17- Imperio Inconmovible


—¡Qué irresponsabilidad la tuya! Debería despedirlos como familia —reñía la reina del invierno a Crystal y a su madre, mientras se desplazaba de un lado a otro en pasos llenos de ansiedad—. ¡O mejor aún! Debería arrojarlos a las mazmorras o desterrarlos del reino por este error. 

Su gélido rostro estaba tenso de tantas lágrimas de preocupación que la reina había soltado por su hija mayor, que se había dado por desaparecida unas cuantas horas atrás. Todo el reino había entrado en pánico apenas se había anunciado que Frost Golden no estaba por ningún lado. Muchos campesinos habían corrido la voz de que seguramente los osos habían terminado con ella como venganza.

—¿Dejar a la princesa sola, sin vigilancia por irte a probar un vestido, en qué cabeza cabe? —prosiguió la reina—. ¿Y así esperas ser la dama de compañía de Frost? Eres una negligente. Da gracias por seguir con vida, porque de haberle pasado algo a la princesa lo ibas a pagar con tu sangre.

La regordeta muchacha, que yacía a los pies de la monarca, encorvada y temblando, soltó el llanto, cubriendo su rostro con ambas manos.

—Perdone, Majestad, no sé en qué estaba pensando...

—¡Mamá! —gritó Frost Golden entrando a la sala de tronos corriendo. Llegó hasta la reina y tiró de su manga acampanada, con desesperación—. Mi amiga, mamá, se la llevaron a los calabozos.

—Frost Golden, ¿cuántas veces te he dicho que no interrumpas cuando estoy ocupada? —reprochó la monarca, soltándose del agarre y mirando enfadada a su hija. Detestaba que fuera tan escurridiza, la niña siempre lograba meterse en cualquier habitación casi sin impedimento.

Frost empezó a gritar exasperada mientras daba manotazos al brazo de su madre.

—Mamá, mamá, mamá, diles que suelten a Pocahontas. Mamá, mamá, mamá, diles, a mí no me hacen caso —pedía la niña con cada vez más ímpetu.

Del suelo comenzaban a emerger filos de hielo que se desperdigaban por la habitación, un aire helado perpetraba alrededor de la niña y con él una fuerte ventisca. La reina sujetó la capa que cubría sus hombros antes de que saliera volando. Los ojos de Frost perdían color mientras sus poderes adquirían mayor violencia, reaccionando a su emociones negativas.

—Frost, detente —ordenó su madre, sujetando los hombros de su hija cuando los muebles se levantaron del suelo, gracias a la fuerza del ventarrón que los azotaba.

La princesita, de forma inconsciente, fue cesando el estruendo que envolvía la habitación, pero aún así miraba con dureza a su madre conforme el color le iba siendo devuelto a sus pupilas.

—Una princesa no usa de esa forma sus poderes y no pega —le recordó la reina una vez que Frost recuperó el control. Su madre se irguió y volvió a mirarla con rigidez.

—¡No me importa! —chilló a todo pulmón, provocando una jaqueca a su madre—. Mamá, hazme caso.

Frost resultaba un verdadero dolor de cabeza para todo el que quería enseñarle de modales. Era una infante necia, que no temía a las reprendas que se pudiera ganar por su comportamiento y era algo con lo que sus padres, así como sus profesores, batallaban.

La reina dio un largo suspiro, dándose por vencida. Hizo una seña a la servidumbre que tenía a sus pies para que la dejaran sola con su hija y apenas quedaron las dos en la habitación se dejó caer en el trono.

—¿Qué necesitas, Frost? —Bien sabía la reina que a su hija no había que consentirla demasiado, o terminaría haciendo lo que le diera la gana, pero en esos momentos la monarca no estaba de ánimos para otro berrinche.

—Que liberen a Pocahontas. Es mi amiga y se la llevaron al calabozo —explicó la niña con un tono de profunda indignación.

La reina del invierno soltó una pequeña risa, cubriendo sus labios con una mano. Como le habían enseñado que reía una dama.

—Amor, no estarás hablando de la cría de Grizzly, ¿verdad?

