18- Amor De Hermanas
Matoaka sentía las gotas de sudor cubrir su cuerpo, las piernas le pedían tregua desde hacía unos cuantos kilómetros, pero la chica no había aminorado el paso ni por un momento. Seguía dándolo todo en esa carrera. Observó hacía adelante, Tigridia le llevaba bastante distancia y por más que lo intentara, Matoaka no podía alcanzarla.
Ambas hermanas corrían por el frondoso bosque que envolvía a su aldea. Cuando llegaron a un claro en las montañas donde por fin se detuvieron. Esa era la parte favorita de Matoaka, contemplar los primeros rayos de sol aterrizar sobre la tierra. Tomó un profundo suspiro y extendió los brazos, permitiendo que el sol y su fuerza la envolvieran, sintiéndose vigorizada por ello. Era como una recarga de energía.
—¿Cuántas veces te he dicho ya tortuga esta semana? —preguntó Tigridia, rompiendo la concentración de su hermana.
Matoaka abrió los ojos y le dirigió una mueca, arrugando su rostro para sacarle la lengua.
—Algún día te voy a superar y lo sabes. Seré la más rápida de la aldea.
Tigridia lanzó una carcajada y se tendió sobre la hierba, extendiendo sus largas piernas morenas.
—Pues, no vas en buen camino de lograrlo —dijo entre risas.
Matoaka se dejó caer a su lado y observó los kilómetros de naturaleza que se extendían hasta llegar al reino de las estaciones. Casi podía verse, ante el ojo más atento, las divisiones que tenía cada territorio.
—Oh, no —murmuró Tigridia rompiendo la concentración de Matoaka. Miraba hacia el plano que componia su aldea, tan pequeña en comparación de los reinos que la rodeaban.
Matoaka siguió sus ojos hasta toparse con lo que había causado disgusto en su hermana. Las ostentosas carrozas eran inconfundibles, provenían del reino de las hadas. La chica se puso de pie en un salto apenas las distinguió, intentando que su aguda vista le permitiera presenciar la escena. Pero estaba demasiado lejos.
—Vienen por las cosechas de bayas —informó Tigridia levantándose también del suelo.
—Esta no es la cantidad de bayas que acordamos —mencionó Fierce cuando sus hombres entregaron los cargamentos de bayas de Turolin.
El jefe de la tribu dio un paso adelante, para quedar frente al amante de la reina de las hadas. Tomó la palabra por todos los habitantes de su tribu:
—Disculpe, rey Fierce. Las cosechas no nos dieron para más. No deseamos quedarle mal a la reina, pero...
—Tenemos un pueblo también que cuidar, no estamos al servicio solo de su majestad —interrumpió Matoaka interponiéndose entre su padre y el lobo.
El chico pareció sorprenderse de la valentía de la joven y se cruzó de brazos. Recibir una negativa, era darle una negativa a Fairy, algo que nadie quería hacer porque ella simplemente no aceptaba un No por respuesta.
—Me parece, Matoaka, que no estás comprendiendo lo grave de la situación...
—Tú eres quien no está comprendiendo la situación, perro faldero —volvió a interceptar la chica, apretando los dientes—. Nuestro pueblo siempre está y siempre estará por delante. No vamos a privar de su trabajo a nuestra gente por complacer a Fairy.
Las facciones de Matoaka comenzaban a cambiar a oso, en aspecto amenazante. Trató de contraerlas, pero sus colmillos ya asomaban por sus labios. Si no se detenía iba a perder el control. Fierce abrió sus fauces, mostrando sus colmillos en respuesta, aceptando el desafío que le estaba lanzando Matoaka. Entre tótems, que uno se transformara delante de otro en animal durante una discusión, era una invitación a un sangriento duelo, protagonizado por sus espíritus animales.
El padre de Matoaka tomó a su hija y la hizo retroceder detrás de él, para quedar cara a cara con Fierce. El lobo recuperó sus facciones humanas y levantó una ceja.
