9

A la mañana siguiente, Amanda se despertó con el ruido de golpes contundentes en la puerta que comunicaba su habi- tación con la de Callum. La noche anterior había cerrado su propia alcoba con llave para evitar que el muchacho vol- viera a sorprenderla. A pesar de que no habían podido de- batir lo ocurrido en la iglesia por la presencia constante de Cassandra y sus demás familiares y por el adormilamiento de Callum, no podría evitar aquella discusión por mucho tiempo.

Respiró hondo justo antes de abrir la puerta que los separa- ba, preparándose para lo que le venía. Callum estaba miraba el pomo de la puerta hasta que se encontró las piernas de ella en su lugar.

—Ya era hora —exclamó con impaciencia—. Estoy ham- briento.

Fue todo un alivio que no quisiera explicaciones de forma inmediata.

—¿Por qué has cerrado la puerta con llave? —le preguntó ante su silencio, entrando en su habitación.

Pensaba que era obvio que lo había hecho porque le tenía miedo, pero Callum parecía no comprender las cosas más evi- dentes.

—Para que no me despertaras. Necesitaba dormir bien esta noche —le mintió—. Vístete y espérame en el pasillo.

Callum obedeció y cinco minutos más tarde bajaron hasta el primer piso en silencio.

La casa estaba inusualmente iluminada debido al resplan- dor generoso del sol. Las paredes relucían su blancura con más energía de la que se les permitía en los días encapotados que habían soportado durante aquel invierno.

—He tenido un sueño extraño —le susurró Callum, acer- cando el mentón a su coronilla.

Amanda se colocó el dedo índice sobre los labios en señal de silencio.

Un murmullo de voces provenientes del comedor alertó a la joven que sus parientes ya se habían levantado y se dis- ponían a tomar el desayuno. No era costumbre que sus primas estuvieran en casa tan tarde en los días de escuela, pero allí estaban.

Miró el gran reloj chalet de madera que adornaba el recibi- dor de su casa y se dio cuenta de que en realidad eran las sie- te. El brillante sol de la mañana había engañado a su cuerpo, confundiendo su reloj interno.

Los días soleados y cálidos como aquel no eran abundantes en Inglaterra y no pensaba esperar a que se fueran para poder aprovechar el clima al máximo.

Se detuvo antes de entrar en el comedor. Miró a su alre- dedor para asegurarse de que no había nadie circulando por el pasillo. A continuación, entró en el armario de las capas y paraguas del recibidor y esperó a que él la siguiera. Cuando el muchacho lo hizo cerró la puerta tras él.

La habitación armario era minúscula y oscura. Estaba lle- na de abrigos, gorros, guantes y prendas para salir al exterior colgados por las paredes. Estos acosaban su cabeza y la obli- gaban a reclinarse hacia delante, mientras que Callum a su espalda, tenía el mismo problema.

—No hables, a no ser que estemos a solas en una habita- ción —le advirtió.

—He comprobado que estábamos solos antes de hablar

—refutó él.

Amanda no dijo nada. En ese instante se dio cuenta de lo cerca que estaban el uno del otro.

Callum se quedó allí parado, mirándola expectante. Su ros- tro estaba a solo dos dedos de ella.

La luz de la mañana se colaba por las rendijas de las puer- tas, iluminándolos con tonos marrones, lo suficiente como para que pudiera ver el rostro del muchacho y el contorno de su cuerpo, pero rodeándolos de un halo de intimidad que no había planeado.

El aroma varonil de Callum le aceleró el corazón. Ella miró sus labios sin poder recordar qué más iba a decir.

No le quedó otra opción que apoyar las palmas de sus ma- nos en las repisas a sus lados para sostenerse.

Había entrado allí para decirle varias cosas, pero en esos momentos lo único en lo que lograba pensar era en sus maldi- tos labios. En que le gustaban su forma y como combinaban con su barbilla. Tenían una dureza que nada tenía que ver con la femenina.

No se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo contem- plándolo hasta que lo vio alzar la mano y tocarse la boca con los bonitos dedos masculinos.

—¿Tengo algo? —lo oyó susurrar.

Negó con la cabeza. Se planteó ponerse de puntillas en aquel mismo instante y rozar sus labios con los suyos. Sentir su barba contra la piel de su mentón. Casi se murió por la idea.

De todas formas, ¿qué sabía él? Bien podía decirle que se trataba de un gesto cariñoso y totalmente normal entre amigos.

Respiró profundamente, su pecho parecía querer abrirse en dos y derramar todo el aquel alboroto que, a duras penas, con- tenía. Todo aquel líquido cálido que la quemaba por dentro, y el tambor frenético que tenía por corazón. Su pecho quería que lo hiciera. Pero una voz tímida y aguafiestas en el fondo de su cabeza le decía que no era una buena idea. Corría el riesgo de encender la pasión de él y aunque no supiera nada sobre el asunto, la naturaleza y el instinto le enseñarían cómo proceder. Siempre había oído decir que los hombres tenían una pasión implacable y difícilmente extinguible.

La fantasía de Callum tomando la iniciativa y abalanzán- dose sobre ella en aquel recóndito armario, le hizo temblar las rodillas.

