23

Cuando al fin regresó a su habitación, Callum estaba sentado en su cama. Tenía el pelo revuelto y aún llevaba la camise- ta de manga corta y los pantalones del pijama. Su espalda estaba apoyada contra el pilar que sostenía la cortina, y las piernas estiradas a lo largo del eje del colchón. Lord Byron estaba a medias entre su regazo y la colcha. Daba saltitos torpes con su pequeño cuerpo rechoncho y atentaba contra la integridad de Callum con bocados asesinos. Él lo obser- vaba con una sonrisa, o al menos lo había hecho antes de percatarse de la presencia de Amanda. Borró toda sombra de diversión de su rostro y depositó al cachorro sobre el suelo con total indiferencia.

—Ve a morder un zapato o a escribir un poema, o a lo que sea que hagas con tu tiempo libre —le dijo al perro.

Amanda ocultó una sonrisa mientras se agachaba para aca- riciar a Lord Byron, que había trotado de lado hacia ella. Era adorable como los cachorros no lograban desplazarse en línea recta, sino que parecían embriagados todo el tiempo.

Lo levantó en volandas y le dio un beso en el cogote con los ojos atentos de Callum sobre ella.

—¿Qué se siente estar a dos días de dejar de ser un es- clavo? —le preguntó. Un asunto seguro como aquel era justo lo que necesitaba para calmar la vergüenza que sen- tía en ese momento. Recuerdos del beso del teatro habían acudido a su mente de inmediato en cuanto lo vio sentado en su cama.

—Estás tan segura de eso —murmuró él con amargura. Apartó las piernas para hacerle sitio y dio palmadas sobre el colchón para indicarle que se sentara junto a él.

Amanda se sintió como si la misma muerte la hubiera lla- mado a su lado, una muerte hermosa, que una parte retorcida de ella deseaba.

Se acercó a su lecho y a él. Se dio media vuelta y apoyó el trasero en el borde de la cama, apenas a una pulgada de su muslo. Al menos así no tenía que mirarlo directamente, pero podía notar su respiración y su presencia en su oreja. Se con- centró en la puerta de su habitación.

—En efecto, estoy segura del resultado. Es un cambio inevi- table. Toda esclavitud está destinada a terminarse. El problema es que se continúan inventando nuevas formas de esclavizar.

Callum guardó silencio, hasta que ella tornó su rostro li- geramente para mirarlo de reojo. Abortó el acto en cuanto se encontró con sus ojos y su pulso se aceleró.

—Nos iremos a vivir a Londres entonces —sugirió Callum. Amanda notó en la parte baja de su espalda que su muslo había salvado esa pulgada que ella había dejado concienzu- damente—. O quizá podamos viajar durante un par de años. Ver todo lo que haya para ver, saborear todo lo que haya para saborear, y descubrir costumbres e historias de civilizaciones lejanas, que nos abran la mente empequeñecida por la vida en este país.

Antes de conocerle, nunca había experimentado tantas sen- saciones distintas en su pecho.

—Si obtienes tu libertad, sin duda, lo último que querrás es ir a todas partes con la que fue tu ama —se volvió para mirarlo con una sonrisa insegura—. Si lo hicieras, nunca ex- perimentarías lo que es la verdadera libertad.

Debía de ser su ignorancia hacia las costumbres lo que lo hacía tan descarado, pues mientras que ella sufría por soste- nerle la mirada, él la bebía con sus ojos grises.

—Tonterías —dijo despacio—. Mi ama nunca fue parte de mi esclavitud sino de mi libertad.

Lo miró deleitada. Su pecho alzándose lleno de satisfac- ción, sus labios entornándose en una sonrisa afectada.

—Amanda, anoche en el teatro... —comenzó él sin apartar sus ojos de ella ni por un segundo. Era enervante.

Ella miró al Lord Byron entre sus brazos y se inclinó para dejarlo en el suelo mientras le ordenaba a su rostro mental- mente que se enfriara.

—Supongo que tendrás varias preguntas. Callum negó con la cabeza.

