22- Fría Realidad
Los días habían pasado casi sin ningún incidente después del legendario baile, el cual había marcado una decadencia en la reputación de los habitantes del invierno ante las demás estaciones.
Pero para Frost eran días dulces y llenos de un calor que nunca había sentido antes. Seguía frecuentando a Matoaka, pero ahora más escondidas, esperando no levantar ningún tipo de sospechas a la hora de demostrar su afecto.
Sin embargo, esa mañana la burbuja en la que se mantenía Frost Golden se reventó cuando un grito invadió los pasillos de los aposentos de la realeza. La chica despertó lentamente, ¿qué se traían las sirvientas que soltaban semejantes alaridos? Le sorprendía que su madre no mandara a callarlas. Le desesperaban los ruidos fuertes y más a primera hora de la mañana.
Las voces se fueron multiplicando junto con el zapateo constante de la gente, que alterada, corría de un lado a otro por el lugar, sin saber qué hacer o a quién acudir. Frost se espabiló, una punzada de mal presentimiento atacó su corazón. No debía ignorar la poca naturalidad de esa mañana. Se colocó la bata sobre la pijama y se dirigió hasta la puerta, donde pudo escuchar mejor la conversación que se llevaba acabo entre Cristal con alguno de los varones que se había presentado.
—Hay que informar a la princesa de esta desgracia —avisó la agitada voz masculina—. Los consejeros van a discutir cómo actuar y ella debe estar presente.
—La princesa debería tener un momento para asimilarlo. No está preparada para esto —confirmó Cristal con una entonación entrecortada que amenazaba con romper en llanto—. ¿Además cómo crees que le haré saber que su familia, los reyes..., sus padres, la princesita Snowy...?
Frost abrió la puerta, decidida a saber lo qué ocurría. Su curiosidad era más fuerte y la guiaba a buscar respuestas. ¿Qué estaba pasando? Tanto el hombre como la mujer perdieron color al observarla salir de sus aposentos. Cristal se echó a llorar de tan solo imaginar la repercusión de la noticia en Frost. Sabía que la relación entre ella y su madre era lamentable, pero no podía decirse lo mismo de su padre y su hermanita. Frost los adoraba.
La chica se fijó cómo todos se detenían de lo que estaban haciendo para dirigirle miradas de compasión, cargadas de pena. Sus malos presentimientos se volvían una molestia persistente. Caminó hacia la alcoba de sus padres, que tenía las puertas abiertas de par en par. Era de ahí de donde nacían tantos lamentos entre la servidumbre. El fétido aroma de la sangre inundaba el olfato de la joven, carcomiendo sus miembros por el escalofrío que le levantaba.
Frost sintió como si su alma abandonara su cuerpo apenas entró. Trozos de hielo se desperdigaban por todo el piso, algunos tomando forma de partes humanas. La rubia reconoció en un pedazo tallado las delicadas facciones que habían compuesto el rostro de su madre. Se agachó y lo tomó entre sus dedos. Al ser despedazada la reina había vuelto a ser la estructura de hielo a la que le habían dado vida hacía unos quince años atrás.
Los ojos ambarés de la chica advirtieron la cama y cómo las mantas estaban cubiertas de manchas azules, que por el óxido habían adquirido una tonalidad índigo. El característico color de la sangre Frostice. Con pasos llenos de temor se acercó. Sus ojos se abrían cada vez más por el impacto que la estaba invadiendo.
Los cuerpos desfigurados de su hermana y su padre yacían entre las sábanas revueltas. Frost soltó el rostro de su madre, el cual se deslizó de sus manos y cayó con estruendo, siendo destrozado al encontrar el piso. No pudo ser capaz de comprender lo que había hecho, la princesa se cubrió la boca usando ambas manos para impedir un grito de absoluto terror conforme se daba cuenta de la escena que presenciaba.
El cuerpo del rey parecía estar protegiendo a su hija menor, pues el único brazo que poseía el cadáver la rodeaba, su cabeza había sido cercenada y estaba ahí, al lado de la estructura de la cama. Le faltaban porciones de carne que habían satisfizo a lo que parecía ser una bestia salvaje. Snowy, por su parte, había sido abierta y sus órganos internos se desparramaban por el lecho. Le habían comido la mitad de las entrañas.