—Mi familia está en la sala de desayunos —se oyó decir con una voz modificada. Una parte de ella se odiaba por no haber tomado lo que tanto quería—. Sé que tienes muchas preguntas sobre lo que ocurrió ayer en la iglesia, pero después del desayuno estaremos todo el día a solas. Tendremos tiempo para hablar largo y tendido. Por favor, no te reveles ante nadie hasta escuchar lo que tengo que decir.

Callum asintió con conformidad.

Sin añadir nada más, Amanda irguió su temblorosa mano para abrir el armario y salir al exterior, pero antes de lograrlo, él tiró de su camisa haciéndola rebotar contra su pecho. Tuvo que agarrarse a su hombro para no perder el equilibrio, mien- tras sentía los nudillos que aún asían la prenda clavados en su estómago. Su piel parecía haberse sensibilizado, porque cada roce tenía una intensidad que nunca antes había sentido.

—No me gustan los guisantes —susurró en su oído, total- mente ajeno a la tormenta que se estaba desatando dentro de ella—. Me hacían comerlos en el Andrónicus, pero no quiero comerlos aquí.

—De acuerdo —musitó sin aliento. Rogando que el mu- chacho la empujara hacia afuera, porque se sentía totalmente incapaz de soltarlo por cuenta propia.

Las yemas de sus dedos notaban la piel de su hombro bajo la fina camisa.

Pero él no la empujó, sino que pareció desarrollar una fi- jación con su pelo. Usó la mano que tenía libre para coger un mechó rubio y acariciarlo entre sus dedos. Seguidamente, alzó los ojos para depositarlos en su rostro. Sus ojos, grises, dependiendo de la luz, se enroscaron en los de ella, y la miró malhumorado.

—No me encuentro bien —exhaló quedamente.

Fue como si hubiera vertido aceite en el fuego de su interior.

Solo tenía que arrastrar la mano que descansaba en el cá- lido hombro del muchacho hasta su nuca para atraerlo hacia ella y aliviar aquella presión en su interior, o hacerla peor, no estaba segura.

Pero sabía que una vez le enseñara a Callum ese camino, ya no habría vuelta atrás.

—Hace mucho calor en este armario —susurró cerca de su boca—, te encontrarás mejor fuera de él.

El asintió con los ojos aún fundidos en los suyos.

Acto seguido abrió la puerta del armario. La luz y el cam- bio de temperatura logró devolverlos a la realidad.

Después de intercambiar una última mirada, cruzaron el umbral hacia el comedor, donde sus primas parloteaban y reían con su acostumbrado alboroto juvenil. Se callaron de inmediato al verlos, o, más bien, al ver a Callum.

—¡Amanda Fairfax! —exclamó Isolda—. ¿Qué demonios te ha ocurrido en los brazos?

Su madre estaba leyendo el periódico, mientras que su tía untaba paté en un panecillo tostada. Ambas mujeres levanta- ron los ojos de sus tareas para clavarlos en Callum.

―Ayer cuando Callum se golpeó la cabeza, se desmayó sobre mí. Me golpeé los brazos contra una mesa al caer —ex- plicó mientras se sentaba.

―¿Te encuentras bien, niña? Estás tan roja que pareces febril ―observó su tía.

Su madre deslizó la mirada desde el rostro hasta los brazos de su hija.

―¿Todo bien? ―inquirió. Amanda la conocía bien y sabía que estaba genuinamente preocupada.

―Todo está bien ―aseguró Amanda con una expresión cansada―. Gracias por el interés, ¿podemos desayunar?

No esperó a que le concedieran permiso, sino que se in- clinó sobre la mesa y rellenó dos platos de comida, uno para Callum y otro para ella.

―¿Qué planes tienes para hoy? ―le preguntó su madre.

―Creo que iré al lago y cortaré algo de madera.

―¿Quieres que Tom te acompañe? ―continuó Mary, vol- viendo a la hoja del periódico.

Amanda hizo una mueca. Era la primera vez que su madre le había ofrecido algo parecido.

―Tengo a mi propio siervo ahora, mamá. No necesito que el tuyo me ayude con mis labores. Callum es bastante fuerte.

―No tengo dudas al respecto ―murmuró Mary, y le dio un último sorbo a su té antes de levantarse para irse a trabajar acompañada de Tom.

Amanda la siguió con la mirada hasta que desapareció de la sala y se preguntó si su madre sospecharía de la historia que les había contado sobre lo ocurrido en la iglesia.

Después del desayuno, se adentraron en el bosque envuel- tos en un silencio incómodo. Callum jugaba con el hacha de madera y acero que Amanda le había entregado, balanceándo- la por el puño. No podía evitar preguntarse qué se le estaría pasando por la cabeza a la joven, pero la sentía un tanto le- jana. Como si un muro de piedra se hubiera levantado entre ellos aquella mañana. Y eso no le convenía. Al fin y al cabo, ella era su única aliada, aun cuando no estuviera convencida de ello.

—He tenido un sueño extraño esta noche —volvió a decir, rompiendo el apacible murmullo del bosque.

Ella le echó un vistazo rápido. Sus mejillas tendían a sonrojarse en los momentos más extraños. Callum estaba intentando discernir cuál era la lógica detrás de los sonrojos, pero no había tenido suerte, pues aparecían de forma total- mente arbitraria.

—Adelante —dijo ella, y su rostro abandonó la seriedad mortal que había llevado toda la mañana—. Se me da bien interpretar sueños, como a José.

—¿Quién?

—José, de la Biblia —explicó ella—. Interpretó el sueño del faraón, en el que siete vacas flacas se tragaban a siete va- cas gordas, salvando así un montón de vidas.

