que estaba preparado ahí dentro. Parecía que Tigridia había acondicionado el lugar para que fungiera de refugio, pues había agua, un lecho para descansar y provisiones.
—¿El resto de la tribu está a salvo? —preguntó Matoaka cerrando los ojos levemente. En cualquier momento iba a ceder ante su somnolencia.
Tigridia prendió una pequeña fogata y se sentó a los pies de Matoaka.
—Sí, o eso creo... Les dije que intentarán esconderse y que cuando despertaran de la hibernación nos volveríamos a ver en la tribu para empezar con los cultivos en la primavera —explicó Tigridia. Había tratado de mantenerse positiva, pero sus expectativas en la guerra y cómo terminaría todo para su pueblo eran bastante negativas.
Sus ojos almendrados se llenaron de lágrimas. Al percatarse de que su hermana estaba llorando, Mataoka se levantó para abrazarla. Tigridia la aferró como si tuviera miedo de que apenas la soltara fuera a perderla.
—Perdón, perdóname por dejar que esta carga cayera sobre tus hombros... No la mereces y hasta el último yo fui una egoísta —explicó Tigridia entre profundos sollozos que desquebrajaban el alma de Matoaka.
—No digas eso, nadie tiene la culpa en esta guerra —dijo Matoaka. Sin embargo, muy dentro de sí sabía que la culpa recaía en nadie más que en ella, que había decidido responder ante las provocaciones. Con sus padres nada de eso habría sucedido, habría sido difícil, pero habrían encontrado la forma de salir adelante. ¿Por qué ella no había podido ser igual de sensata?
Tigridia y Matoaka se permitieron llorar un rato juntas antes de recostarse. Tigridia acarició los mechones castaños de su hermana, apenas su cabeza se había encontrado con la almohada cayó profundamente dormida. No iba a despertar hasta meses más tarde, cuando el sol de la primavera llegara. Le dio un beso cariñoso en la sien y miró la ranura que daba al exterior. Sabía que los soldados Frostice no iban a descansar hasta haber asesinado a Matoaka. Eso la había llevado a regresar y buscarla, una conversación que escuchó entre un par de exploradores que tanteaban el terreno.
Tigridia contempló a Matoaka cada vez más decidida. Todos los que las veían comentaban que eran muy parecidas físicamente. Apenas se diferenciaban por un par de factores casi imperceptibles. Retiró el penacho de la cabeza de su hermana, se colocó las ropas sucias que se había quitado antes de dormir y maquilló su rostro como Matoaka había hecho para la guerra. Estaba dispuesta a tomar de vuelta el papel que había relegado a su hermana.
Recogió la lanza y salió fuera, corriendo para regresar al campo de batalla.
El cuerpo de Frost levitaba por los aires, siendo envuelto por una bruma púrpura repleta de destellos. Fairy la acarreaba nuevamente dentro del castillo. Subió las escaleras y llegó al cuarto de la princesa, donde la depositó con delicadeza sobre su lecho. No sabía cuánto tardaría en despertar, pero le daría suficiente tiempo para llevar a cabo la última fase de su plan.
El hada cerró las puertas y se giró a su jefe de tropas, que había estado expectante a la llegada de su majestad.
—Es la hora, general. Pida a todos que tomen sus posiciones y arrasen con cualquier tótem que encuentren. Quiero las tierras limpias lo antes posible.
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