25- Aires De Guerra
La tensión bajaba y se establecía entre los reinos igualando a la densa neblina. La guerra ya había sido declarada. El aire daba señales de que ya no habría vuelta atrás para ninguno de los involucrados. La catástrofe se sentía cada vez más cerca.
Matoaka cerró los ojos, los párpados le pesaban. No recordaba cuál había sido la última noche que había descansado bien, pero lo extrañaba. Tragó saliva con dificultad. Su boca estaba reseca, la garganta le reclamó por el gesto. El peso de todo el pueblo caía sobre sus hombros y la carga empezaba a dañarle la espalda. Solo tenía catorce años, era una niña a la que esas decisiones no le correspondían ser tomadas. Pero ¿a quién más acudiría su gente sino era a ella?
La escena de sus padres atormentó su mente. Recordaba cómo habían mandado las cercenadas cabezas de ambos en amenaza. Matoaka abrió los ojos de golpe. Tratar de descansar era recrear el mismo momento una y otra vez, por eso no podía dormir. Estaba por enloquecer.
-Jefa..., llegaron nuestros hermanos Pardos y Negros a completar nuestro ejército -informó el comandante de guerra entrando a la cueva donde Matoaka se dedicaba a ver el fuego, como si este fuese a brindarle alguna respuesta.
Ella levantó sus almendrados ojos hacia el hombre, las venas marcaban su esclera cada vez más roja. Asintió y salió nuevamente al claro. Las piernas apenas podían con su peso, su cabeza punzaba y las sienes le daban la impresión de estar a punto de reventar. Sin embargo, se tragó sus malas condiciones físicas, sonriendo para darle tranquilidad a su pueblo así como a sus invitados. Aquello era lo que más le dolía hacer, aparentar fortaleza cuando no la tenía. Su único deseo era arrinconarse en los brazos de su madre, pero eso ya nunca más iba a ser posible.
Recordar que estaba sola casi la deshizo. No, no se encontraba sola a su totalidad. Al menos todavía contaba con Tigridia. Matoaka giró a ver a su hermana mayor. Al percatarse de su mirada, la chica desvío la vista. Eso había estado haciendo desde que la jefatura pasó a su cabeza.
«No ahora, Tig», suplicó mentalmente la chica, deseando que sus poderes telepáticos se hubieran activado. La ausencia de respuesta y de un gesto favorable proveniente de Tigridia le indicaron a Matoaka que no había sido así. Seguía sin desarrollar ese poder.
La Grizzly ignoró todo lo que destrozaba su interior y sonrió mientras extendía su mano al jefe de su tribu hermana, los Pardo. Era momento de planear una buena estrategia, iba a pelear por recuperar todo lo que alguna vez había tenido o iba a morir en el intento.
Frost contempló desde la ventana que estaba en su cuarto el bosque que se extendía a varios kilómetros después de su reino. Últimamente se sentía tan ajena a su cuerpo, su mente nublada apenas le permitía pensar las cosas con claridad. Era como si de pronto no pudiera sentir malas emociones, sus memorias las contraían y encerraban. La muerte de su familia se había vuelto un recuerdo distante que no se podía evocar. Y Matoaka... Frost sabía que no podía ir a ver a Matoaka, pero ¿por qué? Algo había pasado, ¿qué era? Trató de deducirlo, pero solo se ganó un dolor de cabeza. Algo estaba mal y no podía dar con el qué.
-Princesa, le traigo más bolitas de turrón de diole -informó Crystal a la rubia mientras colocaba la bandeja llena de aperitivos sobre el tocador.
Frost se acercó y tomó una de las bolitas de masa blancas espolvoreadas de fina azúcar violeta, la cual brillaba como diamantina puesta a la luz natural del día. Había comido una tras otra desde que volvió esa noche del bosque, después de la pelea con Matoaka. Fairy le había dicho que las había mandado a preparar en su honor.
-Para pasar los malos momentos -había dicho su majestad mientras extendía la bandeja y Frost se llevaba la primera a la boca. No paró después de eso.
La heredera del invierno contempló la bolita que tenía entre los dedos como si fuera la primera vez que lo hacía. Recordar el sabor dulce y lechoso del postre le dio un leve asco. Estaba harta, pero su cuerpo pedía que los siguiera comiendo. Ignoró sus deseos y volvió a colocar en la bandeja el aperitivo que había agarrado, sin importarle que fuera un gesto de mala educación y mal gusto.