—Las de las siete vacas gordas, me imagino. Son las víc- timas de la historia.

—No estoy tan segura de eso. Puede que las vacas flacas lo estén porque las gordas se comen su comida y un día cansadas de pasar hambre decidan volverse carnívoras.

—O puede que ya lo fueran y por eso les ofrecían su comi- da, esperando a que engordaran para zampárselas en Navidad

—sugirió Callum, mientras avanzaban por el bosque.

Amanda sacudió la cabeza desechando la idea.

—Imposible, la Navidad aún no existía.

—Listilla —refunfuñó—. Si tuvieras ese sueño yo sabría cómo interpretarlo.

Lo miró con una mezcla de curiosidad y escepticismo.

—Sin duda, significaría que tenemos que racionar la comi- da en tu casa o un día tu tía se va a comer a tu madre.

—¡Callum! —lo reprendió, dándole un manotazo en el brazo—. Pero has entendido la esencia del sueño, pues tiene que ver con racionar. José le dice al faraón que siete años de abundancia y buenas cosechas precederán a siete años de sequía y hambruna. Por lo que el faraón decide reservar pro- visiones para los años de vacas flacas.

Asintió con el rostro inclinado hacia un lado, recapacitan- do sobre la historia que acababa de contarle.

—Entonces, debes interpretar mi sueño pues podría servir- me de ayuda —dijo, y la sostuvo del brazo para detenerlos uno frente al otro—. Estaba en mi cama en el Andrónicus y algo me decía que despertara a los demás muchachos, pero cuando me acercaba a sus camas y apartaba las mantas no eran ellos sino distintos animales. Uno era una paloma blanca que em- prendía el vuelo, otro era un cerdo maloliente igual que el del mercado, y lo más aterrador de todo, es que algunos eran ser- pientes y escorpiones repulsivos que me inundaron de pavor.

Un búho con problemas de insomnio eligió aquel momen- to para emitir el inequívoco gorgoreo apenado de su especie, y Callum notó cómo la piel de joven se erizaba. Era imposible que tuviera frío aquella mañana, así que debía estar asustada.

Ella le sostuvo la mirada con seriedad.

—Quieres liberar a los demás hombres, pero te asusta qué clase de personas hay encerradas en sus cuerpos.

Los ojos de Callum se movieron con el acostumbrado baile de quien estaba enfrascado en un río de pensamientos.

—¿Intentas convencerme de que yo mismo quiero a mis prójimos en ese estado enfermizo porque les temo? —pregun- tó visiblemente enfadado.

Amanda dio un paso atrás.

—No... —corrigió hablando despacio, como si intenta- ra exponerlo con claridad—. Tú los quieres libres a todos, pero temes que en cuanto algún hombre haga algo incorrecto vuelvas a perder la libertad. No les temes a ellos sino a la fra- gilidad de las circunstancias de tu sexo.

Callum pestañeó varias veces hasta que los tendones al- rededor de sus ojos se suavizaron y sus labios asomaron una sonrisa apenas perceptible.

—¿Puedo llamarte José a partir de ahora? De veras que va con tu pelo.

Amanda sonrió, pero se notaba que había estado conte- niendo el aliento porque aún le temía.

—Me lo tomaré como un elogio hacia mis habilidades

—respondió la chica, doblando el tronco como un actor al final de una obra de teatro recibiendo los aplausos del público.

Si Callum quería que ella estuviera de su parte iba a tener que lograr que confiara en él. Pero no iba a ser una empresa fácil después de dieciocho años siendo criada para temerle y después de lo que le había hecho en la iglesia. No había sido su intención hacerle daño, pero el desespero lo enloqueció al saber que ella, su única aliada, le había mentido.

Reanudaron el paso de forma perezosa, balanceándose so- bre sus pies para esquivar raíces sobresalidas y los troncos de los árboles en su camino.

—¿Cuál es mi verdadera situación? ―preguntó al fin, rom- piendo la apacible tregua―. No más mentiras.

Amanda asintió, aunque no mantenía la vista fija en él. Re- corría el bosque con su mirada perezosa, fingiendo no estar nerviosa. La ahuecada camisa turquesa que llevaba puesta re- saltaba contra el pelo rubio medio recogido sobre su nuca. La mayor parte de los hilos dorados caían sobre su espalda hasta casi rozar la cintura de la joven, pero no llegaban a cubrir su trasero, y la tela de sus pantalones marrones, lo moldeaban como una segunda piel.

A Callum no le interesaba la moda, en absoluto. Pero al igual que el día anterior, se descubrió analizando su atuendo. Los colores y la forma de sus prendas en ella atraían su aten- ción.

―El antídoto para la bacteria fue hallado once años después del brote ―comenzó Amanda, ajena a sus estúpidos pensamientos. Esa era la parte que había omitido de su prime- ra explicación, por lo que puso atención.

―Para entonces, las mujeres se habían hecho con el con- trol de la esfera pública, que siempre había estado vetada para ellas. También se habían encargado de todos los oficios y las universidades se habían reanudado, esta vez con mujeres en- tre sus paredes. Focos políticos en contra de la recuperación de los hombres surgieron, incluso, antes de la cura.

―Y tu madre es uno de ellos ―la acusó sin aliento.

