2- Un Simple Títere
—Y por el momento la heredera del reino de las nieves ha desaparecido —informó el rey durante la cena.
Estaban los tres sentados a la mesa de roble dentro de la cocina en la torre, los platos se acomodaban con dificultad sobre la superficie de madera tallada, impedidos por el espacio. Sin embargo, la rubia en medio de los dos reyes mostraba una gran calidez. Eran pocos, pero disfrutables esos instantes de compañía, donde tenía con quién compartir sus pensamientos. Aunque de momento se había resignado a escuchar las terribles noticias sobre el reino que habían llevado sus padres.
—Deberíamos tratar de hacer más —replicó la reina, indignada—. Aunque sea un reino vecino hablamos de una devastación completa. Necesitan ayuda.
—Ellos tenían problemas internos desde antes. Con eso no podríamos meternos siquiera. Sospecho que va más allá de la desgracia que ocurrió. Sin embargo, no encuentro prudente intervenir en una pelea ajena.
—Tampoco debemos ser indiferentes ante lo que ha sucedido...
—No estamos siendo indiferentes, solo que tenemos nuestros propios asuntos en el reino para arreglar.
Snowzel se dedicaba a juzgar el asunto en silencio mientras terminaba la cena que le habían llevado. Sus padres pronto empezaron a discutir, aferró más el muñeco de madera en su brazo, tratando de encontrar en él un consuelo ante la situación. Le angustiaba y se sentía tan impotente ante esas malas noticias. Cuando ella fuera reina haría todo por los demás reinos, sería un ejemplo perfecto de empatía y generosidad, la gente la amaría porque con ella no habría más guerras ni hambres.
Pero una duda asaltó su mente y ¿si nunca salía de aquella torre para tomar su lugar como soberana?, ¿y si siempre vivía ahí y nunca conocía el mundo fuera?, ¿y si no llegaba a conocer el amor ni tenía amigos?
—No se hable de más asuntos políticos en la mesa, por favor —suplicó finalmente la reina, harta de continuar y mirando a su hija angustiada para volverse a ella—. Cariño, ¿cómo has estado?
«¡Encerrada y sola!», contestó en seguida de manera mental, mas apartando esos pensamientos se dedicó a responder.
—¡Perfectamente! —mintió, mostrando la sonrisa más brillante.
—Veo que has estado muy bien acompañada —dijo su madre señalando con un gesto el muñeco de madera que los acompañaba como uno más de la familia.
—Estás un poco grande para muñecos, ¿no, reina? —le preguntó su padre con una sonrisa juguetona. Snowzel de inmediato reaccionó con una risilla, sabiendo que no era del todo cierto el comentario.
—Sí, mejor te conseguimos un muñeco de carne y hueso —bromeó su mamá adoptando una pícara mirada—. Con esos jugar es más divertido.
La reina rio, cuando su esposo se atragantó con el sorbo de vino que había dado.
—Por favor, Victoria —pidió el rey, usando una servilleta de seda para limpiarse unas gotas carmesí que se deslizaban por su barbilla—. Apenas va a cumplir los quince años, no necesita pensar en eso. Ni que le andes metiendo ideas.
—Papá, tranquilo —comentó su hija poniendo la mano sobre la suya—. Aquí arriba no corro ese riesgo de ser usurpada por los encantos masculinos.
Aunque lo dijo con dulzura en su interior sentía la amargura de sus palabras, como un efervescente que recorría su cuerpo. Su padre intentó sonreír frente al esfuerzo de su hija por animarlo, pero solo le recordó una dolorosa verdad. Antes de continuar la cena, dejando atrás el asunto, pronunció:
—Lo sé, mi princesa.
Al terminar de comer y mientras degustaban el postre, se pusieron a jugar el juego favorito de Snowzel, Jenga, o como a ella le gustaba llamarlo "Derriba la torre". Su pasión se basaba en imaginar la caída de su propia torre con querer derribar cada uno de los bloques. Le parecía una actividad bastante entretenida y más cuando veía a su padre tratando de sacar las fichas de madera, muchas veces sin éxito. Su mamá y ella solían reírse mucho.
—Y ¿cómo se llama tu amigo? —le preguntó su madre, señalando al muñeco de madera que aún seguía entre las piernas de Snowzel.