Frost retrocedió hasta que su espalda halló una pared donde se recargó. No podía apartar la mirada de aquel sangriento panorama por más que se lo ordenara su cabeza. Sus ojos seguían fijos. Tragó con pesadez, de pronto sentía que esa situación no era real. Una neblina cubría su cerebro y la protegía del impacto contra la fría realidad.
No era cierto que estaban muertos. Debía ser una mala broma, eso debía ser. No podía ser posible que esa mañana simplemente ella se hubiera quedado sin familia. Eso no funcionaba así. Frost bajó la vista, contemplando con fijeza el suelo, las huellas del animal se habían marcado por la sangre de los cadáveres. Frunció con lentitud el ceño, reconocía esas huellas... Eran huellas de Grizzly.
Los siguientes momentos Frost fue apenas un títere que se movía a voluntad de los demás. Parecía que su cuerpo había perdido fuerzas y su cabeza se negaba a reaccionar. Quería dormir, sí, eso quería hacer, porque tal vez era una pesadilla y durmiendo podía regresar a la realidad. En su mente tenía sentido. Frost buscó su lecho y se dejó caer. Cerró los ojos, pero en un parpadeo ya la estaban levantando otra vez.
La chica salió y buscó la alcoba de sus padres. Estaba limpia, la habían ordenado, como si nada hubiera sucedido. Frost caminó hasta la habitación de Snowy. Ya no hacía ese calor asfixiante y la pequeña había abandonado su cama. Cristal llegó a ella. La rubia sabía que le estaba hablando, pues veía sus labios moverse, pero ella no era capaz de escucharla. ¿No había regresado a su realidad? O tal vez era que nunca se había ido por mucho que durmiera.
—... Y es obvio que los Grizzly fueron los que rompieron nuestro acuerdo de paz. ¡Asesinaron a la familia real! Princesa, futura reina, ayúdenos. Necesitamos vengar a su familia.
Frost levantó la mirada, estaba en el salón de estrategias de su padre. Ocupando el lugar que le correspondía a su padre. Contempló el escritorio donde estaba sentada, sus blancas manos exploraron la superficie. ¿Por qué ocupaba el lugar de su papá? A ella no le correspondía, le correspondía a él. No podía haberle dejado toda la responsabilidad de un pueblo, su papá no era así. Sabía que ella no estaba preparada para tomar el mando. Acababa de cumplir los catorce años. Una niña de catorce años no iba a poder dirigir un pueblo. ¿Por qué su papá había sido tan cruel y la había abandonado a su suerte?
Los Grizzly... Frost recordó a los Grizzly de las palabras del hombre. Debía ver a Matoaka, ¿cuánto había pasado ya? Debía estar anocheciendo. Se levantó de la silla y abandonó la sala. Intentaron detenerla, pero no fueron capaces. La princesa seguía firme, caminando por el pasillo y sacando vuelta a quien quería hacerla regresar a la habitación. Debía buscar a Matoaka.
Matoaka dejó caer las redes de pesca en el río y dio un suspiro. Tigridia, que estaba cerca de ella, la imitó exagerando sus gestos mientras que lanzaba la red que le correspondía. Ya llegaba la época del salmón.
—Pareces enamorada dando semejantes suspiros. —Tigridia la volvió a imitar con más fuerza y más dramatizmo antes de echarse a reír—. ¿Está todo bien? ¿Quién te tiene tan mal?
Matoaka levantó los ojos hacia su hermana. No quería delatarse por mucho que lo deseara. Frost y ella habían hecho un pacto secreto, aunque nunca llegaran a nada, debían proteger su aventura ante cualquiera. Sin embargo, a la castaña le preocupaba la rubia, hacía más de dos noches que no se presentaba. Le daba miedo que algo malo hubiera sucedido. O haber hecho ella algo que le hubiera desagradado a Frost. No sabía y la incertidumbre le asustaba.