—Se llama Matoaka —repuso Frost sintiendo las que las mejillas se le pigmentaban de un tono durazno gracias a la ira. Por sus colores ella tampoco adquiría la típica tonalidad azulada al ruborizarse.

La monarca se enderezó en su trono y miró fijarmente a su hija, estrechando sus pálidos ojos azules.

—Esa cosa no es tu amiga, Frost Golden —explicó lentamente la reina—. Es un animal y merece estar donde está ahora. No la vamos a soltar.

Los ojos de Frost se llenaron de lágrimas al escuchar la negativa de su madre y salió corriendo de la habitación, para buscar a su padre. Uno de los dos tenía que ceder. La niña no se detuvo hasta llegar a la sala de conferencias del rey, donde todo el consejo discutía lo qué harían con Matoaka.

—Al alba hay que ejecutarla, por todos nuestros hombres que han caído en sus garras —sugirió el canciller y todos a su alrededor parecieron concordar.

—¡Por favor, canciller! Es solo una niña, no tiene más edad que mi hija y no la considero amenaza...

—¡Claro que lo es! Podría haberle estado tendiendo una trampa a nuestra princesa, de no ser por nosotros sigue viva. Las encontramos solas en el bosque. Atacar y masacrar está en su ADN, no vamos a esperar a que esas bestias se hagan mayores para que nos destrocen.

El rey bajó la mirada. Todo su consejo estaba apoyando semejante barbarie, pero a él no le parecía. De estar la situación invertida habría deseado que el jefe de esa tribu entrara en razón y no le hiciera daño a su pequeña. Él tenía que hacer lo mismo, pero por otro lado temía a las miradas de desaprobación. Que a sus espaldas se juzgara mal su reinado por no hacer caso a sus consejeros y su gente. Todos querían esa masacre, y tal vez era su deber como rey cumplirla, aunque eso significara una guerra inminente contra los osos. Por otro lado, eso era lo que ansiaban la gente Frostice, una guerra para terminar de acabarlos por completo y tomar su territorio. Compartir no era una opción.

—Papá. —La infantil voz de su rayo de sol, como él solía llamar a Frost, lo sacó de sus pensamientos.

Se agachó y permitió que su hija corriera a sus brazos, rompiendo un poco su regio protocolo. Había temido mucho por ella y se alegraba de verla con bien.

—Frost, no vuelvas a darnos estos sustos —suplicó el padre cuando se separaron.

—Papá, tienes que ayudar a mi amiga Matoaka. Está en los calabozos —pidió la niña con urgencia, tirando del brazo de su padre.

El rey observó su alrededor. Sus consejeros compartían miradas de desaprobación y un par se dedicaban a murmurar escandalizados de que la princesa se hubiera dirigido a la criatura como su amiga.

—Le han lavado el cerebro a la princesa —dijo una voz apenas audible.

—Hay que enseñarle que esa cosa no es su amiga —contestó otra en respuesta.

El rey del invierno se levantó, haciendo silencio al unísono. Observó levemente a la gente a sus espaldas y luego a su hija.

—Frost, luego hablamos, ¿de acuerdo? —pidió el rey—. Que alguien te lleve a tus aposentos a descansar. Ha sido para ti un día muy largo.

Una sirvienta llegó y tomó a la niña del brazo para sacarla de la sala de juntas del rey. Frost frunció el entrecejo mientras miraba a esa desconocida que aún le asía la mano.

—¿Dónde está Cristal? —preguntó la princesa de mal modo, dando un tirón para soltarse.

—Ahora yo soy su nueva niñera, su alteza. Mi nombre es Nevada y apreciaré que me llame de esta forma.

—¿Cuándo volverá Cristal? Tú no me gustas, Nevada —le respondió de mal modo Frost acercando su rostro al brazo de la mujer. En un momento dado estaba dispuesta a tirarle una mordida solo para desquitar un poco su coraje.

—Cristal ya no se hará cargo de usted, seré yo.

—Pero yo no te quiero a ti, ¿no entiendes? —preguntó en un grito Frost dando pisotones contra el suelo—. Quiero a Cristal y quiero que saquen a Matoaka del pozo. ¿No entiendes?