—Pues, tenía el nombre de Pinhood —dijo mostrando la etiqueta en su pantalón y sonrió—. Así que yo respeté eso y se llama Pinhood.
—Pinhood... Qué nombre más raro. Le habría quedado mejor algo así como... Robin Hood, ¿no te parece?
Snowzel rio y lo apretó. Dando el afecto que no podía entregar a nadie más.
—Tal vez, pero a mí me gusta su nombre. Creo que es tan único como el mío. —Enseguida trató de cambiar el tema, no quería seguir hablando de lo que ella consideraba su mejor amigo—. Papá, no deberías tratar de sacar es...
Demasiado tarde, el monarca ya había retirado una ficha que sostenía todo el peso y la pila se desplomó con un fuerte estruendo.
—Yo creí que ya lo tenía dominado —dijo el padre soltando la ficha.
Continuaron jugando entre risas y bromas. Sin embargo, no importaba lo bien que lo pasara en el día, la noche no tardaba en hacer aparición y con ella siempre traía la soledad. No obstante, esta vez quizá no le venía mal a la princesa expresar sus deseos reprimidos.
—Estaba pensando y si yo..., solo por esta noche..., ¿los acompaño al castillo? Prometo que mañana en la mañana regresaré —dijo la rubia cuando vio como sus padres empezaban a empacar las cosas, listos para retirarse.
Los reyes compartieron una mirada fugaz. La reina de súplica, el rey de severidad. Snowzel se acercó a su madre aprovechando ese leve gesto. Era a la que más fácil podría convencer. Rodeó su esbelta cintura con los brazos, se recargó en ella y la observó tratando de poner sus ojos de perrito.
—Solo será por una noche, prometo que no me van a notar y antes de que salga el sol estaré de vuelta. Por favor —suplicó con la voz más endulzada de lo normal.
—Joseph, si es por una noche... —comenzó a decir la reina con voz trémula.
—No, Victoria. Ten en cuenta que en este lugar está protegida. Afuera corre peligro. —Se dirigió a su hija de orbes azules—. Creo que estás lo suficientemente grande como para entender que esto es por tu bien. A nadie nos gusta, Snow, pero es necesario. No quiero que vuelvas a sugerir algo así.
Ante la severidad y la negativa de su padre los grandes ojos de la rubia se llenaron de lágrimas, mientras que en su interior lo que se acumulaba era la ira. Apretó de forma exagerada sus puños, tratando de contenerse, pero antes de poder hacerlo lanzó un grito, estallando en cólera.
—¡No es justo! —chilló con el rostro enrojecido y las lágrimas de coraje cayendo por él—. ¡Odio este horrible lugar! Lo único que hago es estar encerrada y sola. No me gusta, quiero conocer gente, príncipes, tener amigos. Debo ser la princesa más aislada y perdedora de todas.
Los sollozos tomaban cada vez más potencia. Su mamá en un intento de tranquilizarla, la trató de abrazar. Sin embargo, Snowzel no quería eso. Le dio un fuerte empujón para quitarla de su vista y se dirigió a su habitación dando zancadas llenas de furia.
—¡Los odio! ¡Se dedican a arruinar mi vida! Ustedes no quieren que yo conozca a nadie —les gritó antes de dar un portazo que resonó por las paredes.
—Joseph, deberíamos hacer algo —suplicó la reina cuando estuvieron solos—. Es una adolescente, es obvio que no quiere estar encerrada.
—Victoria, no estás siendo clara.
—Un día hay que organizar una convivencia con los reinos vecinos y que salga un poco. Que pase fuera unas cuantas horas y regrese...
El rey se detuvo de su labor de empacar las cosas para voltear a ver a su esposa.
—¿Una fiesta como la que hicieron los reyes del reino Mazapán y por la cual su hija fue hechizada? No creo que quieras invitar a Fairy, la reina a la que le gusta estar en cada evento social importante de la monarquía.
Victoria se mordió su pulgar derecho tratando de pensar en alguna otra solución para poner contenta a su hija. Aún se escuchaban los fuertes sollozos provenir de la habitación de Snowzel y como madre era uno de los sonidos más desagradables que le tocaba escuchar.
—Hay que intentar otra cosa. Esto no debe quedarse así. La estamos privando de una actividad necesaria para los chicos de su edad.