―Mary solo contaba con 17 años cuando el antídoto fue descubierto, aún no había iniciado su carrera política. Pero tienes que comprenderla. Tenía 6 años cuando la bacteria co- menzó. Antes de eso presenció como su padre maltrataba a mi abuela. La encerraba en su habitación durante días. En oca- siones era violento. Verás, mi abuelo tenía el hábito de beber demasiado, como muchos hombres en aquella época. La bebi- da no hace buena mezcla con el carácter masculino.

Callum se detuvo en seco y la contempló con seriedad. Te- nía que quitarle aquellas estúpidas ideas de la cabeza si la quería de su lado.

―No hay un «carácter» masculino Amanda, todos somos distintos. No puedes pensar así. No puedes pensar que todo hombre va a emborracharse y golpear a su esposa.

Ella apretó la mandíbula. Empezaba a conocerla un poco. Hacía eso cuando no quería dejar escapar frases cargadas de los ideales que le habían inculcado desde pequeña.

―Puede que mi madre esté un tanto traumatizada por su infancia ―concedió en lugar de contradecirle.

―Supongo que es entendible, dadas las circunstancias.

Pareció gustarle que él se mostrara comprensivo, ya que su expresión se suavizó, por lo que hizo una nota mental para recordar ese truco en el futuro.

―Una gran votación que incluyó a todas las naciones importantes, decidió que los hombres debían quedarse en ese estado. También hubo ramificaciones religiosas que aseguraban que Dios había mandado la enfermedad para castigar a los hombres por su supremacía y dotar a la mujer de libertad. La sociedad se reorganizó y se establecieron normas de cómo repartirse a los hombres, como educarlos y sobre cómo debían tratárseles. Se decidió que los bebés varones serían entregados a instituciones llamadas Andró- nicus, donde serían entrenados para ayudar a sus amas. La situación se mantuvo estable durante dos décadas. Pero ahora que las fábricas requieren más mano de obra, algu- nos grupos políticos han empezado a hablar de nuevo de la liberación del hombre. En realidad, es una casualidad que hayas despertado justo ahora, pues este fin de semana se repetirá la gran votación que decidirá si los hombres han de ser liberados.

―¿Por qué no me dijiste todo esto antes? ―le recriminó a la muchacha―. ¿Por qué te inventaste esa historia sobre Brighton?

La vio ruborizarse y entonces supo la respuesta.

―Ibas a denunciarme, ¿verdad?

―Ese era mi plan inicial ―confesó. Podía ver como se encogía bajo su mirada, como se preparaba para recular y huir si fuera necesario―. Pero después tuve curiosidad por saber más sobre ti, sobre tu... especie. Y ahora ya no puedo hacer- lo. Ahora que he visto como disfrutas de la vida, me sentiría como si estuviera asesinando a alguien.

También podía ver que estaba siendo sincera. Amanda era bastante transparente, lo que, sin lugar a dudas, era una gran ventaja para él.

―Además, sigo creyendo que te harían daño, Callum. No es solo que hayas despertado, es que eres inmune a la bac- teria, has estado en contacto con los demás y no has vuelto a contagiarte. Creo que eso las asustaría. Creo que necesitan pensar que siguen teniendo el control de la situación, y que los hombres solo regresarán si así lo deciden.

―Tiene sentido lo que dices ―concedió él.

―Debes esperar a la votación sin revelarte a nadie. O co- rres serio peligro ―advirtió.

―Pero nunca ganaremos esa votación, Amanda ―protestó de- rrotado―. Todas las mujeres en esa iglesia apoyaban a tu madre.

La chica sacudió la cabeza y los mechones de su flequillo rubio se escaparon hacia detrás de su oreja.

―Aquí en Crawley sí. Las zonas campestres están a fa- vor de la esclavitud; pero en las ciudades, donde las mujeres llevan un ritmo de vida acelerado y trabajan en la industria, quieren despertarlos. Alegan que no tienen tiempo para estar pensando por sus siervos y dándoles órdenes a cada paso. Ne- cesitan que los hombres estén conscientes para trabajar más rápido y de forma autónoma. Todas las grandes comerciantes están a favor de la liberación; necesitan mano de obra efectiva.

Un rayo de esperanza se abrió en su pecho como una ava- lancha de emociones que lo hizo estremecerse. Se imaginó en un mundo libre, viviendo en una gran ciudad, haciendo lo que le viniera en gana. Deseaba ver el mundo, experimentarlo. Y quería hacerlo sin esconderse y sin aparentar estar vacío de opinión y emociones.

―De acuerdo, esperaremos a la votación ―concedió con calma, observando el rostro de la muchacha. Ella intentaba aparentar que estaba serena, pero el inequívoco suspiro de alivio no le pasó desapercibido. Su pecho se había hinchado demasiado y su cuello palpitó bajo el ajustado cordón negro que lo adornaba.

Continuaron su camino por el bosque hasta que Amanda decidió detenerse. Examinó varios árboles.

―Trae el hacha, Callum. Este me gusta ―le indicó la joven.

―¿Qué vas a hacer con él?

―Quiero hacer una cama con aspecto de barco.

Callum arrugó el entrecejo. No se imaginaba para qué que- rría alguien algo así. Amanda sonrió al ver su expresión.

―Imagínate una habitación con aspecto de océano ―le dijo―. Una cama con forma de barco, un espejo con forma de timón, y...

―¡Un pijama de corsario con un loro de peluche en el hombro!

