15- Su Nombre Era Frost Golden

—Entonces, ¿puedes transformarte en oso de manera parcial? ¿O tiene que ser completo?

—El espíritu del oso solo me permite actuar si lo hago de forma completa. No es como si quiero mi pata transformada en la de un oso y ¡voilá!

—¿Cuándo eras niña te podías transformar en osezno? ¡Aww me habría gustado verte mucho en esa forma!

—Eh... No, no, en realidad los tótems, independientemente de la raza, solo pueden transformarse en el animal espiritual a partir de que atraviesan la pubertad. Es cuando te pones peludo también.

Matoaka señaló sus antebrazos llenos de un abundante pelaje. Tanto Lily como Snowzel se apresuraron a acariciarla. Era muy lindo y bastante suave.

—¿Cómo es que hablas nuestro idioma? ¿No tienes como tu dialecto? —curiosó la pelirroja.

No habían dejado de hacer llover las preguntas sobre la castaña apenas emprendieron el camino.

—Lo tengo, pero como jefa de tribu es elemental que pueda comunicarme con los otros reinos, así que desde niña me han enseñado más lenguajes. Ahora, yo tengo una pregunta, ¿qué tan importantes son los de atrás? Si no lo son, ¿han pensado en deshacerse de ellos? Me asfixian con su mala energía.

Las tres echaron un vistazo sobre sus hombros para encontrar a los chicos unos pasos alejados de ellas, siguiéndolas con mala cara.

—Bueno, Pinhood está enojado porque no quería venir. Quería llevar a Snowzel a su casa y no lo dejó. Huyó con Beast y ahora está viniendo en contra de su voluntad —explicó Lily recibiendo un manotazo en el hombro de parte de la rubia.

—¿Qué? ¿Cambiaste a ese chico de madera atractivo por la cosa verde que parece un moco solidificado?

—Pinhood no me apoyaba y Beast era mi única opción... —empezó a explicar Snowzel cuando Matoaka se detuvo y se volvió a los chicos.

—¿Te presentas a los demás como Beast? —le preguntó entornando los ojos.

Beast paró en seco y la observó, consternado. Era la primera vez que alguien le cuestionaba su nombre. Sus demás compañeros no parecían demasiado avispados al respecto y lo prefería así.

—S-sí. ¿Algún problema?

—¿En serio te crees que eres la bestia en la que te transformaron para cambiar algo tan importante como tu nombre, que te da identidad?

Todos se convirtieron en espectadores silenciosos. Ninguno parecía saber a ciencia cierta lo que ocurría. Hasta que Lily pudo entenderlo y abrió sus ojos plateados. Sentía que era la primera vez que contemplaba al chico.

—Es lo que la gente siempre grita al verme y sé que es justo lo que piensan cuando presencían mi aspecto. —Beast lanzó una mirada despectiva a Snowzel y Lily, como inculpándolas—. A nadie le importa mi nombre. Ni a ti te importa. —Se dirigió a Matoaka—. Vámonos, ¿sí? Estamos perdiendo tiempo.

Pasó a Matoaka dándole un empujón con el hombro para quitarla de enfrente.

—No debes creerte lo que los demás dicen que eres —le dijo la castaña al paso—. Es ahí cuando de verdad te transforman.

El chico no le dirigió ni siquiera una mirada. Se dedicó a seguir adelante, fingiendo haberla ignorado. Lily lo alcanzó y colocó las manos en la espalda, para aparentar indiferencia.

—Entonces, no eres Beast... No sé cómo no se me ocurrió.

–Lily, deja de andar entrometiéndote.

Se quedaron unos segundos en silencio, caminando a la par. El chico quería deshacerse de la pelirroja, mas ella no se lo dejaba sencillo.

—Está bien —desistió la joven al cabo de un rato, callados—. Pero debes saber que yo ya no te veo como una bestia. No sería propio que me siguiera dirigiendo a ti de esa forma.

Una sonrisa surcó por los labios de Beast.

—Buen intento, pero no funcionará.

—No me culpes por tratar. Sabes que la curiosidad es mi fuerte —dijo Lily con un atisbo cinismo en su voz, luego colocó su mano en el hombro del chico—. Y cuando estés listo puedes contar conmigo.

Snowzel quería resolver las cosas con Pinhood. Odiaba verlo a sus espaldas, con ese ceño fruncido tan poco usual en él. Pero no quería propiciar una pelea. Todavía no estaba lista para encararlo y hablar lo sucedido. Intentando olvidar su constante punzada de culpa se atrevió a preguntar a Matoaka:

—¿Eres la única Grizzly que queda?

El rostro de la chica fue invadido por el dolor y dio un gran suspiro para tratar de tranquilizarse. Era una herida reciente que aún sangraba.