—Escucha, Vi, sé que la niña te preocupa y el querer mantenerla contenta...
—Es una princesa, tanto tú como yo sabemos que no se merece esto. Merece estar en el castillo, con nosotros, donde podamos cuidarla como se debe y que conviva con los demás jóvenes...
—Sí, lo merece, pero realmente las circunstancias no lo permiten. Y yo prefiero mil veces estas rabietas a que a mi única hija le suceda algo. Es por su bien. Y espero que algún día lo entienda.
La reina se limpió unas cuantas lágrimas que se habían escapado de sus azules ojos y asintió. Sabía que su marido tenía la razón. Para ella también mantener a Snowzel a salvo era su prioridad. Aunque no siempre fuera sencillo. Se quedaba con ganas de abrazarla y comportarse como una verdadera madre, dejando de lado su puesto de monarca.
Snowzel estaba escuchando desde su habitación, con la oreja pegada a la puerta de roble. Apretó con fuerza los dientes cuando escuchó que sus padres ya se habían retirado. De nuevo estaba sola con sus pensamientos. Lo odiaba tanto y no se arrepentía de decir que también odiaba a sus padres. Era así, le parecía un acto egoísta que la retuvieran en una torre alejada del mundo.
—Esto no es justo —gimoteó, pataleando.
Se levantó del piso, poseída por el enfado empezó a tirar cualquier objeto que se encontrara a su alcance. En una de esas tomó a Pinhood y lo lanzó lo más fuerte posible hacia el otro extremo de la habitación. El pequeño muñeco se estrelló contra la pared de un sonoro golpe que pareció hacerla recapacitar. Corrió hacia él y, como si hubiera sentido algún tipo de dolor, lo apretó contra su cuerpo.
—Perdón —le imploró al títere entre sollozos—. No quería hacerte daño. Pero... ¡Me llena de ira que mis papás me traten así! Yo solo quiero por una vez, una sola vez, salir de aquí.
Un nuevo sentimiento la invadió. Ahora sentía vergüenza de sí misma al estar hablando con un títere. Porque la única compañía que podía tener era un objeto inanimado. Lo volvió a tirar al piso y se lanzó hacia su cama para abrazar una de sus mullidas almohadas.
Tal vez si se moría sus padres sentirían remordimiento por nunca haberla dejado conocer el mundo. O siquiera permitirle pasar una noche con ellos en el castillo. El sentimiento de culpa los acosaría, no podrían vivir sin su pequeña princesa. ¡Ja! Eso seguro que les enseñaría. Ya podía ver el reino entero con capas negras de luto por ella, llorando. Su padre lanzándose al piso dramáticamente para desgarrar sus prendas de vestir en muestra del dolor y su madre ojerosa con los ojos hinchados, secos de tanta lágrima derramada y entonces...
En medio de estos pensamientos Snowzel se quedó profundamente dormida, agotada del berrinche del que había sido protagonista.
Pasaban las doce de la madrugada cuando por la ventana abierta del cuarto apareció una pequeña luz que fue haciéndose cada vez más grande y luminosa, tomando la forma de un ser humano, una chica, para ser exactos. Era el hada buena que había aconsejado hacer la torre para proteger a Snowzel de la magia de la reina Fairy. Observó a la rubia que descansaba plácidamente por unos cuantos segundos.
Aunque contradictorio, no hacía esa visita por ella y no le parecía prudente despertarla. Era consciente de que su aspecto visto a mitad de la noche, en la penumbra de una habitación, podía causar pánico.
El hada caminó por el lugar, analizando con curiosidad todo lo que la habitación ostentaba. Mucho rosa era lo que cubría las paredes, además de cuidadosos murales pintados al óleo que incluso llegaban a decorar el techo, simulando ser estrellas creadas con pintura fluorescente y que resaltaban en la oscuridad. Bonito, pero no le importaba. Necesitaba seguir con su misión. Se fijó en los estantes de madera cargados de libros, revisó el tocador, en el armario, debajo de la mullida cama con dosel. No había rastro. ¿Dónde estaba lo que había ido a buscar?