Volvió a reír, esta vez mostrando todos sus dientes, y Callum observó su rostro. Le gustaba ser el responsable de que ella riera.

Amanda tomó el hacha de su mano y comenzó a golpear la base del tronco con esta. Su avance era lento y dificultoso, pues apenas parecía ejercer fuerza en sus embistes.

―¡Detente! ―le rogó, acercándose para quitarle la herra- mienta. La chica se detuvo para mirarlo sorprendida―. Si no quieres que estemos aquí toda la mañana, deja que yo lo haga.

―¿Qué sabes tú de talar árboles? ―se burló ella con los brazos en jarras.

―Mira esto ―le dijo y deslizó la manga de su camisa hasta el hombro. Apretó la mano en un puño y observó con satisfacción como el músculo se tensaba aún más, destilando fuerza―. ¿Lo ves?

Amanda puso los ojos en blanco, y Callum no pudo evi- tar sentirse un tanto decepcionado por su reacción. Tampoco entendió ese sentimiento. Definitivamente era un día extra- ño, porque continuaba siendo embargado por emociones que no venían al caso. Casi todas cuando observaba el rostro de la muchacha. Como si de repente su pecho estuviera direc- tamente conectado por un hilo invisible con las expresiones de ella. Sacudió la cabeza, extrañándose a sí mismo por las tonterías que se le ocurrían.

Se situó delante del árbol y lo golpeó con todas sus fuerzas. Este se sacudió con intensidad y varias hojas cayeron sobre ellos. Callum sonrió satisfecho y se volvió para mirarla. Pero la descubrió de brazos cruzados con una sonrisa burlona, como si intentara no reírse de él. Siguió su mirada para descu- brir con horror que apenas había logrado agrandar la hendidu- ra abierta por ella. ¿Cómo era posible?

―La fuerza no es nada sin la técnica, querido amigo ―dijo muy estirada.

Un ataque de mal humor lo invadió. Lo descargó contra el árbol, pues parecía estar más enfadado con este que con ella.

Finalmente consiguió derribarlo, y en menos tiempo del que probablemente lo hubiera hecho ella. Pero, cuando ob- servaron la base, la zona cortada por Amanda estaba limpia y prácticamente lisa, y la suya era irregular y astillada. Por suerte, ella no hizo comentarios al respecto.

Amanda decidió dejar el tronco donde estaba, y lo instó a seguirla otro tramo por el bosque, hasta que llegaron a un pequeño lago rodeado de árboles. El sol se reflejaba en el agua centelleando pequeños brillos dorados, y los árboles se mira- ban en el agua, como si se tratara de un espejo.

Callum sonrió, agradeciendo que el sol fuera tan intenso porque tenía toda la intención de sumergirse en las aguas. Al igual que le había ocurrido con el violín, sabía que podía na- dar, aunque no recordara haberlo hecho jamás.

Un pequeño y desmejorado muelle de madera se adentraba en el lago, y lo dividía en dos.

Se desplazaron por este sin prisa, observando la belleza del paisaje a su alrededor. Escuchando el crujir de los insectos y los sonidos naturales que los envolvían.

Amanda le dio la espalda y avizoró las montañas que cu- brían el.

—Este es mi lugar favorito en el mundo —le dijo, sin mi- rarle.

Callum observó la nuca rubia de la joven.

—Hace calor, podemos darnos un chapuzón —sugirió. Con aspavientos nerviosos apartó a los mosquitos que le cos- quilleaban el rostro—. Insecto, ¿podrías pedirle a los tuyos que me dejen en paz?

Amanda se dio media vuelta para enfrentarse a él.

—No, gracias. A lo del chapuzón, me refiero. Prefiero que- darme en tierra firme, pero te invito a que uses mi estanque con to..., ¡oh, Dios mío!, ¡Callum! —terminó con voz de alarma.

—¡¿Qué?! —gritó él, abriendo los ojos desmesuradamente.

—Permanece quieto —le advirtió ella, fijando la vista en su hombro—. ¡Tienes una culebra...!

No le dio tiempo a que terminara la frase, sino que dio un salto y, con exclamaciones de disgusto, comenzó a sacudir el hombro y a golpeárselo con la mano contraria, mientras daba saltos para liberarse de la alimaña. Sentía el cosquilleo de ser- pientes invisibles por todo el cuerpo. Sin embargo, cuando se volvió hacia Amanda en busca de ayuda, se la encontró dobla- da sobre sí misma mientras se desternillaba de risa.

Se detuvo al instante y esperó a que su corazón se apaciguara.

—Te lo has inventado —la acusó con una mirada afilada. Amanda intentó recuperar el control sobre su rostro.

—Comprenderás que te la debía —razonó—, después de lo de la tienda.

—¡Oh!, lo entiendo perfectamente —concedió con calma.

Eso debió de ponerla alerta, pero para cuando se dio cuenta de lo que se le estaba pasando por la cabeza fue tarde. Hizo el amago de correr hacia la orilla, pero Callum la agarró en menos de un segundo y su ruego quedó ahogado por el agua.

Esperó a que la cabeza de la chica asomara en la superfi- cie para comenzar a reír. Pero, cuando Amanda volvió a la superficie, no lo hizo para reprenderlo, sino para chapotear desesperada y, acto seguido, volver a hundirse. Callum se lan- zó tras ella sin pensarlo. El agua estaba más fría de lo que hubiese imaginado y envolvió sus músculos como una lengua asfixiante de cristales. Abrió los ojos y la vio retorcerse bajo las aguas, enfrascada en la lucha contra un enemigo invisible.