—Dime que no tengo que empezar a preocuparme por tu hija. Tenemos un trato, jefe Powhatan, y tú sabes lo que significaría romperlo. —Por unos segundos Fierce mostró verdadero pesar ante sus compañeros tótems—. Ninguno de los dos quiere provocar a Fairy.
—Fierce..., de tótem a tótem, te lo pido, dame más tiempo. Sé que estas bayas son muy importantes para la fabricación de medicamentos en el Reino de las hadas, pero ha sido una temporada fatal por las heladas.
Matoaka se puso atenta. ¿Había dicho las heladas? Estaban en medio de la primavera, una época que venía increíble para los cultivos. No tenía porqué haber heladas. A menos que... Miró en dirección al pueblo de Frostice. Nuevamente lo habían hecho.
Frost Golden recogió uno de sus largos mechones de pelo y empezó a enroscarlo al lado de su cabeza para sujetarlo. Cristal, su dama de compañía y por la que tanto había luchado Frost en un pasado por recuperar, la observaba desde un rincón.
La muchacha parecía ansiosa por acercarse a ayudar a su princesa, pero Golden no lo permitía. Le gustaba tomarse el tiempo por las mañanas para hacer sus propias labores, rompiendo con el protocolo. Sin embargo, Frost seguía con esa mala costumbre de no hacer caso a nada ni a nadie y, dado que era la princesa, no había muchos que le llevaran la contraria.
—¿Qué opinas? —preguntó orgullosa mientras se giraba a Cristal. Su largo pelo yacía amontonado en dos grandes moños a cada lado de su cabeza. Los tentó cuidadosamente, complacida con su trabajo—. Son lindos..., ¿verdad? Como orejitas de oso.
—Por supuesto, su alteza. Va siendo hora que bajemos a almorzar, ¿no le parece?
—¿Snowy ya está en la mesa? —preguntó la muchacha. Esa era su única condición, Snowy debía comer con ellos.
—Su madre, la reina, rechazó su propuesta de comer con Snowy. Dice que no la quiere cerca. Ella ya comerá en su habitación.
Frost sintió como sus labios empezaban a temblar por el coraje. Hablaban de su hermanita como su fuese una mascota, todos parecían olvidarse de que también era de la realeza.
—Trae la comida a su habitación. Yo voy a almorzar con ella —sentenció Frost levantándose. Tomó un profundo suspiro y salió por la puerta, atravesando el pasillo para llegar al cuarto de su hermana.
—Pobre princesa, tan desdichada... Es horrible presenciar eso, preferible para ella haber muerto en el parto —murmuraron un par de criadas que salieron de la habitación de la niña. Las dos quedaron congeladas en sus lugares al presenciar a Frost delante de ellas.
Las miraba con furia y el frío ya empezaba a arreciar, controlado por las emociones de Frost Golden.
—No hablen de mi hermana así. Es un milagro que esté viva y van a respetarla porque es su princesa.
Ambas criadas asintieron mientras bajaban la mirada, asustadas. Se escabulleron dando una reverencia a Frost y se fueron de ahí, tan rápido como se lo permitieron sus pies. Frost lanzó un suspiro y se dirigió a la puerta de la niña, aparentando una sonrisa.
—Hola, princesa hermosa, ¿cómo amaneciste? —preguntó a la pequeña mientras pasaba al cuarto.
Una oleada de calor la azotó apenas entró y Frost tuvo que detenerse en la pared por la baja de energías que experimentó. El calor siempre había sido el enemigo natural del frío y Frost Golden no era la excepción a esa regla.
El cuarto de la niña era la única habitación que tenía fuego y un recubrimiento especial para que el hielo no pasara, en todo el castillo. Lo que provocaba que se tratara de un sauna que encerraba todo el calor.