Más temprano que tarde, lo encontró. Yacía en el suelo, en uno de los rincones más apartados. La sonrisa estática no había desaparecido de su rostro apesar de la notable maltratada que le habían dado horas atrás. El hada buena lo recogió para contemplarlo. Era ella quien lo había mandado a hacer y lo había obsequiado a la princesa para que no se sintiera sola y triste nunca más. O... Quizás existía otra razón.
Lo volvió a colocar en el piso, ahora asegurándose que permaneciera sentando.
—Muñequito, creo que va siendo hora de que cobres vida. —Agitó su varita y con ella tocó la negra cabellera del juguete.
Los azules ojos de la marioneta comenzaron a parpadear ante la petición, enfocando sus orbes en su creadora y absteniéndose de fruncirlos ante el aura dorada que esta desprendía.
Aunque de físico hermoso, con una cabellera rubia cayendo hasta su definida cintura, su cara era la de un conejo blanco con lineajes dorados, como una máscara que el hada era incapaz de retirar de su rostro. Su vestuario podía describirse solamente como único y lo que más llamaba la atención de sus extravagantes prendas era un enorme reloj posicionado sobre su abdomen que marcaba los segundos con un sonoro "Tic toc".
¡Qué apariencia tan extraña para una criatura que se suponía debía ser preciosa de pies a cabeza!
—¿Quién eres? —balbuceó Pinhood asombrado antes de mirar sus manos. Estaba..., vivo, podía flexionar sus dedos de madera, ambas piernas. ¡Incluso los brazos! Observó su alrededor intrigado por el nuevo mundo que ahora lo rodeaba.
—Yo soy Lapin Blanc Fairy. Soy el hada que te ha concedido el aliento de vida —explicó la chica cuando el muchacho de madera procedió a levantarse del piso.
Pinhood tambaleó un poco dado que su nueva forma todavía era extraña para él, pero logró mantenerse en sus dos pies. Era más firme de lo que esperaba. Había adquirido una forma y un tamaño más considerables de los que llegó a tener en antaño.
Trató de caminar, casi se fue contra el espejo del tocador. Lapin llegó a sujetarlo de la espalda, impidiendo que cayera de forma ensordecedora sobre el mueble.
—No hagas ruido, está dormida —amonestó al títere entre susurros mientras señalaba con un gesto de la cabeza la cama donde Snowzel reposaba.
Los azules ojos de Pinhood se abrieron con sorpresa. Reconocía de alguna manera su existencia previa y la de ella. Se volvió a enderezar para acercarse con precaución a las cortinas de seda rosa que caían hasta el piso, cubriendo totalmente el lecho de la princesa. El títere las hizo a un lado y la contempló. Incluso dormida, después de haber llorado amargamente, era increíblemente hermosa.
Su largo cabello estaba alborotado sobre las almohadas, las largas pestañas, que presumía como tupidos abanicos negros, caían en el nacimiento de sus sonrojadas mejillas y su boca..., esos diminutos labios se crispaban en una semisonrisa, que lograba hacerlo sonreír a él también. Llegaba a transmitirle un sentimiento de que siempre había ansiado el poder contemplarla. Aunque en realidad no tenía conciencia antes de esa noche.
Extendió una mano hacia ella, quería acariciar su rostro por un instante.
—Pinhood —lo llamó Lapin al observar su embelesamiento con la chica y sus intenciones.
Él la miró sobresaltado por la interrupción. Sus mejillas pasaron del color navajo hasta el castaño rojizo, como si lo hubiera atrapado haciendo algo ilícito. El títere volvió al lado del hada. Agradecía la vida que ahora poseía, pero las preguntas rondaban por su cabeza.
—Y-yo, no es que quiera ser ingrato con este regalo, pero..., ¿por qué me diste vida? —le cuestionó fijando nuevamente en ella sus orbes azules. Sus dedos jugueteaban con las tuercas de sus muñecas como gesto nervioso.
—Porque he visto el oráculo. —El hada hizo una pausa y se dedicó a explicar con mayor detalle—. Siempre he alimentado la creencia de que el destino es el camino que uno elige. Tú haces que exista, de ti depende el rumbo que tome. Quizá no lo sepas... —Sus labios se crisparon al notar la obviedad. Al ser técnicamente nuevo, el chico de madera no tenía noción de las cosas—. Bueno, lógicamente no lo sabes, pero el mundo está en desastre por un ser malvado: la Reina de las hadas... Por años me he esforzado en buscar formas de detenerla. Añoraba con derrocarla, que no siguiera torturando a las almas inocentes... De momento todo ha sido en vano.