Rodeó su estrecho tronco con sus brazos y tiró de ella hacia la superficie. Cuando sus orejas salieron del agua la escuchó toser y sacudirse en sus brazos.

―¡¿Es que no sabes nadar?! ―le gritó, apartándole el pelo mojado de la cara.

La chica negó con la cabeza aún concentrada en respirar.

―Con este lago tan cerca de tu casa, ¿cómo es posible que no sepas nadar? ―la acusó demasiado molesto, quizá a la de- fensiva para no sentirse culpable por lo que acababa de ocurrir.

Amanda no contestó y Callum se sintió un tanto idiota por recriminarle no haber aprendido a nadar después de estar a punto de ahogarse.

―¿Estás enojada? ―volvió a preguntar con más suavidad. Los ojos de la muchacha estaban enrojecidos por el agua, sus pestañas mojadas se habían pegado entre sí, y temblaba bajo sus manos. Pero volvió a negar con la cabeza. Callum la obligó a ro- dearle el cuello con los brazos y, colocándosela sobre su espalda, nadó hasta la orilla. La ayudó a salir del agua, incluso, cuando era obvio que no lo necesitaba, porque se sentía culpable.

Sus ropas, incómodas y pesadas sobre sus cuerpos, tiraban de ellos hacia el agua como si no desearan separarse de esta.

Apenas había llegado a la orilla cuando el sonido lo sor- prendió; un instante después llegó el dolor. Amanda acababa de abofetearlo con todas sus fuerzas.

Se llevó la palma de la mano a la mejilla agraviada.

―Me dijiste que no estabas enfadada.

―Y tú me dijiste que sabes cuál cara pongo cuando mien- to ―le contestó ella con las cuerdas vocales afectadas por el agua.

―¿Estamos en paz, pues?

Amanda asintió, para, acto seguido, abofetear su otra mejilla.

―Ahora estamos en paz ―declaró complacida.

Callum giró el rostro para ocultar su sonrisa. No quería que la chica creyera que podía abofetearlo cuando le viniera en gana.

Se arrancó la camisa blanca por la cabeza, pues el sol ca- lentaba, pero le resultaba incómoda la prenda mojada sobre su piel. La colgó de un par de ramas para que se secara al sol. Hizo lo mismo con las botas y los pantalones, dejándose solo la fina ropa interior pues recordaba lo que le había dicho Amanda sobre desnudarse en presencia del sexo opuesto.

Cuando se dio la vuelta se encontró con que Amanda lo contemplaba muy seria. Al parecer se tomaba muy a pecho esas costumbres. Sin embargo, en lugar de recriminárselo, los ojos de la muchacha se deslizaron por la piel de su pecho, con la admiración que había buscado antes y no había obte- nido.

Su corazón dio un salto, sorprendiéndolo por completo. Se llevó una mano temblorosa al pecho; quizá estuviera enfer- mo de verdad. Pero una vez más, las inexplicables reacciones venían como consecuencia de observarla a ella. De alguna forma que él no entendía, habían logrado conectar el pecho de los siervos con los rostros de sus amas.

No, no podía ser. Parecía más cosa de brujería.

La joven se limitó a quitarse los pantalones, pero la gran camisa, que por el efecto del agua se había vuelto verde bo- tella, cayó en toda su extensión, cubriéndole el trasero. Una pena, pues tenía curiosidad por verlo sin los pantalones de por medio.

Se sentaron sobre la tierra, a cuatro pies de distancia, y de- jaron que el sol los irradiara de su calor mientras observaban las aguas del lago.

—¿Por qué no has aprendido a nadar?

—No es costumbre entre las damas, a no ser que su trabajo lo requiera —explicó Amanda con naturalidad—. Para eso se les enseña a nadar a los siervos.

—No eres dada a desafiar convencionalismos, ¿verdad?

—lo había dicho con tono de censura y lo sabía.

Amanda apretó los labios y lo miró con manifiesta irritación.

—No, Callum. Soy una dócil marioneta que hace todo lo que le dice su amiga, su madre y la sociedad.

—Bueno, no todo —Callum esperó a que ella volviera a mirarlo y se señaló a sí mismo. Sabía que la había ofendi- do—. Esta mañana estuve leyendo los periódicos viejos que me dejaste. Parece que los grandes revolucionarios que han cambiado la historia fueron todos devotos sumisos. Como los trabajadores de la Revolución Francesa, los esclavos y tus an- tepasadas. ¿Acaso no nace la rebeldía de la misma opresión?

Amanda contempló pensativa algún punto del horizonte.

—Hay algo que sé con certeza, y es que tanto mi madre como Jane te hubieran denunciado de inmediato. Eso debe significar que hay algo en mí que ninguna de las dos puede controlar —Amanda sonrió con una expresión complacida de autodescubrimiento—. Este es el mayor acto de rebeldía de toda mi vida.

Callum le sonrió, contagiado por su entusiasmo.

—No debería ser el último.

—¡Oh, no lo será! —le aseguró ella con un halo de mis- terio—. Le estoy cogiendo el gusto a hacer lo que me venga en gana y a tener en cuenta mi propia opinión. Callum, ¿me enseñarías a nadar?