—Solo una —aseguró, con la arrolladora confianza de al- guien que tiene años de experiencia en esos menesteres. Su cálida mano fue a parar a su hombro con un agarre férreo—.

¿Sabes cómo detenerme?

Ni siquiera esperó a que le respondiera. Tiró de ella hasta que la tuvo sobre él. Para asegurarse que la espalda de Amanda no se contorsionara hacia atrás de forma incómoda se deslizó un poco más sobre la columna, permitiendo que ella se acomo- dara sobre su pecho. Su pelo cayó como una cascada a ambos lados de sus rostros encerrándolos en una cortina de intimidad. Toda la piel de su cara y sus labios vibraban con alegría, de- seando acercarse al bonito rostro de él. Iba a besar a un chico, y él iba a besarla de vuelta. La anticipación era aún más inten- sa cuando su cuerpo ya sabía lo que iba a sentir a continuación. Callum no se demoró más en acariciarla con sus suaves y cá- lidos labios masculinos. Su pecho se apretujó contra el pecho sólido y amplio de él. Notó la palma de su mano sobre su me- jilla, y la otra en su espalda. Cada pulgada de contacto le hacía cosquillas y era extrañamente consciente de esas zonas de su cuerpo. Su vientre le mandaba oleadas de caricias, mientras sus labios y sus lenguas se rozaban, suaves y cálidos.

Ella se negó a tocarlo, porque solo besarse ya era lo su- ficientemente intenso. Mantuvo sus manos sobre el colchón a ambos lados de él, pero se deleitó en el roce de sus brazos contra los costados sólidos como rocas. Tenerlo tan cerca era más de lo que podía haber soñado en su vida, y que la be- sara de esa forma era demasiado bueno como para necesitar aventurarse en nada nuevo. Pero Callum no tenía la misma paciencia, sus manos se deslizaron lentas y extasiadas por sus hombros, sus dedos se clavaban en su piel con ansia, y no le quedó duda de que la deseaba. El pensamiento la hizo flotar igual que una hoja temblorosa en el aire invernal.

Apartó el rostro para que respiraran. Además, le había peguntado si sabía cómo pararle; lo que significaba que él no tenía intenciones de hacerlo. Amanda necesitaba ir des- pacio.

La expresión en el rostro de él, la hizo sentir aún más feliz.

—Esto era a lo que se refería tu prima, ¿verdad? —le pre- guntó con tono acusatorio.

Ella sonrió con culpabilidad como respuesta.

—Me la pagarás —la amenazó con tranquilidad, sin mo- verse de donde estaban recostados. Su mano contradijo la amenaza acariciando su pelo desde su nuca hasta la mitad de su espalda—. Tienes el mejor cabello de toda Inglaterra.

Amanda dudaba que tuviera el mejor cabello de toda Inglaterra, pero estaba segura de que en esos instantes, era la mujer más feliz de la Tierra.

La biblioteca era una de sus salas favoritas. El olor a hojas viejas y amarillentas impregnaba la estancia con el inequí- voco perfume de miles de historias contenidas en palabras. Le fascinaba pensar que la literatura se componía de simples palabras, que puestas en cierto orden tenían el mágico poder de transportar a un mundo distinto al de la propia existencia, y ese nuevo mundo podía ofrecer un descanso a la mente con el que ninguna noche de sueño podía competir.

La sala estaba hecha de madera, y esa era la segunda ra- zón por la que le gustaba tanto. Pues la madera era su pasión, como lo era la música para Callum. O, al menos, lo había sido hasta que él se había convertido en su nueva pasión.

Entró por el segundo pasillo a su derecha, el cual conte- nía las obras literarias más recientes. Sin duda, sus favoritas: Wordsworth, Coleridge, Keats, Blake, entre otros, inunda- ban las estanterías por las que pasó las yemas de sus dedos mientras espiaba a Callum por un estrecho hueco entre libro y libro. Él ojeaba lomos de libros en el pasillo contiguo. Cuando la descubrió mirándolo, esbozó una sonrisa que le derritió las entrañas. Amanda, fingió de inmediato que continuaba con su búsqueda y extrajo un ejemplar de poemas de Elizabeth Ba- rrett Browning. Había un poema que recordaba haber leído varias veces en tardes de aburrimiento.