Crystal, apanicada porque la chica no fuera a ingerir el postre que había llevado, se apresuró a su lado. Tenía una tarea específica; hacer que Frost comiera cada una de esas bolitas para mantenerla alejada de los problemas importantes dentro del reino, pues eran la razón de que su mente se sintiera tan distante. Una forma para sacarla de en medio.
-Debería comer algunas, alteza. Le han ayudado mucho. -Las palabras de su dama de compañía hicieron que Frost levantara las cejas. ¿Le habían ayudado? ¿En qué?
-Me han ayudado a tomar forma redonda -trató de bromear la chica. Sin embargo, el semblante tenso de su dama de compañía le avisó que algo no andaba bien y que esos manjares eran la causa de su malestar-. Crystal, estoy un poco mal del estómago, ¿podrías pedir que me preparen un té?
La dama de compañía de Frost pareció olvidar su anterior tarea y asintió.
-Ya mismo pido que se lo preparen, su alteza -respondió saliendo de inmediato de la habitación.
Apenas volvió a quedar sola, Frost tomó las bolitas, las deshizo una por una en sus dedos, tirando las migas por la ventana, y volvió a colocar la bandeja ya vacía en su lugar. Acto seguido se cubrió la comisura de los labios con la azúcar violeta, así no daría sospechas.
Salió de su cuarto, intentando explorar lo que se había suscitado en su "ausencia". Sentía que los días habían transcurrido como una nebulosa de la que apenas tenía recuerdos. ¿Cuánto tiempo había pasado? Le daba la impresión de que una eternidad se había deslizado por entre sus dedos.
Frost se encaminó tambaleante hasta la sala de conferencias. Algo no estaba bien. La atmósfera envolvente se percibía pesada y el ritmo entre la servidumbre era ágil, todos corriendo de un lado a otro. ¿De qué se había perdido? Cerró los ojos con pesadez. De pronto le costaba asimilar lo sucedido. La rubia llegó a su destino. Escuchaba las voces hablando a través de las puertas. ¿Qué estaban planeando y por qué no la habían tomado en cuenta a ella, que era la princesa? Sujetó la perilla, dispuesta a interrumpir en la reunión.
-Frosty, ¿todo está en orden? -cuestionó una voz a sus espaldas, deteniendo su acción en seco.
Frost se sobresaltó y giró su cabeza por encima del hombro para ver al hada, que la miraba desde sus espaldas con una palpable intriga. Sintió un repentino alivio en cuanto sus ojos se encontraron, ¡por fin alguien en quien podía confiar!
-No, creo que... algo ocurre y quiero saber qué es. Tengo sospechas de que me están dando estupefacientes y algo planean... -Se volteó de nuevo e intentó regresar a su labor de abrir la puerta.
Sin embargo, antes de que lo lograra Fairy la detuvo del antebrazo. Aquella no era una decisión inteligente.
-Frost, no lo hagas. Lo vas a empeorar todo -aconsejó con cierta severidad la monarca. Sus ojos violetas escudriñaron el entorno antes de agregar en voz queda-: Escucha, estoy tratando de interceder por ti, pero la situación se me va de las manos.
Frost también miró a su alrededor. Se sentía perdida, ¿de qué hablaba Fairy? ¿En qué intentaba interceder? Una mala corazonada punzó en su pecho. Algo ocurría y no era bueno. Debía ver a Matoaka, pero fragmentos de la pelea volvieron a su mente, como saliendo de un baúl en el fondo de su memoria. Se había olvidado de eso por completo.
-¿Qué pasa? Dime... -suplicó la princesa del invierno sintiendo su voz entrecortarse. Le estaba entrando el miedo. Algo no se hallaba bien y la incertidumbre se volvía su cruel verdugo.
Fairy examinó con detenimiento los pasillos. Tarde o temprano las iban a terminar escuchando y no pensaba arriesgarse a que se dieran cuenta de que estaba poniendo al tanto a Frost de la situación en el reino. El hada estaba dispuesta a todo antes de permitir que Frost Golden perdiera la confianza que le tenía, incluso si debía destrozar el voto de silencio efectuado con los consejeros Frostice. Así que la llevó del brazo hasta lo que parecía ser una habitación segura, lejos del oído ajeno. Hasta ella se estaba estresando de que en ese castillo no existiera la privacidad. Todos los ojos estaban atentos, como espías, a cualquier actividad inusual que ocurriera para irla a informar a sus verdaderos líderes.
-Bien, escucha, han pasado... demasiadas cosas, pero lo más importante es... que tu gente está segura de que los Grizzly han matado a tus padres. -Las palabras salieron atropelladamente de los labios de Fairy, siendo entendidas a duras penas por su compañera.
