22
Amanda escuchó la voz de su madre a través del pasillo que desembocaba en su despacho. El sol del alba se colaba por las ventanas del corredor iluminándolo de una inusual blancura. Estaban disfrutando del mejor verano en cuarenta años. Se asomó por una de esas ventanas y vio que las sábanas blancas, que habían sido colgadas en el patio, apenas se agitaban por la ausencia de viento. Más allá del patio se extendía el bosque cuya frondosidad ofrecía una tregua de calor.
El reloj acababa de anunciar las ocho de la mañana, pero Amanda se había levantado temprano para evitar a Callum. Después de lo ocurrido en el teatro, temía quedarse a solas con él.
La noche anterior, en el carruaje, con una mirada tan ar- diente como curiosa le había preguntado sobre lo que había ocurrido entre ellos en el teatro. Esa era una conversación, para la que aún no estaba preparada.
La puerta del escritorio se abrió y su madre se asomó por el quicio. Pareció asustarse al verla, como si no la esperase allí, pero enseguida se mostró complacida por su presencia. Amanda la buscaba porque quería pedirle permiso para hacer una visita a sus parientes de Escocia. Sería un placer enseñar- le a Callum el viejo castillo y perderse con él en las Tierras Altas.
―Excelente, me disponía a ir en tu búsqueda ―dijo Mary, instándola con la mano a acercarse.
Amanda arrugó la frente un tanto desconcertada.
―¿Me necesitas, mamá?
Era la primera vez que su madre convocaba a nadie de la familia mientras estaba reunida con otras mujeres. Normal- mente, eran gente importante, con la que trataba asuntos de política con los que ella poco tenía que ver.
―Nada importante ―desechó su madre―. Ven a saludar a mis invitadas.
Peculiar, sin duda, pero Amanda no dudó en seguir las ins- trucciones de su madre y entró en el despacho donde se en- contró con cinco mujeres sentadas, tomando el té.
―Buenos días, Amanda ―dijo Elizabeth Hale, con una sonrisa piadosa―. ¿Cómo va todo?
―Buenos días señora Hale, señoras. Todo va muy bien, gracias.
―Hace poco recibiste a tu siervo, ¿verdad? ―preguntó otra de las mujeres, cuyas gafas redondas parecían apunto de resbalarse de la regordeta punta de su nariz.
Amanda asintió.
―¿Considerarías que tu vida es más sencilla desde enton- ces? ―continuó la mujer de los anteojos.
«¿Sencilla?».
Le hubiera gustado reírse. Se notaba que no conocían a Callum en absoluto. Al menos se tranquilizó al darse cuenta de que solo querían la declaración de una chica cualquiera sobre su experiencia al poseer un siervo.
―Supongo ―dijo, sin saber que más añadir. Sus circuns- tancias con respecto a su siervo eran de lo más peculiar y esa mujer no podía ni imaginarlo.
―¿Estuviste en la fiesta de las Richardson anoche? ―pro- siguió la mujer, sorprendiéndola por completo.
Asintió sin decir una sola palabra.
―¿Bailaste con Oscar Richardson?
Antes de responder, Amanda se replanteó seriamente la posibilidad de que estuviese soñando. Que su vida privada formara parte de las discusiones de aquellas mujeres tan im- portantes y con asuntos de Estado, era algo más allá de lo irreal.
―Sí, bailé con él en una ocasión. Pero, ¿por qué me pre- gunta eso?
Mary se acercó a ella y le sonrió de forma reconfortante.
―Solo nos estábamos preguntando si lo notaste embria- gado.
Amanda pestañeó varias veces.
―Por supuesto que no. Es ilegal servirle alcohol a un siervo. Oscar estaba perfectamente. Se resbaló en la piedra mojada por la lluvia. Fue un accidente.
―Por supuesto ―repitió su madre―. Ya te puedes retirar, querida.
Le tomó un instante moverse, pues la entrevista la había dejado un tanto aturdida. Justo cuando se giró para salir, las cosas se pusieron aún más extrañas. Algo había enganchado el chal que llevaba sobre los hombros y este se deslizó por sus brazos hasta dejarla parcialmente destapada. Se dio la vuelta para averiguar de qué se trataba, cuando se encontró con la mirada fija y horrorizada de todas las mujeres de la sala, que observaban con detenimiento los cardenales y magulladuras que sus días con Callum le habían dejado por los brazos.