¿De qué maneras te amo? Deja que las cuente:

Te amo todo lo hondo, lo ancho y lo alto

que mi alma pueda alcanzar, al perderse buscando los confines del Ser y la Gracia.

Te amo en el momento más cotidiano, con el sol y la tenue luz de las velas.

Te amo en libertad, como el hombre que aspira al Bien; Te amo con pureza, como el que alcanza la Gloria.

Te amo con la pasión que antes puse

en mis viejos lamentos, con mi fe de niña. Te amo con la ternura que creí perder cuando mis santos se desvanecieron.

Te amo con cada frágil aliento,

con cada sonrisa y con cada lágrima de mi vida; y si Dios así lo desea,

te amaré aún más tras la muerte.

Fue entonces cuando oyó el oxidado sonido de la pesada llave girando en el hueco de la cerradura. Si la puerta de la biblioteca no hubiera sido tan longeva, jamás hubiera sido ca- paz de captarlo de forma tan precisa. Pero Callum no conocía ese ruido como ella, y no se percató de nada.

Desanduvo el camino recorrido para comprobar que se tra- taba de Cassandra. Se colocó el dedo índice sobre los labios para indicarle que no hiciera ruido.

—¿Encuentras algo de tu agrado? —le preguntó al mucha- cho como si nadie hubiera entrado en la habitación.

—No comparto tu fascinación por la poesía, pero estos versos de John Clare han tocado algo en mí.

Amanda caminó hasta él.

—Adelante léelo —lo instó una vez lo vio allí parado con el pequeño libro abierto entre sus manos.

Yo soy, y aún así quién soy nadie sabe ni a nadie le interesa, Mis amigos me abandonaron como a un recuerdo perdido; Soy consumidor de mis propias desdichas,

Que vienen y van por un anfitrión inconsciente; como tonos de amor y muerte perdidos en el olvido Aun así soy, y vivo con sombras lanzadas a la nada

del ridículo y del ruido, en el mar vivo de sueños despiertos, Donde no se siente vida ni disfrute.

(...)

Anhelo los lugares que ningún hombre ha pisado, allí donde ninguna mujer sonrió o lloró jamás.

—¡Es precioso!

—Es como si hablara de... no, no hablara; es como si le hubiera puesto palabras a sentimientos que son inexplicables.

Amanda sonrió ante la descripción.

—Ese es precisamente el poder de la poesía —dijo, y tomó el libro de entre sus manos—. Ahora que lo entiendes, ahora que lo has conocido, serás su esclavo para siempre.

Sin duda, ella también se había convertido en esclava de algo que nunca antes había entendido.

—¿Amanda? ¿Estás ahí? —la voz de Cassandra los in- terrumpió. Callum puso una mueca de horror y Amanda se concentró en mostrarse preocupada en lugar de reírse a car- cajadas.

—¿Cassandra? —gritó en respuesta. Con Callum tras ella caminaron hacia la zona central de la biblioteca. Cassandra estaba sentada en uno de los escritorios y acariciaba a Lord Byron en su regazo.

—¿Estabas leyendo poesía? —se limitó a preguntar la niña. Estaba tan tranquila y despreocupada que cualquiera hu- biera deducido que no los había escuchado conversar como dos personas normales.

Amanda le guiñó un ojo a su hermana, aprovechando que Callum estaba a su espalda y no podía verlo. A continuación, se sentó sobre el diván que había tras el escritorio, y su her- mana la siguió allí.

—Estoy aburrida, Amanda —comentó, dejándose caer re- lajadamente sobre el diván—. Ahora que tienes siervo podría entretenernos.

—¿Se te ocurre alguna idea en particular? —Callum le echó una mirada de advertencia, aprovechando que Cassandra estaba plegada sobre sí misma y con los brazos alargados in- tentaba alcanzar a Lord Byron que había huido de ella. Sabía lo que significaba esa mirada, Callum temía que Cassandra le ordenara algo fastidioso o incómodo y quería que Amanda controlara la situación. Cuando el joven ya no la miraba, son- rió de forma perversa, pues ella y Cassandra tenían otros pla- nes.