Frost frunció el ceño. ¿Por qué Fairy decía eso como si fuera una novedad? ¿Es acaso que no lo veía así? La examinó intentando leer su lenguaje corporal. No era tan observadora como para lograrlo. En unos segundos se dio por vencida.
-Sí... Eso lo sé...
Fairy mordió su carnoso labio inferior, analizando la situación. La destrucción de los Grizzly era inevitable. No había marcha atrás, aunque contaran con la desaprobación de la princesa.
Los Frostice en realidad temían que Frost tomara bando por los osos, ya que su traición iba a ser pagada con su sangre. Eso arruinaría los planes que tenía el canciller de desposarla, así que a propósito la habían dejado fuera de todo el plan, adormeciéndola con droga para que no tuviera una idea precisa de lo que pasaba a su alrededor.
Pero a Fairy le daban igual los planes de los Frostice. Solo tenía tres intereses en aquella guerra: Asesinar a Matoaka, quedarse con sus tierras y Frost Golden. Y los iba a conseguir a toda costa.
-No estás entendiendo la gravedad del asunto, declararon la guerra a la tribu Grizzly y no van a permitir que tú intervengas -explicó el hada casi con lentitud, para que Frost pudiera captar bien el peso de sus palabras-. Yo, por respeto a los tótems estoy en total desacuerdo y he tratado de interceder a favor de ellos, pero tu gente no sabe de razones.
Frost la observó, incrédula. Era Fairy Queen... Fairy Queen, aquella reina a la que todo el mundo temía. Nadie se oponía a una decisión de ella y nadie que tuviera aprecio por la vida le llevaba la contraría.
-No me mires así, yo no tengo verdadera autoridad aquí. Soy una invitada y este no es mi pueblo para mandar o decirles cómo hacer las cosas. No puedo llegar a otro reino a ejercer un puesto que no me pertenece -se apresuró a explicar la monarca al leer en el rostro de la chica sus incógnitas. Se detuvo unos segundos a reflexionar antes de seguir hablando-: Frost, nunca había visto un reino como el tuyo. Ni siquiera tú tienes autoridad y no te van a escuchar.
-Soy la princesa, tienen que hacerme caso... -refutó Frost, negando la verdad que ahora la monarca le estaba desvelando.
Fairy, incapaz de seguir escuchando las mentiras con las que habían engañado a Frost, decidió soltarlo todo de golpe. Nunca se había visto más indignada con un reino como se sentía contra los Frostice. Seriamente consideraba la idea de exterminarlos una vez que terminaran con la tribu Grizzly.
-Frost, escúchame, no eres nadie para ellos. Eres apenas un símbolo y no vas a poder evitar la catástrofe que se avecina...
Frost sintió que las lágrimas rebasaban sus ojos. Aquella realidad había sido muy dura, pero innegable. Siempre había sospechado que sus padres eran marionetas de sus consejeros, pero confirmarlo le fue cruel. Se colocó en una esquina del cuarto y se dejó caer al piso, lloriqueando. Fairy fue hasta ella y se acuclilló para darle un abrazo. Frost lo recibió ansiosa por sentir un poco de afecto. Agradecía poder contar con ella, la única persona que estaba a su lado en esos momentos tan difíciles.
-¿Qué haré? ¿Qué haré? -preguntó entre sollozos-. Yo no quería que nada de esto sucediera.
Fairy acarició con dulzura su cabeza, en un gesto de consuelo.
-Lo sé, pero..., no sé qué podrías hacer al respecto. Si vas con los Grizzly te acusarán de traición y te asesinarán -comentó Fairy, una vez que la soltó, sentándose frente a Frost para recordarle las consecuencias que podía sufrir.
¿Asesinarla? La rubia sorbió los mocos que se le deslizaban fuera de la nariz mientras valoraba las palabras de Fairy. ¿Realmente le temía a la muerte? La vida era lo que le parecía más tortuosa. Nunca había sido feliz en el puesto donde tuvo la desgracia de nacer. Para todos era una vida idealizada, llena de poder y riqueza. La triste verdad es que era un ambiente controlador y abusivo, donde los demás se creían en la necesidad de implementar castigos sino cumplía con lo que se esperaba de ella. Hasta que Matoaka entró en su vida. A su lado Frost se sentía en libertad de mostrarse tal y como era, sin miedo a represalias. Matoaka llenaba algo que siempre le había faltado; ese vacío de amor y cariño. ¿Valía la pena dar su vida por ella?