El rostro de Nevada permaneció inamovible a la petición de Frost y se dedicaba únicamente a llevarla por los inmensos corredores, esculpidos con hielo. Frost sintió sus ojos llenarse de lágrimas, ¿por qué nadie le hacía caso? ¿Por qué todos eran tan indiferentes a su petición? Solo quería recuperar a sus amigas.

Sin pensarlo más, se lanzó corriendo hacia el lado contrario a donde estaban. Debía llegar a los calabozos, ella iba a sacar a Matoaka si nadie más la quería ayudar. Nevada se sorprendió por el inminente arranque y se disponía a seguir a Frost cuando una pared de hielo emergió delante de ella. De forma inconsciente Frost Golden había impedido que fueran a detenerla. El hielo salía y se extendía de sus botas conforme daba cada paso, creando estalactitas y estalagmitas que se apresuraban a cubrir los pasillos. La servidumbre tardaría mucho en limpiar semejante demostración de poder.

—Quiero entrar —dijo la rubia cuando bajó hasta la cámara subterránea donde estaban las habitaciones del calabozo—. Quiero ver a Matoaka.

Los guardias que custodiaban dieron un vistazo entre ellos y luego a la niña. Ambos estaban seguros de que ni el rey ni la reina iban a permitir tal acción.

—Lo siento, su alteza. No podemos sin la autorización de sus padres.

Frost sintió sus ojos llenarse de lágrimas, su alrededor se llenaba de una violenta ventisca y se congelaba impulsado por sus emociones, llegando a escalar por las piernas de los dos centinelas que tenía enfrente. Ambos se miraron sorprendidos conforme el hielo se iba extendiendo, dejándolos firmes en su lugar.

—Yo soy una princesa, y las princesas también ordenamos y me tienen que hacer caso. Soy una princesa, quiero ver a Matoaka —gimoteó la niña llorando del coraje que la invadía al ver cómo nadie le hacía verdadero caso.

Los guardias, temiendo quedar congelados ante los poderes incontrolables de la princesa, abrieron la puerta que conducía a las celdas.

—Que sea nuestro secreto, alteza —pidió uno de ellos cuando el hielo empezó a cubrir su cuello, llegando peligrosamente a su rostro.

Frost se tranquilizó y miró hacia el corredor de la cámara a la que acababan de darle paso. Sonrió ampliamente, corriendo dentro para buscar a su nueva amiga.

«Mamá, mamá, por favor, soy yo, Matoaka... Mamá, me muero de frío... Mamá, ven por mí, por favor...», pedía Matoaka mentalmente mientras tiritaba del frío. Estaba segura de que podía establecer una conexión mental, solo tenía que pensarlo más, con más fuerza para que su familia pudiera recibir sus mensajes. Se encontraba sola, desesperada, sintiendo como cada parte de su cuerpo se congelaba por la baja temperatura. Sus escasas prendas de manta no le daban el calor suficiente para soportar ese clima y por su corta edad le era imposible llamar a su animal espiritual para convertirse en oso y cubrirse.

«Papá, papá, ¿me escuchas? Estoy con la gente de hielo... Ayuda... Tigridia, por favor..., vengan por mí», volvió a pedir con más fuerza, apretando los párpados y la mandíbula hasta que le causó dolor.

Levantó la mirada a la única ventana que había en la celda. No alcanzaba a ver las estrellas, el cielo estaba iluminado por luces de colores, predominando el verde, que se fusionaba con el rosa y el morado. Parecía un arcoiris acariciando el firmamento nocturno.

De estar en su casa, abrigada y con el estómago lleno habría sido un gran espectáculo, pero de momento la niña solo quería echarse a llorar por el miedo que la embargaba.

—Matoaka —llamó una voz conocida, sacándola de sus pensamientos.

El osito se arrastró hasta los barrotes y trató de asomarse por ellos, para ver a quien la buscaba con insistencia. Sus rizos de oro no tardaron en hacer su aparición y apenas vio a su amiga se acercó corriendo a ella.

—Matoaka, te prometo que te voy a sacar —aseguró Frost tomando entre sus manos las manos de Matoaka. Ambas estaban frías, pero Frost Golden reconocía que no era normal en el osito. De inmediato se puso a friccionarlas, esperando calentarla aunque sea un poquito.