—La verdad, es... —empezó a explicar Matoaka cuando un alboroto en el campamento atrajo su atención.
Frost caminaba a paso lento por el lugar, parecía un zombie. Se movía con pesadez y sus ojos, aunque fijos en la nada, aparentaban no tener vida. De pronto se observaron. Matoaka pronosticó que algo iba mal. La cara de Frost se lo dijo todo, estaba fuera de sí.
Ambas corrieron a encontrarse y la princesa se dejó caer en los brazos de Matoaka. La aferró con mucha fuerza, como si tuviese miedo de caer si la soltaba.
—¿Frost, qué pasa? ¿Está todo bien? —cuestionó la chica tótem con preocupación, buscando respuestas ante su inusual comportamiento.
—Matoaka... —Frost levantó la vista y las dos se contemplaron—. Matoaka..., asesinaron a mi familia. Los han matado.
Y entonces cuando esas palabras salieron de su boca cayeron por su peso, atrayéndola a la realidad. A la fría y dura realidad. Frost sintió como si su corazón estuviera siendo arrancado de su pecho. El dolor era insoportable, quemaba sus miembros. Se encorvó sobre su torso y un grito descomunal salió de su garganta. El desconsuelo que sentía se convertía en tortura que no era capaz de ser retenida en su cuerpo. La sobrepasaba.
Lloró a raudales, pero las lágrimas no parecían hacer cesar el tormento. Sus padres ya no estaban, estaba sola. A su hermanita la habían arrancado también de la vida, sin importar que apenas tenía siete años. ¿Por qué? ¿Por qué habían hecho eso? ¿Por qué quién lo había hecho la había dejado viva? Frost no quería vivir, lo único que anhelaba era dejar de sentir. No estaba preparada para ese martirio. Ella misma quería desprenderse de su corazón, hacer atravesar sus manos por su caja torácica y arrancarlo, para ya no tener que soportar ese sufrimiento.
Matoaka cayó al suelo junto con Frost, cuyas piernas ya no le permitían seguir en pie por lo débiles que estaban. La tótem también sollozaba, compartiendo el dolor de su amiga. El frío escocía hasta sus huesos. Frost Golden le hacía daño con sus poderes, pero a Matoaka no le importó. La abrazó con más fuerza, como si con ese gesto le ayudase a compartir el suplicio. Y era lo que esperaba. No quería dejarla sola, no quería verla sufrir.
Sin embargo, la osa levantó la mirada cuando el ruido del viento empezó a molestar sus oídos. Un helado torbellino ya las había envuelto, arrastrando nieve entre las violentas ráfagas de aire. Era tan espeso que era imposible ver del otro lado. La tótem recordó que estaban en medio de su tribu y que de seguro la helada estaba afectando a los demás integrantes. Hizo un esfuerzo y levantó el rostro de Frost, que se recargaba en su hombro mientras sollozaba inconsolable.
—Vamos a otro lado —pido Matoaka con suavidad, acomodando un mechón que se había salido de su lugar en la cabellera de Frost.
Ella asintió y se dejó guiar hasta el campo donde siempre se encontraban las dos al anochecer. Matoaka, al ver que no había ningún peligro con terceros la tomó de las manos y la hizo sentar frente a ella. Frost seguía lloriqueando, no lo dejaría de hacer en un par de días, cuando terminara de asimilar la noticia y siguieran las demás facetas del duelo.
Matoaka pasó la lengua por sus labios. Tenía muchas preguntas. ¿Cómo era eso de que habían matado a la familia real? ¿Quién? ¿Por qué? ¿Con qué propósito a Frost la dejarían viva? Si era por algún tipo de motín no tenía sentido que se olvidaran de la más poderosa de todo el reino Frostice. Pero no dijo nada. Se dedicó a estar ahí, sujetando las manos de Frost entre las suyas. ¿Cómo más podía dar apoyo?