-Moriré... Sea la opción que yo elija sé que moriré. Si no muero en la guerra, defendiendo a la única persona que me queda en este mundo, yo misma me mataré porque no quiero tomar un trono donde solo seré una muñequita sin voz, a la que nunca le permitirán llevar las riendas de su reino y donde mi corona será simple telón -determinó Frost secándose las lágrimas y se puso de pie.
Ya era suficiente de tanto llorar, su decisión estaba tomada y pelearía hasta dar su último aliento por proteger a Matoaka y su gente. Era por lo único que valía la pena seguir viviendo.
-Trataré de cubrirte, porque será imposible que te ausentes sin que se den cuenta -afirmó Fairy haciendo su mayor esfuerzo por conservar su máscara de tranquilidad.
Frost le sonrió.
-Gracias, ¿qué haría yo sin ti? -preguntó antes de salir del lugar y dejar a Fairy sola.
En cuanto la habitación quedó vacía los ojos de Fairy cambiaron a verdes y su magia, inducida por su frustración, tomó el control lanzando un hechizo que actuó como ácido contra una de las paredes, derritiendo la estructura y dejando un hueco de considerable tamaño que daba hacia el exterior.
¡Perfecto! Justo quería mantenerla con vida y la niña se iba corriendo al fuego. La monarca repasó mentalmente su discurso mientras masajeaba sus sienes con insistencia. Sí, hasta ella misma de escucharse habría decidido morir en una guerra. Arrojó un resoplido y echó la cabeza hacia atrás. Ahora había un pequeño contratiempo que sola se había causado.
Frost Golden congelaba su torso, cubriendo su pecho con un yelmo de hielo sólido que fabricaba con sus poderes. En su reino no se usaba el metal para sus armaduras, dado que al exponerse a temperaturas muy extremas, como sus cuerpos, este solía volverse muy frágil y se rompía con facilidad ante los ataques.
El miedo recorría el cuerpo de Frost, no tanto por lo que estaba a punto de enfrentarse, sino por el miedo de cómo reaccionaría Matoaka una vez se volvieran a ver. Ya con la mente despejada recordaba que en su último encuentro se había dado una desagradable pelea. ¿Cómo iba a responder la osa una vez estuvieran frente a frente? ¿La rechazaría? En realidad, Frost no sentía arrepentimiento por defender a Fairy, pero sí por haberle hablado con tal dureza. Matoaka ese día no parecía estar en sus cinco sentidos. Debió haber tratado de indagar más antes de emitir un juicio.
Terminó de forjar su armadura. El hielo sólido se ceñía al cuerpo de Frost Golden como una segunda piel. Cerró los ojos y trató de dar una última inhalación. Aquello iba a terminar esa noche, ya fuera para bien o para mal. Iba a darlo todo en la guerra y no permitiría que la destruyeran tan fácil. Con eso en mente creó una larga espada de hielo que le serviría como arma. Al alba todo se decidiría.
Matoaka trataba con todas sus fuerzas de prestar atención a los planes de batalla que se discutían entre los jefes de la alianza. No podía, el miedo la estaba cegando. ¿Y si era un fatal error? ¡Qué risible! Claro que era un fatal error. Sus padres deseaban la paz, siempre se habían esforzado por querer mantenerla. Estaba yendo en contra de lo que habían anhelado en vida. El malestar aumentó, ahora se combinaba con un encogimiento de estómago. Quería estar enferma, un padecimiento físico podía curarse con un remedio, pero ¿un mal emocional?
La castaña quiso lanzarse al piso a llorar y maldecir. ¿Cómo habrían resuelto sus padres esa situación? Necesitaba su guía y su consejo, no estaba lista para acarrear con tantas vidas a sus espaldas, apenas podía con la suya. ¡Era tan injusto! Quería volver a ser una niña para que sus preocupaciones dejaran de existir.
-Jefa, ¿usted está de acuerdo? -preguntó la voz a su lado, regresándola a la realidad.
No había escuchado la estrategia, no había aportado ninguna sugerencia o comentario durante toda la reunión. No estaba al tanto de lo que habían decidido. Sin embargo, Matoaka asintió.
-Sí, es lo que debemos hacer.
El tiempo es como el agua entre los dedos; por mucho que intentes detenerlo se escurre igual. La noche, que Matoaka ansió que se volviera eterna, finalmente terminó. Las tropas estaban listas para enfrentarse y ella, apesar de no tener obligación de pelear en el campo, iba a dirigirlas a su destino. Estaba dispuesta a caer con sus hombres, lo más digno a lo que podía esperar. Al menos había dejado a lo que quedaba de la tribu en manos de Tigridia. Y por mucho que le doliera, había mandado a buscarles refugio con sus hermanos pardos, abandonando sus territorios.