—Deseo pensar que no, pero creo que las pruebas dicen lo contrario.

—¿Qué sucedió con tu pueblo? —volvió a indagar Snowzel cada vez más interesada.

—Es..., una larga historia que involucra dos razas: el hombre de hielo y los Grizzly. —Matoaka podía sentir la mirada fija de la rubia. Quería saberlo todo y no podía librarse de eso tan fácil, parecía no entender las indirectas para que dejara de insistir. Dio un largo suspiro—. Los Frostice llegaron a nuestros territorios muchos años antes, querían deshacerse de nosotros porque ensuciabamos su tierra, pero alguien lo impidió, traicionando su propio pueblo.

—¿Quién fue?

Una sonrisa nostálgica atravesó el rostro de Matoaka. Sus mejillas siempre se encendían en rubor apenas la recordaba junto con sus vivencias.

—Frost Golden.

Ocho años atrás:

—¿Qué vamos a hacer con los Grizzly? No pueden seguir entre nosotros y no tienen cabida en nuestra civilización.

—Las demás estaciones se reirán si tratamos de acoplar a esos salvajes.

—¡Por favor! Cómo si no conociéramos a la gente de Floripín, Rainirills o Autumntei. Son tan mundanos que en ellos no habría cabida de duda para abrirle sus puertas a los tótems.

—Los Frostice debemos exterminarlos. Siempre hemos sido superiores en pensamiento a esos retrasados.

Las opiniones de los altos funcionarios del reino Frostice llovían por la sala de juntas. El rey se dignaba a escuchar en silencio, con la vista fija en la ventana. Hacia poco que habían conquistado nuevas tierras en busca de facilitar su trabajo de trasladar el invierno a todos los reinos. En las montañas más altas estaban bien, pero no era suficiente, anhelaban más territorio.  Mas donde habían llegado, a las afueras, estaban los Grizzly, quienes al ser territoriales intentaron luchar contra el hombre de hielo, resultando en la aniquilación de medio pueblo.

Sin embargo el hombre de hielo no pensaba detenerse ahí, querían exterminar a todo oso para reclamar propio el territorio. O al menos eso proclamaban en su lucha.

—¡Papi! —exclamó una infantil voz entrando de improviso a la sala.

Los bucles de oro de la pequeña danzaban alegres en cada uno de los saltos que daba. Se abalanzó hacia su padre y envolvió con ambos brazos su pierna derecha.

—Frost Golden, ¿qué haces aquí? —preguntó el rey lanzando una mirada acusatoria a su niñera, cuyo rostro adquiría un tono azuloso por la vergüenza—. Te he dicho que cuando papi está en su oficina está muy ocupado.

—Crystal no quiere dejarme ir a explorar —explicó la niña frunciendo el entrecejo.

—Frost, ya hemos hablado de esto —murmuró su padre entre dientes, mirando a sus altos funcionarios, quienes estaban al pendiente de la situación apesar de aparentar indiferencia—. Explorar es peligroso por los salvajes.

—No me alejaré de donde hay nieve, ni del muro, por favooooor. ¡Por favoooooooooor!

El rey suspiró con pesadez ante la pataleta que empezaba a hacer la pequeña.

—Está bien, ve al pueblo. Crystal te acompañará.

Habiendo obtenido una victoria la nena se levantó del suelo y brincó con entusiasmo.

—Recuerda, Frost... —la llamó su padre cuando estaba por salir de la habitación.

—... El mejor Grizzly es el Grizzly muerto —a completó la rubia con una sonrisa, citando las enseñanzas de su padre.

Claro, que como cualquier niño inocente, ella no entendía el verdadero peso de aquel eslogan que tan popular se había vuelto entre el pueblo Frostice, solo lo repetía al ser esta la lección que tanto se esforzaban por inculcarle.

—Igual, no nos vamos a alejar del muro. Podríamos encontrarnos con salvajes —mencionó Crystal cuando se llevó a Frost de la sala de juntas.

—Yo quiero ver una mariposa —pidió la pequeña mientras salían del palacio—. En Frostice no hay de esas.

—No vamos a desobedecer las órdenes del rey. Solo iremos al pueblo y ya. —Crystal sonrió—. Podremos ir a ver los vestidos, se viene el baile anual de las estaciones y hay que lucir muy bonitas para los príncipes.

Frost Golden hizo cara de hastío. Crystal era la hija adolescente de una de las sirvientas del palacio a la que le habían designado hacerse cargo de la princesa en lo que la reina se aliviaba de su embarazo. Ambas mantenían un pensamiento y orden de prioridades distinto.

—Asco los príncipes. A mí no me gustan.

—Dices eso porque estás chiquita, pero cuando crezcas te casarás con uno y serás muy feliz para siempre.