Frost, por su parte, tomó aire y observó a su amiga con unos ojos inyectados en sangre por las numerosas lágrimas que habían derramado. Las huellas grizzly plasmadas en el piso del cuarto de sus padres nunca habían salido de su cabeza. Las palabras atacaron a su vez. “Los Grizzly han roto nuestro acuerdo de paz”, fue el dicho del canciller, cuando estaban hablando de lo sucedido. ¿Era cierto? ¿Qué más pruebas necesitaba? Pero, ¿por qué Matoaka cubriría eso de saberlo? No era capaz de traicionarla así, ¿o sí? De pronto se sentía dudar.
—¿Está todo bien? —preguntó la castaña con dulzura cuando se percató de los ojos de Frost fijos sobre su persona.
La rubia meneó la cabeza. Nada estaba bien, nada nunca más iba a volver a estar bien. Le habían arrebatado a las personas que más amaba en ese mundo.
—Todos en el reino dicen que los Grizzly han matado a mi familia... —soltó tajante dejando caer algunas lágrimas más junto a sus palabras. Estaba sola y recordarlo le escocía el corazón.
Matoaka tuvo que hacer un esfuerzo descomunal por no separarse y ofenderse, como en realidad le dictó su instinto. En cambio, suspiró, controlando sus emociones.
—¿Tú lo crees? ¿Crees que lo gente o siquiera yo permitiría algo así? ¿Piensas que yo te lastimaría de esa forma? —cuestionó entre susurros, recordándose mentalmente que Frost no veía las cosas con claridad por la tristeza. Sin importar su respuesta eso la justificaba.
—Vi las huellas, Matoaka. Eran de Grizzly... Y sé que tu pueblo nos odia por lo sucedido con las bayas Tulorin —afirmó Frost mirando a otro lado. No quería ver el rostro de quien aseguraba amar al soltar esas afirmaciones.
Esta vez la tótem sí se ofendió. No la creía capaz de acusarla de algo así. Porque acusar a su pueblo era acusarla a ella. Se apartó de Frost y se puso de pie. Tanto tiempo que se conocían ¿y la princesa del invierno le decía eso? ¿La consideraba el animal salvaje que siempre habían asegurado los demás que era?
—Nunca llegaríamos a ese grado. No somos asesinos, Frost —aseguró Matoaka apretando los puños con tal fuerza que sus uñas casi llegaron a atravesar la piel en sus palmas—. Pongo las manos al fuego de que mis habitantes los respetaban, al igual que respetaban nuestros acuerdos de paz.
«Eran ustedes los que no lo hacían», reprochó la mente de la osa, sintiéndose corroída por el coraje y la indignación. Debía encontrar la manera de calmarse. Lo último que necesitaba Frost era una confrontación con ella también. Tenía que apoyarla, no pelearla. Tal vez solo buscaba culpables, había sido un golpe muy duro y era normal que se sintiese en la necesidad de señalar a alguien. Matoaka la observó por encima del hombro. La rubia se encogía en posición fetal mientras seguía llorando desde lo más profundo de su corazón. No estaba para reprimendas.
Con una punzada de culpa por haberse exaltado, la castaña regresó con ella y volvió a tomar su mano. La princesa del invierno levantó la mirada, mostrando su alma destruida en pedazos.
—Te prometo que... intentaré ayudarte a llegar al fondo de esto y si fue alguien de mi tribu... Te dejaré tomar justicia contra esa sola persona —aseguró Matoaka—. Informaré a mis padres de esto y... Buscaremos al culpable.
Aunque a la osa algo no lograba encajarle bien. Había muy poca coherencia en los hechos. Los reyes nunca salían del castillo y los Frostice odiaban a los Grizzly. ¿Cómo no iban a notar los guardias que un oso se estaba colando dentro del castillo? Pero aún si no lo hubieran hecho, ¿cómo nadie iba a escuchar el sonido de un oso atacando? ¿Nadie estaba en el lugar? ¿No había centinelas cuidando los pasillos de los reyes como para no darse cuenta? ¿O es que el oso los había aislado para su hecho? Eso no tendría sentido, no habría forma. Un grito de la reina o el rey habría bastado para que los protectores detuvieran al animal. El mal sabor de boca se agravó en Matoaka conforme más lo pensaba. Podía tratarse de algo pactado, pero ¿por qué? ¿Qué propósito tendría semejante acto?