El aire se llenó de pesimismo. Pinhood no podía saber la situación tan clara como ella la percibía, pero le pareció correcto guardar silencio hasta que el hada continuara. Lapin no tardó en seguir relatando con evidente pesadumbre:
—Ya no podía más. Creí que por fin lo había logrado, me había quitado lo último que poseía; la esperanza. Cuando hace unas semanas el oráculo se presentó en mis sueños. —Su rostro denotó más alegría que unos diálogos atrás—. Te vi, vi soluciones, valentía, propósitos. Así que te mandé a construir al carpintero de las hadas y te entregué a ella. —Señaló la cama dando a entender que hablaba de Snowzel—. Las piezas son difusas, pero es cuestión de continuar hasta que el camino que sea claro...
—Oh, es una conversación difícil de entender. Yo..., ¿el oráculo me señaló? —interrumpió el títere hablando lentamente para asegurarse de que había captado bien las palabras. Estaba bastante confundido. Y a todo esto, ¿qué era un oráculo? Parecía ser importante.
—No fue un señalamiento, digamos fue una pieza de rompecabezas. Cada uno de ustedes lo es. —De súbito Lapin empezó a mostrarse ansiosa, mirando vez tras vez el reloj de su abdomen y moviendo su cuerpo con incomodidad. Incluso, el azabache podía haber jurado que esos "Tic Tocs" del segundero tomaban potencia a cada instante que pasaba—. Ya es tarde, es muy tarde. Quisiera explicarte más, pero no puedo. Es muy tarde.
Sin importar que su creación aún seguía ignorante y lleno de preguntas, Lapin trotó hasta el balcón de la habitación para agitar sus metalizadas alas, las cuales al volar hacían girar todos los engranajes que complementaban esas delicadas membranas color rosa palo.
—El tiempo del hechizo se agota. Otro día hablaremos con más calma —le prometió antes de partir.
Pinhood más vigoroso y acostumbrado a sus miembros, corrió hasta el lugar solo para agitar la mano, en forma de despedida, siendo recibido plenamente por la brisa de la noche.
Aspiró el suave olor del bosque y contempló las estrellas con una sonrisa en el rostro de madera, sintiéndose inexplicablemente feliz. Todo que sus ojos encontraban era hermoso. Vivir parecía una increíble experiencia.
A primera hora de la mañana Snowzel se despertó. Sus ojos estaban hinchados de tanto lloriqueo y le costó abrirlos por las lagañas que se habían formado sobre sus párpados. Una punzada de culpa la recorrió apenas recordó la noche anterior y su mal comportamiento. Pero todo tenía solución, en esa cena se disculparía de corazón con sus papás, que le habían proveído de todo lo que poseía y la habían protegido dentro de sus medios que, aunque doloroso, admitía como necesario.
Después de estar sentada al borde de la cama, mirando unos minutos hacia el infinito, se levantó y pasó al tocador a lavarse, tomando un baño de burbujas e infusiones aromáticas con el fin de empezar el día de la manera más especial.
Una idea había asaltado su mente y necesitaba planearla lo mejor posible para no recibir una negativa nuevamente. Ahora apelaría por una mascota, no había razón para que le negaran eso. Casi sentía el impulso de darse una palmada en la frente por no haber tenido esa gran idea antes. Una mascota era el mejor amigo del humano y el elemento infaltable de cualquier princesa.
Al finalizar y envuelta en una esponjosa bata blanca, se sentó a su tocador. No acostumbraba a ponerse maquillaje dado que ahí arriba realmente no se preocupaba mucho por cómo lucía, pero se sentía con ganas de invertir en su apariencia. Tras minutos dedicados en aplicar brillo de labios, rimel e incluso un poco de sombra color rosa dando contraste a sus ojos, pasó a esmerarse en su atuendo. Había un vestido que nunca se había puesto, guardándolo únicamente para celebrar su cumpleaños, mas podía hacer una excepción.