—¿Qué me van a hacer? —preguntó la niña entre sollozos.

—¡Nada! —contestó enérgicamente Frost, haciendo que Matoaka se sobresaltara por su reacción—. No te harán nada, te lo prometo. Te sacaré de aquí apenas encuentre cómo.

Se levantó y trató de forzar un par de veces la cerradura, pero no iba a ceder ante sus pequeñas manos. Necesitaba encontrar una llave para liberar a su amiga.

—¡Frost Golden! —El llamado de la reina del invierno atrajo la atención de ambas niñas.

Los vellos de Frost se erizaron. Ya se iba a ganar una reprimenda más y, todavía más importante, su madre la iba a obligar a volver a su habitación. Se giró a Matoaka y se sacó el abrigo que portaba sobre su vestido.

—Ten, cúbrete —pidió con dulzura mientras le daba la prenda al osito pasándola entre los barrotes que las separaban—. Te prometo que no permitiré que te hagan nada.

La rubia se sentó sobre los helados suelos y desabrochó sus botas, dejando sus blancos pies al aire. Aunque el frío les era indiferente a los habitantes Frostice sus prendas solían ser afelpadas y gruesas, como típico invierno. Eso distinguía a las estaciones y sus reinos, parte de su vestimenta era que se adaptaban a sus climas, apesar de que sus pobladores no lo necesitaran.

Matoaka se apresuró a cubrirse y miró con total gratitud a Frost. Apesar de la alarmante situación, que alguien le mostrara bondad le llenaba el corazón de calidez.

De pronto, la reina de las nieves tomó con más agresividad a Frost, dirigiéndole una mirada de profunda molestia. La niña estaba sobrepasando sus límites de su paciencia y se lo hizo saber mientras se dedicaba a arrastrarla por los pasillos, directo hacia su habitación. La dejó dentro antes de encerrarla de un portazo. En cuanto estuvo libre, Frost lanzó un grito y se dedicó a llorar a todo pulmón, tendida en el suelo.

—Álgida, tranquila —pidió el rey a su esposa cuando la observó, tratando de controlar sus impulsos, que la dominaban por la ira—. Es solo una niña.

—Es una mula terca. Nunca hace caso. Le dio sus prendas a esa... Esa cosa... —Meneó la cabeza con más fuerza, indignada por la actitud de su hija—. Ella no es Frostice. No entiende que nuestro linaje es superior, pero tal vez mañana cambie eso. ¿Preparaste la ejecución?

—... Sí —afirmó el rey con pesar, aunque no estuviera de acuerdo siempre era mejor que llevarles la contraria.

—Excelente. Por fin una buena noticia, nos desharemos de una vez por todas de esos... tótems.

El rey suspiró. Cualquier rastro de humanidad solía abandonar al golem que tenía por esposa, una vez que sentía una ofensa hacia su pueblo. La habían creado con el mismo pensamiento superior que dominaba el reino.

La noche se deslizó como agua entre los dedos, apenas sintiéndose para la pequeña Frost. Ni siquiera supo cuándo cayó dormida sobre los gélidos pisos de su habitación.

Se irguió y observó a Nevada, que acaba de entrar con su inmutable semblante. Frost apretó los dientes con coraje, la garganta le dolía de tanto que había gritado la noche anterior y no había dado ningún resultado.

La dama de compañía se acercó a ella, la recogió del suelo y, contra su resistencia, se dispuso a llevarla al baño para limpiarla. El aguanieve que llenaba la bañera recibió el cuerpo de Frost Golden, quien no se inmutó por agua que a cualquiera le habría causado hipotermia. Eso, para ella, era como los conocidos y relajantes baños de burbujas.

Y mientras en los calabozos, Matoaka levantaba la mirada hacia la ventana. La niña no había dormido esperando la llegada de sus padres. Mordió su labio inferior, tratando de detener sus inminentes lágrimas, que ya se esforzaban por deslizarse fuera de sus ojos. ¿Se habían olvidado de ella? ¿Volvería a verlos alguna vez? La noche se había vuelto eterna, pero ver los rayos de sol le devolvían un poco la esperanza. Tenían que llegar a rescatarla. No la iban a dejar sola, eso no hacían los Grizzly.