—Podemos acordar un intercambio de servicios, pues hay muchas cosas que deseo aprender, como jugar a las cartas.

Amanda extendió un brazo hacia él con la palma de la mano vuelta hacia el agua, y Callum se quedó mirándolo ce- ñudo hasta que ella rio.

—Estréchame la mano, Callum. Así es como las damas cierran un trato.

Hizo lo que decía, y notó que ella le daba un apretón firme y sacudía su mano.

—Es como firmar un contrato porque das tu palabra. La palabra de una dama, lo es todo.

Callum asintió, observado sus manos con fascinación. Acababa de cerrar su primer trato, de caballero a dama, de igual a igual.

—¿Recuerdas el hombre que estaba sentado junto a tu ma- dre en el desayuno? —inquirió tras unos segundos de silencio.

—Tom —especificó ella mientras asentía con la cabeza.

—¿Es tu padre y el de Cassandra? Amanda se puso seria.

—Así es.

—Pero lo llamas Tom y no compartes con él.

La joven se miró los pies como si temiera decir algo que lo ofendiera.

—Tom no es Tom, quiero decir... —elevó el rostro al cielo y pestañeó varias veces—, quiero decir que es un cuerpo va- cío y se nos enseña a no...

—Sé lo que quieres decir —la interrumpió—, se las educa para no tener sentimientos por nosotros. Pero, pese a esto, te referiste a tu hermano como tal y te interesas por saber de él. No logro entenderlo.

Amanda inclinó la cabeza hacia un lado, como si ella mis- ma no hubiera pensado en eso.

—Tiene gracia que tú hayas acabado conmigo, pues, cuan- do era pequeña solía fantasear con que mi hermano Daniel despertaría un día y vendrían a buscarme y viajaríamos juntos por todo el mundo. De hecho, cuando te vi hablar por prime- ra vez, recordé mis fantasías infantiles y pensé que eras él

—sacudió la cabeza, riéndose de sí misma—. No es así, por supuesto. Odiaría que fueras mi hermano.

—¿Por qué? —preguntó él.

Amanda, que parecía haber dicho eso último para sí mis- ma, se puso tan roja como la manzana que se había comido Callum para desayunar. Abrió la boca, pero no dijo ninguna palabra.

—¿Por qué odiarías que fuera tu hermano? —repitió él. Cuando ella reaccionaba de esa forma tenía la sensación de estarse perdiendo algo. Estaba claro que la joven no era trans- parente del todo, sino que decidía a su antojo qué información compartía y cuándo lo dejaba en la sombra de la ignorancia.

—Porque no puedes ser la ama de tu propio hermano y todo nuestro plan hubiera salido mal —respondió al fin, poniéndo- se de pie.

La respuesta era inconclusa, pero no parecía haberle men- tido. Lo hubiera visto en sus ojos.

Amanda se había incorporado, y sus muslos quedaron a la altura de su campo de visión. Eran bastante menos musculo- sos que los suyos propios, y la piel parecía tersa e inmaculada, pues no estaba obstaculizada por el bello, como la suya. De- bían de tener un tacto distinto.

Si no fuera porque la sociedad de Amanda le había metido en la cabeza lo inapropiado de que personas de distinto sexo se vieran desnudos y se tocaran, le habría propuesto desnudar- se allí mismo y explorar las diferencias de sus cuerpos. Lo que había empezado como una curiosidad se estaba convirtiendo en una fascinación. En ese mismo instante, deseaba alargar la mano para acariciar sus piernas y comprobar su tacto. La camisa de Amanda aún estaba mojada y se pegaba a su vien- tre y a sus pechos. Tampoco se había quitado aquel estúpido collar que tanto le llamaba la atención. Los mechones dorados caían mojados y desordenados por sus hombros, su pecho y su espalda.

—¿Qué? —inquirió ella, mirándolo de reojo apenas un ins- tante, para volver a contemplar el lago.

Callum se puso de pie frente a ella.

—¿Para qué sirve? —preguntó, apuntándolo con un dedo acusador.

Amanda frunció el entrecejo un tanto confundida y siguió la dirección de su mirada.

―¿Te refieres a mi colgante? —dedujo—. No tiene otra función aparte de la de adornar ―contestó, llevándose las ma- nos a las caderas y observándole con un brillo travieso en los ojos―. Algo así como tu cabeza, Callum.

―No me gusta ―se quejó él, malhumorado—. Me parece que solo lo usas para llamar la atención. ¿Por qué no te pones un jarrón con flores en la cabeza, o te cuelgas un cuadro en la nariz?

—¿Por qué no te reúnes con Jane y entre los dos deciden cuá- les collares debería usar? —protestó, cruzándose de brazos con demasiada energía—. Ya que todos lo que yo elijo son ridículos.

—No es ridículo, es hermoso —increpó él enfadado. Ni siquiera sabía de dónde provenía su irritación, pero sí que iba dirigida a ella. Una tensión inquieta emergía de su pe- cho y se repartía por su cuerpo, robándole la tranquilidad. Sus modelitos parecían instigarla. Lo último que quería es que su vocación fuera la moda. Lo odiaría si así fuera—. Ese es el problema. Podría estar admirando el lago, y en lugar de eso, miró tu collar, tu camisa y tu estúpido pelo.