Constaba de un top blanco que dejaba sus hombros al descubierto, una falda roja con bordados de oro y plata ampona, llegando a la mitad de sus muslos. Se puso los accesorios en forma de enredadera, unas medias de seda color melocotón y sus botas preferidas; de tacón alto, en un tono crema, con agujetas. Colocó la corona sobre su larga cabellera con distintos trenzados y bajó las escaleras danzando, sintiéndose de mejor humor que nunca.
Se había propuesto no continuar amargada por una situación que no tenía solución momentánea. Prefería volver a su estado positivo, tratando de ignorar sus deseos. Y parecía funcionarle.
—Buenos días, mundo —saludó con una cantarina voz, mientras abría la enorme ventana de la planta inferior con alegría para presenciar la mañana. Los primeros rayos del sol ya descendían a iluminar la vegetación del frondoso bosque encantado que la rodeaba.
La rubia contempló el lugar, fascinada. Aquello era su paisaje favorito, ver cómo el astro rey realzaba los vibrantes colores de las flores plantadas alrededor de su torre. Y como estas parecían cubiertas de diminutas joyas por las gotas de rocío en sus pétalos.
—Buenos días, princesa.
Snowzel se congeló en el acto. Nadie nunca le había devuelto el saludo y eso había provenido de sus espaldas. Se encontraba en la misma habitación. Era una voz masculina, desconocida para ella.
Se aferró a la cornisa, sus dedos empezaban a temblar del miedo al notar lo indefensa que se encontraba. Sus padres eran los únicos que la habían llegado a visitar hasta el momento.
Lo peor era que en la torre no había salida alguna, Snowzel estaba acorralada. Dio media vuelta para enfrentar al intruso, sin alejarse de la ventana. Le parecía preferible saltar en busca de una solución, a quedarse a merced de aquel tipo.
Era alto, casi alcanzando los dos metros de estatura, su cabellera negra desprendía atractivos destellos azulados, cayendo suavemente sobre su rostro, y sus ojos; eran para perderse, de un hechizante azul eléctrico que podía llegar a hipnotizar. Sus brazos, con ellos sus articulaciones, mostraban nudos de madera y fijaciones de clavos, pero su cara, de mandíbula cuadrada y barbilla afilada, estaba limpia, de un claro tono blanco navajo.
Por si fuera poco, el chico mostraba un físico atrayente con amplios hombros, cintura delgada y músculos marcados, como un leñador que trabaja duro.
Pero más que verse cautivada, la rubia se sentía apanicada, con el corazón queriendo salir de su pecho en un arranque de histeria.
—¡Aléjate! —le ordenó cuando él se trató de acercar a ella.
Como medida preventiva, se trepó a la ventana abierta, sujetándose del marco y subiendo sus pies a la cornisa, dispuesta a lanzarse en cuanto la situación lo meritara.
—Princesa Snowzel, baja de ahí. Te harás daño —dijo el inexperto muchacho, observando a la chica con preocupación.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres hacer conmigo? —le cuestionó la chica sin ninguna intención de descender.
—Yo soy Pinhood, ¿me recuerdas? El hada mágica con cara de conejo vino anoche y me dio vida para ayudar al oráculo a destruir el mal —respondió Pinhood y trató de acercarse para que lo comprobara por su cuenta.
—¡Estás loco! Aléjate —le volvió a gritar Snowzel al notar cómo se aproximaba. Observó por encima de su hombro derecho los quince metros de altura que mantenía su torre alejada del piso. Los arbustos habían sido bien recortados y adornados por los jardineros reales, pero no parecía que fueran un cómodo aterrizaje.
Entre más lo analizaba más se daba cuenta que no quería llegar al punto de tener que tirarse por la ventana. Sería una muerte segura. Pero como si una fuerza superior no permitiera la redención después de un impulso, uno de sus tacones resbaló del metal, haciéndola perder el equilibrio e irse hacia atrás por la inercia de la gravedad. Snowzel estiró el brazo intentando agarrarse de cualquier lugar para evitar la inminente caída.
Pinhood, haciendo acopio de sus grandes reflejos, se lanzó contra ella para tomarla de la mano y así prevenir una desgracia, pero no fue tan rápido. Lo único que se escuchó alrededor del frondoso bosque por encima del suave canto de los pájaros, fue el grito despavorido de la chica al desplomarse.
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