Matoaka se levantó de golpe y contempló el sendero que llevaba a su aldea. Tenía que ir a informarle a su padre lo que había sucedido antes de que pasara algo peor ahora con ellos. Estaba por dar el primer paso cuando la mano de Frost impidió su andar. Matoaka volvió la mirada a ella. Sus dedos se aferraban con temor, como si tuviera que evitar que la abandonara.
—No quiero volver a casa —contó la rubia con la voz entre cortada—. No quiero estar ahí si ellos no están... No podré con esto sola... Por favor, Matoaka, no me dejes...
—Nunca te voy a dejar —prometió la tótem, envolviéndola en un abrazo.
Podría encontrar una cueva donde las dos se pudieran quedar hasta que Frost se sintiera cómoda para regresar a su pueblo y enfrentarlo todo. Si no quería irse ella no la obligaría a hacerlo.
Y así fue como pasaron los siguientes días. Hasta que una mañana el alboroto en la tribu Grizzly fue imposible de seguir ignorando. Matoaka fue la primera en percatarse al amanecer. Salió de la cueva donde estaban ella y Frost y se encaminó al centro, donde se reunían los más importantes hombres para hablar de los recientes acontecimientos.
—... No tendremos oportunidades si ella está de su lado. Hay que evitar la guerra —comentó la jefa a su esposo mientras se acomodaban todos frente a una fogata en medio de la habitación.
Iban a acudir al hechicero de la aldea por predicciones para ver si tenían salvación. Matoaka se sentó al lado de sus padres y los observó por el rabillo del ojo. Parecían desgastados emocionalmente, como si en días no pudieran haber dormido bien. La osa frunció el ceño. Desde lo de Frost era imposible no sentir cómo un inminente aire a peligro empezaba a posarse sobre la aldea. Pero si los Frostice los tenían como culpables era hasta obvio que se avecinaba para todos una desgracia.
—¿Algo malo pasa? —preguntó Matoaka con un hilo de voz, temiendo que lo que habían estado evitando por tanto tiempo ya llegara alcanzarlos.
Su madre la contempló con los grandes ojos llenos de lágrimas, mientras intentaba reunir fuerzas para dirigirle una sonrisa.
—Hay peligro, Matoaka —confirmó sabiendo que no lograría nada si mentía—. Pero no te preocupes, estamos dispuestos a encontrar una solución.
Matoaka fijó sus ojos en el fuego delante de ella y apretó con fuerza sus uñas en sus muslos. Algo le decía que se estaba acabando la vida como siempre la había conocido.
Frost abrió los ojos y disfrutó los segundos de desconcierto hasta que recordó la realidad. Mordió su labio inferior sintiendo las lágrimas deslizarse por sus mejillas. Por más que pasaban los días esa herida seguía ahí, sangrando, y no aparentaba terminar pronto ese sufrimiento. Se incorporó. Matoaka ya había salido, solía empezar el día a primera hora de la mañana mientras que Frost se quedaba a descansar hasta pasado el medio día. No tenía ganas de hacer otra cosa más que dormir.
Pero decidió ir a buscar algo en qué ayudar. Tal vez hasta darse un baño. No recordaba la última vez que lo había hecho. La fetidez de sus fluidos corporales ya empezaban a molestarla. Frost Golden salió de la cueva donde había pasado todo ese tiempo recluida. Agradecía no tener a la mano ninguna superficie reflectora, no quería ver lo horrible de su aspecto devastado por el descuido.
Apenas sintió los primeros rayos de sol sobre su rostro, Frost arrugó el ceño. Ya se había desacostumbrado al cegante brillo del astro rey. Caminó tambaleándose entre las casas. Se sentía frágil, como si estuviera hecha de cristal roto y sus pedazos hubieran sido reconstruidos, mas no pegados. No era capaz de recordar la última vez que había comido, pero su cuerpo no había pedido alimento. Todo aumentaba esa sensación de vacío en ella.
—La reina arribará en el reino Frostice —comentaron algunos osos entre susurros, atrayendo la atención de Frost apenas llegó al campo donde varios Grizzly intentaban cosechar bayas y más verduras.