Un par de guardias llegaron al acceso de su celda y la observaron con total desprecio. Abrieron la puerta, sin dar más explicaciones, la tomaron del brazo, la despojaron de las prendas que le había regalado Frost Golden y la esposaron como habrían hecho con cualquier criminal antes de sacarla casi a rastras de la habitación.

El osito los contempló con una mirada que se fusionaba entre la confusión y la tristeza. ¿Qué irían a hacerle?

—Frost, camina —pidió la reina una vez que la princesa estuvo vestida con sus mejores galas.

La rubia lo hacía con pasos obligados. Los tres subieron a una carroza real que los esperaba para llevarlos a la plaza pública, donde sería la ejecución para deleite del pueblo.

—¿Cuándo van a liberar a Matoaka? —preguntó Frost sin olvidarse por un segundo a su amiga tótem.

—Ya verás.

La multitud se había congregado alrededor de una plataforma improvisada hecha de hielo en la plaza principal del reino. Niños y grandes esperaban, como si fuese un importante espectáculo.

Los reyes pasaron a un palco especial al que solo ellos y su guardia podían tener acceso. Frost caminó hacia el balcón y asomó su cabeza, contemplando la majestuosidad de su reino. Se respiraba un ambiente más festivo, pero a su vez se mezclaba con la tensión emergente.

Matoaka era transportada en una jaula por los callejones nevados. La gente que se congregaba por ambos lados, esperando su pase, lanzaba improperios y una que otra cosa que encontraran a la mano. Ya fuera piedras, hielo o inclusive bolas de nieve. El osito retrocedió asustado ante los golpes que magullaban su piel y se acomodó en una esquina de la jaula, anhelando sentirse más a salvo. Tenía mucho miedo. ¿Dónde estarían sus padres?

Frost Golden contempló los arqueros que se extendían por todo el muro que rodeaba el pueblo, parecían estar atentos y en posición, listos para atacar. Un escalofrío se extendió por sus miembros, algo le decía que eso estaba mal. Toda la situación estaba mal.

Volvió su mirada ámbar a la estructura de hielo. Habían arribado unos caballos, que transportaban una jaula, de la cual salió Matoaka. Amarrada de pies y manos, fue escoltada hacia la parte superior de la plataforma.

—¡Matoaka! —gritó Frost, pero su grito fue ahogado por las exclamaciones que daban los espectadores.

La rubia se giró a sus progenitores, que observaban la escena. Su madre con satisfacción, su padre con remordimiento.

—Mamá, ¿qué piensan hacerle a Matoaka? —cuestionó la niña inocente ante la próxima muerte de la que consideraba su amiga.

—Siéntate y observa, Frost. Este es el legado que tú debes conservar y criaturas como estas siempre se interpondrán en tu camino... Hay que deshacerse de ellas —explicó la reina, que se erguía majestuosa en su trono.

—Álgida, por favor... Es una niña. No debería presenciar esta clase de actos —negó el rey con desaprobación.

Frost Golden miró a su padre. Parecía tan incómodo y asustado. Era como contemplar a un niño que no sabía cómo actuar.

—Querido rey mío, siempre he pensado que nunca es demasiado temprano para el aprendizaje.

El cuerpo de Matoaka temblaba por el miedo y el frío que se colaba en su cuerpo. Hacía tanto frío, las lágrimas se convertían en aguanieve apenas salían de sus ojos. La obligaron a ponerse de rodillas. El hielo se expandió debajo de ellas. Los verdugos a su lado controlaban el hielo que iba a empezar a carcomer su cuerpo.

Frost abrió los ojos, con terror. Tenía que hacer algo. Una ola de flechas llovieron, intentando traspasar los muros e hiriendo varios arqueros en el proceso.

—¡Grizzlys! —exclamó el general de la armada, quien los estaba esperando.

Los osos derribaron las puertas y se fueron contra los soldados que estaban listos para atacar. La sangre se mezclaba entre colores azules y rojos por los helados pisos mientras caían grizzlys y hombres de hielo, que eran heridos en el proceso.

—¡Aceleren la ejecución! ¡Quiero a ese Grizzly muerto! —ordenó en un grito la reina de las nieves, intentando que ahora los osos contemplaran su venganza.