La pequeña Snowy se asomó entre las gruesas mantas que la cubrían. Sus dientes titiritaban del frío, no importaba el calor que hiciera en el cuarto, Snowy siempre temblaba y se estremecía. Frost jamás había contemplado eso. El hombre de hielo era inmune a sus propios poderes, pero ella había salido con un poder tan bajo que hasta el frío perpetuo en su cuerpo le afectaba.
La niña era frágil, enfermiza. Si Frost Golden había llegado a traer esperanza a la gente de hielo, Snowy se las había arrebatado y estrellado contra el piso para deshacerse de ella y mostrarles la cruda realidad: Sus poderes se volvían cada vez más escasos. Sus generaciones eran cada vez más débiles.
—Frost —clamó la niña extendiendo los brazos hacia su hermana mayor.
Frost ignoró el dolor que le provocaba el calor a su cuerpo y fue hacia su hermana, dándole un fuerte abrazo.
—Estás muy fría —informó la niña albina aumentando en sus temblores.
—Sí, lo sé, tapáte —ordenó Frost Golden volviendo a subir hasta el cuello las cobijas de su hermana. Más de una neumonia que había padecido Snowy en un pasado había sido culpa de tener un contacto continúo con Frost Golden.
—Frost... ¿Podrías acostarte conmigo para que me acurruque? —pidió la niña con dulzura. Su hermana era la única que le hacía cariños y le daba afecto. Aunque le diera frío su presencia, también la llenaba de calor maternal.
Frost tomó su gorro y cubrió con él su cabeza antes de hacer lo que le estaba pidiendo. Se acomodó por encima de las cobijas y se recargó entre el montón de almohadas. Snowy enseguida se escabulló para acostarse en posición fetal en pecho de su hermana. Sus dientes castañearon con más fuerza por el frío que la envolvió, pero la pequeña no se apartó.
Frost observó a Snowy, con pesar mientras revolvía sus pálidos cabellos que habían quedado fuera del gorro. Ella a su edad era muy inquieta, nadie podía detenerla. Snowy, en comparación, nunca podía salir de cama y jugar como los otros niños. Sus huesos eran tan frágiles que con poco podían romperse.
Que Snowy siguiera viva era un auténtico milagro. Nacida prematuramente, la pequeña siempre vivió al borde de la muerte y todo empeoró cuando su madre la abandonó al cuidado de la sirvientas. Decía que le daba asco presenciar una criatura tan débil y enfermiza, y era en parte una razón por la que no permitía que saliera de su habitación. No quería que nadie viera que había dado a luz a alguien así de endeble. Ante todo, el reino Frostice debía aparentar ser fuerte.
A Frost se le llenaron sus ojos de lágrimas. Odiaba tenerle lástima a esa pequeña entre sus brazos, Snowy merecía más que solo despertar pesar en los demás, pero no podía evitarlo. De pronto, la puerta se abrió y entró Cristal cargada con una bandeja de comida.
—Te traje el almuerzo, cariño... ¿Ya comiste? —preguntó Frost a Snowy, poniéndose de pie. Nuevamente una baja de energías la envolvió y tuvo que sujetarse en la mesita de noche para evitar caer.
Eso era lo malo de tener tanto poder, su debilidad le afectaba más. Todos podían entrar ahí sin ningún problema, pero no Frost, que necesitaba de continúo clima favorable para mantenerse estable.
Cristal colocó en la cama la comida y Frost se acomodó al otro lado de la bandeja para comer junto con su hermana. Aunque la comida caliente, como se la daban a Snowy, no era precisamente su favorita. Tomó un poco de mermelada de baya de tulorin y lo puso en un pan antes de extenderlo a Snowy.
Era con lo primero que empezaba el día, las bayas de tulorin era lo que habían permitido a Snowy conseguir un poco de fuerzas. Tenían tantas propiedades medicinales que casi eran bayas mágicas.
—Bien, muy bien —balbuceaba Matoaka, caminando de un lado a otro. Estaba oscureciendo y se hallaba en uno de los límites entre el bosque y el reino de hielo.