La niña soltó un alarido y alejó sus manos del cachorro.

—¡Me ha mordido! —gritó subiendo piernas y brazos en el sofá como si Lord Byron fuera un fiero tiburón y el suelo fuera el océano por el que surcaba el hambriento animal. El precioso cachorro se quedó sentado, con una de las patitas traseras más estirada y la enorme tripa rosada apoyada sobre el suelo. Miraba a Cassandra con una expresión inocente y confiada—. Amanda, me ha atacado. Debes hacer algo.

Amanda se inclinó sobre su hermana pidiéndole que le en- señara la mano.

—¡Estás sangrando! —exclamó con toda la sorpresa que logró. Sus dotes de actriz no eran ilimitadas.

—¡Debemos castigarlo! Debemos corregir sus perversas in- clinaciones antes de que crezca —continuó Cassandra. Su her- mana, en cambio, era una natural de las artes escénicas—. ¡Ca- llum! —lo llamó con tono autoritario y claro—,castiga a Lord Byron. Rápido, antes de que se le olvide lo que ha hecho.

Callum, que había permanecido todo ese tiempo con la mirada perdida en el mismo punto de la habitación, puso tal expresión de horror que Amanda estuvo a punto de rom- per en carcajadas. Él le dedicó una mirada significativa, probablemente preguntándose porque Amanda aún no había intervenido.

—¿Qué le ocurre a tu siervo, Amanda? —inquirió Cassandra con un tono aún más histérico—. ¿Por qué no obe- dece mi orden?

—Creo que no te ha entendido, Cassie. Recuerda que de- bes darles órdenes específicas —razonó ella procurando que su voz sonara lo más seria posible.

—Callum, castiga a Lord Byron por morderme. Dale un puntapié.

Callum se giró y miró al cachorro. El animalillo mordía el tentador pompón de un cojín que había caído sobre la alfom- bra. Tiraba del cojín sin lograr moverlo lo más mínimo, y su trasero se movía serpenteante. Solo un bebé podría ser tan adorable atacando un cojín.

Pero Callum no se movió ni una pulgada de donde es- taba, sino que observó al animal con tal piedad en sus ojos que Amanda se enamoró aún más de él. Entonces, se volvió hacia ella, mirándola con labios apretados y una mueca de determinación; y se cruzó de brazos dejando muy claro que no pensaba hacerlo.

Cassandra le apuntó con el dedo y la boca abierta, y chilló que iba a alertar a las demás mujeres. Salió corriendo de la biblioteca, mientras ellos dos se quedaron donde estaban mi- rándose a los ojos.

Callum se limitó a encogerse de hombros con una expre- sión desafiante.

—No puedo creer que arriesgues tu vida por él —le dijo ella fascinada.

—Y yo no puedo creer que permitas que me pidan algo así

—la acusó enfurecido.

Para sorpresa del joven, Amanda le sonrió y se levantó del sofá para acercarse a él y darle un abrazo.

—Amanda lo has arruinado —escuchó la voz de su herma- na a su espalda. Esta había regresado a la biblioteca y al ver que se abrazaban cerró la puerta tras ella.

Callum intercaló una mirada sorprendida entre ella y la niña.

—¿Qué está ocurriendo?

—Cassandra era nuestra espía aquel día en el lago. Des- de entonces sabe que estás consciente. Estábamos intentando gastarte una broma.

Callum tiró de su brazo para separarse de ella.

—¿Cómo has podido? —le chilló—. ¿Y si le hubiera dado esa patada?

—Estabas a una distancia prudencial de él, te hubiera de- tenido —refutó ella.

Callum la miró con aprensión por un instante y enton- ces alargó la mano y tiró de ella para darle un beso en la frente.

—Me alegro de que no seas tan cruel, y de que no vayan a dispararme por culpa de ese estúpido poeta baboso.