Frost observó a su madre, su gélido semblante y esos pálidos ojos que no mostraban arrepentimiento ni compasión, ni siquiera ante una pobre niña solo por ser distinta. ¿Muerto...? ¿Muerto? Las palabras, esa palabra retumbaba en la cabeza de la pequeña. La reina Álgida era un golem de nieve, una creación que hacía el pueblo para evitar la contaminación de sangre impura en la realeza, pero para Frost solo era su mamá.

Hasta ese momento... Cuando se dio cuenta de que ella no era humana, no se comportaba como humana. La niña miró por el balcón. Un oso Grizzly se había abierto paso y no dudó ni un segundo en destrozar a los que se interpusieran en su camino.

—¡Mamá! —exclamó Matoaka dirigiéndose a la imponente figura de oso que corría hacia ella. ¡Por fin la había salvado y nunca se había sentido más aliviada! Ya le estaban empezando a doler los dedos del frío cortante que se apoderaba de ellos.

—Mi bebé... Me alegra haber llegado a tiempo —dijo la osa entre sollozos mientras tomaba a su hija pequeña entre sus brazos.

De un solo movimiento arrancó a su cría de los cimientos de hielo formados bajo ella y la colocó debajo de su brazo, permitiendo que la niña buscara calor y refugio entre su espeso pelaje.

Frost sintió como sus labios se crispaban en una semisonrisa, cuando de pronto se percató de que los soldados de su reino apuntaban hacia ellas largas espadas, listas para ser clavadas en madre e hija. Las habían rodeado.

No tuvo tiempo para pensar y tampoco lo hizo. Frost se impulsó sobre el balcón, lanzándose hacia el suelo. La poca gente que quedaba en la plaza intentó actuar, creando una capa de nieve lo suficientemente profunda para evitar una herida de gravedad a la heredera del trono.

—¡Ya, paren! —exigió Frost, apenas aterrizó en la nieve debajo de ella.

Corrió hacia los osos y sin importar los gritos de rabia que daba su madre, levantó un muro de hielo que protegía a los Grizzly y los aislaba de los ataques. La niña se colocó delante de la osa que protegía a Matoaka y miró desafiante al hombre que la amenazaba, fungiendo como escudo humano.

—¡Te he dicho, para! —volvió a repetir mientras sus ojos ámbares se volvían casi amarillos por el poder que estaba usando—. ¡No más guerra! Como princesa, te ordeno que no haya más guerra.

El soldado dirigió la cabeza a los reyes, esperando instrucciones. El rey estaba boquiabierto ante su hija, Frost Golden. Había dado una mayor muestra de valentía que él en todas las guerras a las que había acudido. ¿Qué tan cobarde se tenía que ser para que una niña de siete años fuera quien te diera una lección de valentía?

El rey alzó las manos sobre el reino, tomando por fin el liderazgo que le había dado a otros.

—Bajen las armas. —Los soldados dudativos obedecieron las órdenes dadas y dejaron caer las espadas que sostenían—. Mi hija tiene razón en su petición. Todos nosotros deberíamos pedir lo mismo que ella, que ya no haya más guerra. No más matanzas.

Los osos también bajaron la guardia y observaron al rey. Si el hombre de hielo estaba abiertos a negociaciones, ellos aceptarían los tratos. Frost Golden giró sobre sus tobillos y observó a Matoaka, que estaba detrás de ella, aún intentando agarrar calor.

—Mamá —habló la osezna, captando la atención de su madre—. Te presento a Frost Golden, mi nueva amiga.

La niña sonrió mientras acariciaba la cabeza de la osa. Hasta que se dio cuenta de que sangraba. La jefa de la tribu Grizzly había sido despojada de una de sus orejas, en el rescate que había efectuado por su hija. Frost buscó entre sus bolsillos hasta sacar un pañuelo bordado. Lo colocó sobre la cabeza de la osa, intentando detener el sangrado.

La jefa volvió a adquirir su forma humana y apretó contra la herida aquel pequeño trozo de tela.

—Frost Golden —repitió, anonadada por la bondad de la pequeña—. Este reino inconmovible necesita más personas como tú... El mundo necesita más personas como tú.

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