La reacción de la joven ante su ataque de mal humor ter- minó por confundirlo del todo. En lugar de enfadarse, sonrió atolondrada. Sus ojos brillaron y sus mejillas se sonrojaron y, entonces, le apartó la mirada.

—¿Por qué sonríes? —dijo él, volviendo a acariciarse el pecho de forma distraída. Los vivaces ojos castaños enmarca- dos por unas pestañas espesas se abrieron para observarlo con esa mezcla de temor y algo más que siempre reflejaban—. Te regaño y te comportas como si acabara de anunciarte que eres la heredera de una cuantiosa fortuna y no supieras que va a ser de su vida a partir de ahora.

La joven se limitó a ignorarlo, dándole la espalda como si la conversación la hubiera aburrido.

—Amanda, ¿por qué...

—Sabes, Callum, te equivocaste al decir que eres como un bebé —dijo Amanda volviéndose hacia él de nuevo. La sombra de la sonrisa seguía en su rostro y parecía feliz—. En realidad, te encuentras más en la fase de los 4 años, cuando no dejan de hacer preguntas.

En ese momento una rama crujió a su derecha y los setos se movieron con el inconfundible siseo de las hojas al ser sa- cudidas.

Ambos observaron la zona del bosque de la que provenía el ruido con ojos como platos. Amanda se volvió hacia Callum con el rostro desencajado y, un segundo después, sin mediar palabra, corrió hacia el arbusto que acababa de moverse. Inspeccionó el bosque con atención, lo miró por encima del hombro y sacudió la cabeza. Lo que quería decir que no ha- bía visto nada, ni rastro de qué o quién había estado allí unos segundos antes.

Cuando regresó, él la miró con atención, pero sin atreverse a decir nada o a moverse.

―Estamos solos ahora. Puedes hablar.

―¿Has logrado ver de quién se trataba? Amanda negó con la cabeza, de nuevo.

―No he visto a nadie, supongo que sería algún animal

―dijo, con tono esperanzado.

―¿Y si era una mujer?

―Nunca nadie viene aquí, por eso te he traído. Pertenece a mi familia y ninguna de ellas tiene interés alguno en el lago. Cassandra solo viene cuando yo la traigo. Tiene que haber sido un animal. Hay gacelas y jabalíes en la zona este del bosque, quizá uno haya bajado hasta el lago. No sería la primera vez.

Callum asintió un poco más tranquilo.

Decidieron regresar a casa. Estaban hambrientos y de pronto el estanque no parecía tan acogedor e idílico como lo había sido antes de que los interrumpieran.

En el camino de vuelta, se habían demorado recogiendo el tronco serrado y cargándolo hasta su taller. Era cómodo contar con Callum y no necesitar ir hasta su casa por ayuda para transportar la madera.

Se apresuró en cruzar el rellano de su casa. Apenas quedaban diez minutos para el almuerzo. Antes de presentarse en el come- dor, tendría que darse un baño y cambiarse de ropa, pues estaba hecha un total desastre. Su pelo se había secado de forma salvaje y desordenada, sus ropas estaban sucias de barro y sus manos y su cara estaban tan manchadas como aquellas. Pero antes de que pudieran alcanzar el primer piso se cruzó con Isolda.

―Amanda, estás en un buen problema ―la escuchó decir a su espalda. Su sangre se congeló. Quizá sí que había sido una de ellas quien los había espiado en el lago.

Isolda no esperó a que le contestara para continuar.

―La señora Amelia Whipple está en este mismo instante en el despacho con tía Mary.

«¿Amelia Whipple?». Nunca antes había escuchado ese nombre.

―¿Quiénes? ―le preguntó a su prima.

―La mujer a la que tu siervo golpeó con un paraguas en la panadería ―contestó Isolda, cruzándose de brazos y atrapan- do su larga trenza entre estos―. ¿Cómo puedes ser tan cruel, prima? Te ruego que la próxima vez que planees hacer algo parecido me lleves contigo.

Amanda cerró los ojos con alivio. Nadie había visto a Callum en su estado normal.

El alivio duró poco cuando se imaginó a aquella irritante señora narrándole lo ocurrido en la panadería a su madre.

―Maravilloso ―masculló con sarcasmo.

Una puerta chirrió en la primera planta e Isolda se inclinó para atisbar a las dos personas que salieron del despacho.

Desde donde estaba ella, en las escaleras, solo alcanzó a oír el murmullo de las voces, pero reconoció el irritante tono re- funfuñón de Amelia.

―Tía Mary, Amanda está ahí, en las escaleras ―anunció Isolda, señalándola con el dedo.

Amanda tuvo ganas de lanzarle el jarrón con flores que descansaba en una repisa, pero eso no hubiera hecho más que empeorar su situación.

Instantes después, su madre entró en su campo de visión y la observó de pies a cabeza, pero no hizo el más mínimo comentario respecto a su aspecto, ni sobre la historia que aca- baba de escuchar sobre ella, sino que se limitó a pedirle que se uniera a ellas en el comedor y que renovara sus disculpas hacia la señora Whipple.

―Mamá, deja que me aseé primero ―solicitó, con la espe- ranza de retrasar el inoportuno encuentro.

―No hay tiempo para eso, Amanda. Ya sabes a qué hora es el almuerzo en esta casa. Deberías haber regresado antes.

Amanda se lamentó interiormente y con desgana descen- dió por los escalones acompañada de Callum.

Lo último que le apetecía era soportar una reprimenda por algo que no había hecho.

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