Los tambores de guerra empezaron a tocar, los cuerpos de los tótems estaban sobreestimulados, anhelando reaccionar a sus espíritus que palpitaban a flor de piel. En una guerra era necesario tomar hierbas especiales para que sus transformaciones fueran más poderosas y más duraderas.
La aparición del hombre de hielo en el claro donde se iba a dar la batalla no se hizo esperar, como los primeros rayos de sol surgieron sus soldados desde lo alto. Un manto de nieve pura los acompañaba con el cabalgar de sus caballos. Matoaka sintió cómo su estómago se encogió nuevamente del pavor al contemplar las hileras que parecían ser infinitas. Los superaban en número. ¿En qué se había metido? No era momento para ser cobarde. Si moría lo haría luchando por lo que le habían arrebatado y para que no le quitaran lo poco que le quedaba.
Matoaka levantó el brazo y lo extendió al frente señalando al ejército contrario, esa era la señal. Los explosivos creados con resina de árbol surcaron los cielos como fina lluvia, hasta estrellarse donde estaban los enemigos, seguido de flechas incendiadas. En medio de los ataques, los tótems corrieron al enfrentamiento cuerpo a cuerpo, los Frostice ya los alcanzaban, con sus armas listas para embestir contra ellos, en búsqueda de la victoria.
La osa sintió el conocido cosquilleo que se extendía por sus miembros fusionado con la adrenalina y el miedo que ahora corría junto con su sangre. Su cuerpo reaccionó a ello, invocando la metamorfosis y dando paso a un animal de considerable tamaño.
Estaba por correr hacia el corazón de la guerra cuando el suelo se estremeció. No era causado por los hombres de hielo, la sorpresa en sus rostros fue la misma que los tótems. Detrás del ejército Frostice se levantaba un muro de nieve, como la ola de un tsunami inminente, que cayó sobre los soldados, arrasando con la mayoría de sus cuerpos. Todos miraron la escena con la misma estupefacción, aquello era obra de alguien que controlaba el invierno.
La causante no tardó en mostrarse, corría por el campo desperdigando dañinas estalagmitas que atravesaban a cualquiera que intentaba salir de la trampa de nieve que había dejado caer. Matoaka la contempló como si estuviera viendo una aparición. Frost no tardó en encontrarla y de dirigió a ella, acelerando el paso.
Se lanzó a sus brazos en un apretado abrazo y cubrió sus cuerpos con una cúpula de hielo grueso, para impedir el contacto total con el exterior. Por unos segundos anhelaba aislarse de todo lo que pasaba a su alrededor, fingir que no existía, no para ellas. Matoaka se permitió las lágrimas que había estado reteniendo. En los brazos de su amada experimentaba una sensación de alivio que tanta falta le había hecho en esos días. Nada importaba más en ese instante que sentir su presencia a su lado.
-Perdón... -Frost fue la que habló primero. Sin embargo, Matoaka no permitió que continuara. No quería escuchar disculpas de un asunto que ya no interesaba. Pegó sus labios a los suyos como tanto había deseado hacer.
Frost respondió devolviendo el beso. Todo entre ellas estaba perdonado, no eran necesarias las palabras. Al cabo de unos segundos Matoaka se separó, asustada por algo de lo que apenas se había percatado. La traición de Frost era algo que le iba a costar muy caro. No debía defenderlos.
-Frost..., no tienes qué hacer esto... -trató de decir. Ahora fue el turno de la rubia de detenerla. A ella no le importaban los sacrificios ni las consecuencias. Estaba dispuesta a sufrirlas.
-Yo te prometí, que si la guerra llegaba a nosotras sostendría tu mano -le recordó Frost, haciendo alusión a la canción que solían cantarse cuando eran niñas. Tomó la mano de Matoaka y entrelazó sus dedos-. Estaré a tu lado hasta lo último que pase.
Matoaka casi sintió que se quebró del gusto que le daba volver a contar con ella. Hizo un leve movimiento de cabeza. Era momento de regresar a la realidad, a la batalla. Frost deshizo el pequeño domo y se preparó para atacar. Matoaka sujetó su brazo y con fuerza la impulsó al aire mientras volvía a su forma de oso. La princesa de las nieves cayó sobre su lomo. Juntas corrieron al corazón del enfrentamiento, lo que fuera que el destino les tuviera preparado lo iban a encarar unidas como un equipo.
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