—¿Quién dijo? —cuestionó la pequeña de bucles de oro frunciendo el entrecejo.

—Todos saben eso de la realeza. Los príncipes se casan, se convierten en reyes y viven felices para siempre.

—¿Los plebeyos no? ¿Si se casan son tristes?

—Una vida de carencias no es lo mismo a... —La joven señaló el imponente palacio de hielo con escarcha labrado que estaba a sus espaldas—. Tenerlo todo.

Frost Golden se dedicó a asentir aunque no entendía del todo la situación. Pronto olvidó el momento y ambas decidieron continuar su recorrido hacia el pueblo. La pequeña intentaba correr por los callejones eternamente nevados mientras su niñera batallaba con sujetarla.

La gente Frostice, que encontraban en el camino, se detenía de sus labores para presenciar a su princesita. Sus bucles de oro eran inconfundibles, de todo el reino la primogénita de la monarquía era la única que portaba un color de cabellera tan intenso. Entre la raza manipuladora del invierno eran comunes los tonos fríos descendiendo del azul hasta el blanco, de los cuales derivaban la intensidad de sus poderes. La niña había sido una total sorpresa, incluso sus ojos eran como un par de ámbares, la primera vez que la gente de hielo contemplaba algo como eso.

Para nadie fue una sorpresa cuando los tutores reales avisaron que Frost Golden, bautizada así por sus colores, poseía un poder inigualable que nunca se había llegado a ver en la historia de Frostice. Era el orgullo del pueblo, apesar de que con tan corta edad su dominio sobre el invierno dejaba mucho qué desear.

Las dos chicas pasearon hasta detenerse en la plaza principal. Las boutiques exclusivas, esculpidas en hielo, sobresalían de las humildes casas de madera con techos nevados que las rodeaban y mostraban en sus aparadores los más hermosos, así como lujosos, vestidos preparados para el baile de las estaciones, la más importante fecha para los cuatro reinos.

A pesar de la resistencia de Frost, Crystal la llevó de la mano hacia su boutique preferida. Las empleadas corrieron a atenderlas, entusiasmadas de tener la visita de alguien de la realeza. En seguida ofrecieron sus más exclusivos diseños y los entregaron a las dos damas, aunque no tenían mucha selección para niñas de siete años.

—Espera aquí mientras me pruebo la ropa, ¿de acuerdo? —preguntó Crystal a Frost mientras la dejaba a las puertas del vestidor.

—De acuerdo —respondió ella poniendo los ojos en blanco. La niña no quería investigar ropa, ella quería ir afuera.

Aprovechando un momento donde las tres damas tuvieron que acudir a Crystal para ayudarle a subir la cremallera de un vestido, Frost se escabulló hacia la salida y caminó por el pueblo.

Aunque a la niña le gustaba Frostice por sus nevadas y sus viviendas de madera y hielo, le aburría siempre ver los mismos colores. Blanco por aquí, azul témpano por allá y las fuentes nunca tenían agua, no agua que no estuviera congelada. Frost quería ir al pueblo de Floripín a ver los hermosos capullos que florecían a las doce del día, o ir a Rainirills a contemplar sus arcoiris que se alzaban solamente en sus cielos, o visitar Autumntei para jugar entre sus jardines de hojas secas y mirar aquel espectáculo donde los árboles se teñían de tonalidades cálidas.

La pequeña llegó hasta el muro que separaba su pueblo del bosque, miró las enormes paredes de hielo y suspiró con decepción. Por un momento quería explorar más allá, a pesar de que no estuviera permitido. Como si su petición hubiera sido escuchada las enormes puertas fueron abiertas, dando paso a carruajes con mercaderes.

Frost esperó unos segundos hasta que las carretas estuvieron dentro y, no pensó más de una vez antes de correr fuera de los muros que la protegían del exterior.

La niña brincó de emoción, sintiendo el aire cálido. Afuera de la villa los rayos del sol producían verdadero calor y el césped era de un verde brillante. Pronto visualizó varias mariposas que retozaban sobre las flores, exhibiendo sus alas, llenas de vida por sus colores vibrantes.

Se lanzó corriendo detrás de ellas, dando saltos. Las alevillas revolotearon, tratando de huir de la pequeña juguetona. Frost Golden las persiguió, agarrando a su paso todas las flores que podía. Los minutos se fueron convirtiendo en horas y la niña no dejaba de corretear por el bosque. Poco a poco sintió cómo sus tripas se retorcían en su interior del hambre que la empezaba a invadir.

Se detuvo a mirar alrededor. Ya no reconocía dónde se encontraba, se había alejado de los senderos, adentrándose por completo en los árboles. Los ojos de la rubia se llenaron de lágrimas al verse perdida. Quería gritar, esperando que alguien fuera a recogerla, pero sabía que nadie podía escucharla. Sus padres estaban en el castillo y Crystal en la boutique.