Desde que eran niñas, Frost y Matoaka habían quedado de encontrarse ahí. Y todas las noches, sin excepciones, se veían cuando los últimos rayos del sol desaparecían. Era como su momento especial.
—Oye, Frost, ¿te acuerdas cuando hace siete años tu pueblo intentó exterminar al mío? ¿Sí? Bueno, no es por asustarte, pero creo que lo están volviendo a intentar, ahora provocando a la reina Fairy... Ah, por cierto, te traje una orquídea. Sé que te gustan y en tu reino no pueden florecer, así que... Pensé en darte una. —Aunque fuera solo un ensayo el rostro de Matoaka se sonrojó al pensar en su amiga.
Trató de apartar eso de su mente. Desde hacía un tiempo esas cuestiones se paseaban por su cabeza. ¿Cómo había dejado de ser solo su buena amiga a convertirse en..., su interés? ¿Era siquiera eso posible? ¿Cuándo se había escuchado hablar que una mujer estaba con otra mujer?
—¿De verdad? Gracias —dijo una voz detrás de ella, causándole un buen susto.
—¡Frost Golden! Por Dios, ¿buscas causarme un paro cardíaco? —gimoteó Matoaka dándole la cara mientras se llevaba una mano al corazón.
Frost caminó hacia ella y tomó la flor que sostenía. La llevó hasta su nariz para aspirar su aroma y luego levantó los ojos hacia Matoaka, dirigiéndole una leve sonrisa. La osa sintió que el rubor se extendía hasta sus orejas. Aún recordaba como en una noche lluviosa, mientras ambas se escondían de las gotas, se dio cuenta de que Frost le despertaba más que solo admiración. Estuvieron tan juntas y tuvo tantas ganas de besarla, que se percató... No era normal tener ese tipo de fantasías.
—Perdón, es que... Tú sabes que amo las orquídeas —dijo por fin colocando en la canasta que sujetaba la flor.
Dio un par de pasos y se dejó caer en el césped. Matoaka imitó sus movimientos, cayendo a su lado. Buscó entre las cosas que llevaba y sacó un frasco de mermelada de Tulorin, que ella misma había fabricado con sus propias manos.
—Ten, para Snowy. Tuve algunos contratiempos con las bayas, pero no puedo quedarte mal.
Frost la tomó con una sonrisa y sacó de su propia canasta un envase que le extendió a Matoaka.
—Yo te traje como pago helado de leche. Es un postre muy popular en mi reino, te encantará. Le ponen una cubierta de chocolate y es nieve de sabor. —Lo abrió y sacó una cuchara—. Eso sí, me temo que solo encontré un cubierto para poder comerlo... Espero que no te importe compartir.
La última frase salió acompañada de un rubor de parte de Frost, la cual agradeció la poca luz del lugar. Con un poco de suerte Matoaka no la vería sonrojarse por esa tontería que le causaba el compartir una cuchara con ella. Matoaka tomó el cubierto, lo clavó en la suave nieve y se llevó a la boca una probada de aquel delicioso postre.
—Está riquísimo —murmuró, volviendo a repetir su acción.
Frost la contempló con una sonrisa entre los labios. No conocía a nadie más comelona que Matoaka y siempre le asombraba verla degustar platillos. Cuando de pronto la castaña se enderezó y le pasó la cuchara junto con el pote de helado.
—Perdón, agarra un poco o me lo terminaré acabando —dijo con la boca manchada de leche.
Frost rio antes de acercarse a ella y lentamente retirar de sus mejillas el helado que las manchaba. Sus rostros apenas estaban separados por centímetros y la nariz de Matoaka podía percibir ese suave olor a vainilla y menta que había caracterizado a Frost desde niña. La rubia la observaba, tratando de deducir lo que aquel contacto despertaba en ella y si le molestaba. Acarició su piel con suavidad antes de finalmente regresar al lugar donde estaba.