Frost analizó a quienes decían semejante befa. ¿Reina...? ¿Qué reina? Su madre había muerto y era la única reina que el pueblo Frostice conocía. Ella ya estaba muerta. Sus pedazos yacían en la misma tumba que los de su padre y su hermana.
—Estamos perdidos si nosotros somos el próximo objetivo de ese pueblo —se lamentó alguien más a las espaldas de la chica.
¿El próximo objetivo? Tal vez buscaban a Frost Golden. Eso le pareció a ella lógico. Había pasado tanto tiempo fuera que tal vez los altos funcionarios pensaban que la habían secuestrado. Mejor ponerse en marcha para evitar algún malentendido.
Frost corrió por los senderos del bosque hasta su reino, sin parar ni un solo instante a recuperar el aire. El ambiente que se respiraba en Frostice era festivo, sus puertas, usualmente cerradas, estaban abiertas de par en par. Habían adornado las calles de hermosas guirnaldas nevadas, con flores esculpidas en hielo, y las casas lucían más espléndidas que nunca.
Frost Golden sintió la indignación mezclarse con su sangre. ¿Cuánto había pasado de la muerte de sus padres? ¿Casi dos semanas? Y ahí estaba el pueblo, celebrando de nuevo, como si nunca hubieran estado en duelo por sus reyes. ¡Siempre tan poco empáticos!
—La reina ya está aquí. ¡Qué emoción! —exclamó una mujer en la plaza principal al mismo tiempo que le compraba a su hijo una pequeña corona que vendía un comerciante ambular.
—¡Vamos, hay que ir a ver a la reina! Está llegando al castillo —anunció un hombre más dirigiéndose a Golden. Ella frunció el ceño. ¿A quién le decían reina? A ella le correspondía el derecho de herencia. No podían habérselo quitado. ¿De quién estaban hablando? De pronto sentía como si se hubiese exentado por años y no supiera lo que estaba sucediendo.
Decidió ir hacia donde toda la turba estaba yendo. Caminaban como un rebaño de ovejas hacia el castillo. Frost Golden dio un largo suspiro conforme se acercaba a su hogar. Tenía miedo de volver ahí. De que los recuerdos, que intentaba controlar, volvieran a acecharla.
La gente se congregaba en enormes multitudes en los vastos patios del palacio, que de forma inusual permitía la entrada a cualquiera. Frost Golden se abrió paso hasta llegar al frente. Necesitaba saber lo qué ocurría. Reconoció al instante las enormes carrozas talladas en oro y cristal que estaban estacionadas justo fuera de las escaleras que daban acceso al castillo.
Abrió sus enormes ojos ámbares conforme se percató de la larga capa de terciopelo violeta que cubría el suelo, perteneciente a un esplendoroso vestido con transparencias lleno de diamantes. La reina acababa de bajar de su carruaje y todos vitoreaban como si fuese un gran logro.
—¿Fairy...? —la llamó vacilante Frost, sabiendo que entre la multitud no iba a ser escuchada.
Para su sorpresa, la majestuosa hada le dirigió a ella la mirada. Extendió hacia la princesa una fina mano bronceada. Frost, titubeando, respondió el gesto. Fairy apenas pudo la asió con fuerza y permitió que saliera del tumulto para recibirla entre sus brazos con un abrazo que resultó más cálido de lo que Frost creyó posible.
—Mis condolencias, princesa —se lamentó Fairy en suave susurro dedicado solo para que ella la escuchara.
Frost sintió las lágrimas aglomerarse en sus ojos y escondió el rostro en el hombro de la reina. Era increíble la sensación que Fairy transmitía, nunca había estado así de cerca de ella, que de lejos aparentaba frialdad e indiferencia. Una de las manos de Fairy empezó a acariciar la cabeza de Frost en un acto que le resultó maternal.
—Pero estoy aquí para sostenerte, conmigo a tu lado no volverás a caer —continuó Fairy con una voz enmielada, que mimaba los oídos de Frost, llenándola de sosiego—. Haremos pagar a quién ha hecho esto.
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