—Se suponía que sería gracioso y nos reiríamos —dijo Cassandra ceñuda—, no esperaba tantos abrazos.

Ambos miraron a la niña y rieron.

—Callum, así no es como se juega —exclamó Cassandra, arrancándole el atlas de la mano. El pesado libro era práctica- mente del mismo tamaño que los brazos de la niña—. Tienes que cerrar los ojos antes de apuntar al mapa.

—Pero si no los he abierto y además...

—Tienes que cerrar los ojos e imaginar el mundo como es, con Europa en el centro.

—En realidad, Cassie, el mundo es redondo, por lo que no hay centro —la corrigió Callum—. Lo japoneses sin duda tienen mapas en cuyo centro aparece Asia.

—¿De veras lo crees? —intervino Amanda. Se irguió en el sillón para contemplar el mapamundi con nuevos ojos—. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

Él le guiñó un ojo, para inmediatamente después cerrarlos con fuerza y apuntar al mapa.

—¡China! —anunció Cassandra en alto—. Nos ha tocado China para la adivinanza.

Se vistieron con disfraces mandarines que Cassandra sacó de un baúl de madera, y Callum intentó tocar música china mientras ellas bailaban como geishas. Pero acabaron desternillándose de risa cuando la melodía sonó más como la alacena de la cocina viniéndose abajo.

Cassandra se sentó en la silla que Callum había colocado sobre la mesa, fingiendo ser la emperadora que observaba la escena con desprecio.

—¡Que le corten la cabeza! —decretó con voz oficial mientras señalaba a Callum.

—¡Mi señora! ―exhaló Callum, con su rodilla contra el suelo en actitud servicial―. No seas tan cruel con nuestros fieles.

—No lo soy. Por eso debe morir, trovador. Para que mi séquito no sufra más por la tortura de su «música».

Cassandra, sin apiadarse de él, le hizo un gesto a Amanda, para que se aproximara, como un verdugo que cumple la or- den de su emperadora.

Callum se puso de rodillas, hundió la cabeza en el regazo de ella y la rodeó con sus brazos.

—No serás capaz de cumplir tal orden, mi dama. Amanda sintió un aleteo intenso en el corazón.

—No voy a ejecutarte joven músico —declaró ella con magnanimidad, y puso una mano sobre su coronilla—. Tu condena es infligida por tu adicción al opio.

Cassandra inhaló sonoramente, indignada por lo que aca- baba de descubrir y se levantó de su silla, con las manos en las caderas, para mostrar su sorpresa.

—Pero si prohibí el opio en mi reino —expresó.

—Hemos perdido la guerra mi emperadora —explicó Amanda con exagerado dramatismo. Los ingleses continúan esclavizando a nuestro pueblo con sus drogas.

Callum alzó la cabeza interesado.

—¿Estamos en guerra con China por convertirlos en adic- tos? —susurró Callum, como si un tono de voz más bajo no fuera a interrumpir la charada.

—Hubo dos guerras hace años por esta razón, y ganamos ambas. No contábamos con suficiente plata como para cos- tearnos el té, la porcelana y la seda chinas. Pero el problema se resolvió cuando ellos se volvieron adictos a nuestro opio. Desde entonces, China nos rinde cuentas.

—¡Malditos ingleses! —gritó Cassandra, estrellando su puño contra la mesa, aún metida en el papel. Callum y Aman- da intercambiaron una sonrisa.

—Yo también quiero ir a la escuela para aprender estas cosas —dijo Callum al fin.

Cassandra se bajó de la mesa y se acercó al muchacho. Este seguía de rodillas por lo que sus rostros estaban a la misma altura. Le cogió de las manos.

—Tras la votación de mañana podrás hacer lo que te plaz- ca, Callum —le prometió la niña con su tierna voz infantil.

Él le sonrió con calidez.

—¿Vas a votar por ello?

—No puedo, solo soy una niña —respondió, riendo por lo ridículo de la idea.

—¡Pero yo sí! —confesó Amanda con determinación—.

Puedes contar con ello.

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