Anduvo un rato más, anhelando volver a hallar el camino cuando un delicioso aroma llenó sus pulmones. La niña miró al cielo, una columna de humo rompía con el azul inmaculado. Había encontrado la civilización.

Corrió hacia donde le dictaba aquella señal, cuando la enorme estatua de un oso tallada en roble le tapó el paso. Intrigada, Frost lo observó. Nunca había contemplado algo igual, ni tan hermoso. Colocó una delicada mano blanca sobre la superficie y, como si pudiera entenderlo, le sonrío antes de continuar su camino, en búsqueda de comida y un alma caritativa que la ayudase a volver a su reino.

Al llegar al plano quedó la niña encantada. Varias viviendas se alzaban como iglues fabricados con tierra, totalmente opuestos a cómo ella solía hacerlos en la nieve. Correteó por un rato entre ellos, ¿por qué todos parecían vacíos? El olor volvió a invadirla, impidiendo que razonara por el hambre.

De la casita más grande de todas se desprendía tan delicioso aroma. Frost entró en la cueva con paso seguro, siendo tragada por la oscuridad de los pasillos bajo tierra. Descendió por los escalones malhechos de barro y caminó por el estrecho corredor que se extendía ante ella. El olor a lodo impregnaba el ambiente y se entremezclaba con el olor a comida que la esperaba al final del túnel.

Pronto dislumbró la suave luz de un cálido fuego, corrió para llegar más rápido. Una amplia cámara subterránea se abría como una sola habitación. Era un lugar modesto, pero cómodo y acogedor, sin dudas más vivaz que el frío castillo del que Frost Golden venía. La niña paseó por el lugar, observando cada detalle con curiosidad, hasta que sus ojos se encontraron con cuatro pescaditos que se cocinaban a la fogata.

El hambre era tanta, que olvidándose de sus modales, la rubia tomó un trozo del primer pescado, el más grande, y se lo llevó a la boca.

—¡Uy! Esto está crudo —dijo con una mueca de desagrado, volviendo a colocarlo al fuego para que se terminara de cocer. Luego recogió un pedazo del segundo pez—. ¡Esto está carbonizado!

Escupió su bocado, disgustada, y se limpió los labios, tratando de quitarse el sabor. Recogió un poquito del último pescado y lo probó. Ese sí estaba perfecto; ni muy cocido, ni muy crudo. Ansiosa lo comió entero hasta no dejar más que las espinas y los huesos.

Después, habiéndose encontrado satisfecha, Frost se dirigió al lugar donde habían penachos adornados con hermosas plumas. Tomó el primero, el de las plumas más coloridas, y se lo probó. Era muy grande, en seguida se deslizó por su cabeza. Recogió el segundo tampoco le quedaba bien. El último parecía más bien una banda bordada, con un delicado adorno de plumas. No era tan bonito y vistoso, pero de igual forma Frost trató de ponérselo.

Mas la niña siempre acostumbraba a traer el pelo sujeto en dos abundantes moños y la tiara no pudo estirarse lo suficiente para pasar por su cabello, reventándose en el proceso.

La rubia dejó la banda donde la encontró y se volteó a las camas. Estaba tan cansada que le resultaban atractivas para echarse una siesta. Caminó hacia ellas y se acostó en la primera.

—Está muy dura —se quejó, levantándose para ir a acostarse en la segunda—. Esta está muy aguada, no podré dormir aquí.

Finalmente se dejó caer en la tercera. Como los pescados, esa también era perfecta; mullida y cómoda, ni muy blanda, ni muy dura. A los minutos la niña se quedó profundamente dormida.

Pero mientras las horas pasaban y ella descansaba, el osezno más chiquito de la casa volvía a su cueva, llevado por el hambre, ansiosa por comer los pescados al fuego que habían dejado cocinando. Mas su sorpresa fue enorme cuando solo pudo conseguir las espinas y los huesos, alguien había degustado sus humildes platillos.

El osito se fijó en los penachos, también estaban desacomodados y el suyo en especial estaba roto. Tuvo que morder su labio para no lloriquear, su mamá se lo había regalado de cumpleaños.

El intruso no se había conformado únicamente con quitarles su comida y sus penachos, también había desordenado sus camas. Cuando el osezno intentó subirse a la suya para comprobar los daños la encontró ocupada. Una niña de cabellos dorados, cuyos mechones descendían del rubio hasta volverse blanco en las puntas, descansaba plácidamente.

La osezna la sacudió varias veces, intentando despertarla. Frost abrió los ojos y apenas comprobó su aspecto terminó de espabilarse. Estaba frente a un oso Grizzly, había llegado a sus dominios...

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