Ninguna de las dos dijo nada. Estaban procesando la escena que acababan de vivir. ¿Qué habría pensado cualquiera? Eso era de amigas, ¿no? Matoaka la miró como si fuera la primera vez que lo hacía. ¿Y si..., por azares del destino ambas compartían el mismo sentimiento? ¿Eso era posible?
La chica castaña se puso de pie y se alejó un poco de donde se habían acostado. ¿Tenía que arriesgarse a decirle algo? ¿Cuáles eran las palabras correctas?
—Matoaka, tengo algo... muy importante que decirte —dijo la rubia mientras se levantaba con un sobre entre las manos—. Cada año los nobles de las estaciones se unen en un baile especial. Y..., es el primer año en el que la organización corre por mi cuenta. Es una especie de ritual importante y yo..., quiero, necesito que tú estés a mi lado, como mi compañera.
Matoaka sintió que el color volvía a subir por sus mejillas. Conocía la importancia de ese baile. Durante siete años había vivido al lado de Frost su celebración, aunque era la primera vez que la invitaban. Tomó el sobre entre sus manos. Esa caligrafía era bellísima, Frost había escrito esa invitación personalmente.
—Estaré gustosa de ir... Nada me hará más feliz que estar a tu lado —admitió Matoaka con la sonrisa más sincera que pudo ofrecerle. Estaba halagada ante su gesto.
—Gracias... En tu honor, decidí hacerlo bajo temática... Serán animales. Todos tienen que llevar máscaras. Me esforzaré porque te sientas bien recibida y te vean como uno más de nosotros.
La castaña la observó, conmovida. Solo Frost la cuidaba de esa forma y le importaba que se sintiera bien con los suyos. ¿Cómo no enamorarse de una chica tan linda y considerada? A ella jamás le había importado su especie y no tenía la mente contaminada con esos pensamientos venenosos que compartía su gente. Las palabras de amor picaban en los labios de Matoaka. Tenía que confesárselo.
—Frost... —Su miedo la hizo detenerse. Si dejaba al descubierto su enamoramiento y Frost no correspondía a lo que sentía, esos encuentros serían cosa del pasado. Su amistad no podía sobrevivir por mucho más—. Volvieron a congelar más de la mitad de las cosechas de bayas.
Frost abrió los ojos y un sabor amargo burbujeó su interior hasta llegar a plantarse en su lengua, extendiéndose a su boca. Miró las cosechas que alcanzaban a verse desde las alturas. Lo habían vuelto a hacer, eran sabotajes que hacía su gente por querer perjudicar a los Grizzly mediante la reina Fairy.
Se llevó una mano a la frente al pensar en ella. Era la tercera vez que los osos no cumplían con sus cosechas y Fairy no era precisamente alguien paciente.
Bien, quien siga mis obras sabrá que a mí no me causa especial emoción dejar estas conocidas notas de autor. Principalmente porque siento que interrumpen y rompen el flujo de mi historia.
En fin, lo que vengo a explicar en esta en particular es que estos capítulos que verán a continuación y los que publique con anterioridad son un resumen pequeño del Spin-off de Matoaka y Frost Golden, por lo cual los sucesos están muy amontonados y escritos de forma superficial, ya que es una historia dentro de otra historia. ¿Es importante que lo cuente? Sí, por eso no lo puedo sacar. Porque explica el porqué de Matoaka y Frost Golden además de que en esta primera parte hay una aparición especial de Fairy, para conocer más al personaje también (y les puedo asegurar que en lo personal estoy muy emocionada por empezar a mostrarla como la villana que es, ya que su primera aparición no tiene el mínimo impacto que tendrá en este fragmento de historia).
Cuando salga el Spin-off léanlo. Desde ya les voy asegurando de que verán todo más completo, tendrán muchas respuestas a cosas que no voy a contestar aquí porque no son relevantes en esta parte de la historia. Pero yo les doy la garantía de que es muy crudo, oscuro y fuerte.
Así que nos vemos en el próximo capítulo.
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