Se preparó para la avalancha de preguntas, pero esta no llegó. En su lugar reinó el más profundo silencio mientras cruzaban miradas serias entre ellas. El chal de Amanda estaba en el suelo, a sus pies, y la única explicación razonable a lo que había sucedido es que Mary lo había prendido entre sus dedos.
―Puedes retirarte ―repitió su madre con toda la normali- dad del mundo, como si nada hubiera ocurrido. ¿Sería posible que se estuviera imaginando cosas o parecía feliz?
—¿Ocurre algo? —le preguntó con la piel del cuello eri- zada. Había leído en algún sitio que eso es lo que se siente en presencia de un fantasma. Desde luego había algo espectral en aquella habitación.
Su madre le sonrió de forma tranquilizadora, y negó con la cabeza.
—Discusiones tediosas que aborrecerías.
Emergió de la habitación con una escalofriante sensación de irrealidad. Ni siquiera podía regresar a la familiaridad de su relación con Callum para contarle lo acababa de ocurrir porque lo estaba evitando. Sabía que no podría hacerlo para siempre, y que tarde o temprano tendría que enfrentase a su vergüenza y a las preguntas incómodas que le haría él. Pero aún no se sentía preparada.
Decidida a alargar su tregua, se paseó por el jardín de la parte trasera de la casa. La tranquilidad de la mañana con sus sonidos naturales de hermosos pájaros dando la bienvenida al nuevo día, la envolvió como un manto de paz reconfortante.
―¿Te escondes de él? ―la aniñada voz de su hermana la sorprendió a su espalda, haciéndola dar un salto; o puede que solo fuera que sus nervios aún estaban crispados, como los de un conejillo que se asusta ante cualquier ruido.
―¿De quién? ―inquirió, forzando una sonrisa disimula- da. ¿Es qué aquella mañana Callum era noticia nacional?
Su hermana estaba concentrada en peinar a una bonita mu- ñeca con un vestido de un color azul intenso.
―¿De dónde has sacado eso, Cassie?
―Estaba en un baúl de trastos viejos. Se acercó a su hermana pequeña y se inclinó para quitarle la muñeca. La ob- servó de cerca. Era delicada y hermosa, con un suave cabello rubio, y perfectamente maquillada. Esos parecían ser los úni- cos atributos del juguete.
La rompió.
Simplemente la golpeó contra la piedra de la escalera y la fina porcelana se partió en miles de pedazos.
―¿Por qué has hecho eso? ―gritó Cassandra, irguiéndose.
Amanda acarició la frente de su hermana y se inclinó para que sus rostros estuvieran a la par.
―Porque es un instrumento creado para enseñar a las niñas desde jóvenes a perseguir el ideal de la belleza como objetivo en la vida. Muchas niñas, durante muchos años crecieron ro- deadas de este tipo de juguetes y de mayores solo hablaban de vestidos, peinados y joyas. De mayores creyeron que el valor de una mujer radicaba en su belleza y de mayores los hombres las acusaron de ser vanidosas, coquetas y cabezahuecas, cuan- do en realidad habían sido entrenadas para serlo. No quiero que juegues con eso. Quiero que juegues con barro, con ho- jas, con instrumentos creados por ti misma, que te enseñen a explorar el mundo a tu alrededor y que te hagan entender que quién puedes ser en el futuro está solo limitado por tu imagi- nación y tu determinación.
Cassandra asintió pareciendo haber comprendido lo que que- ría decir. Pasearon por el jardín con la pereza de un día festivo. Observaron las bonitas mariposas revolotear entre las flores.
―¿Por qué te escondes de Callum?
Amanda se giró hacia su hermana sorprendida. La niña re- cogió una flor y la miró, mientras sonreía de forma maliciosa.
―¿Cassandra? ―pronunció con cautela.
―Era yo aquel día en el lago ―explicó su hermana―. No te preocupes, estoy de tu lado.
Cuando se repuso de la noticia tomó los pequeños hombros de su hermana entre sus manos para obligarla a mirarla. Su camisa de hombros abombados tenía un agradable estampado de flores diminutas.
―Cassandra, no puedes decirle a nadie...
―Mañana Callum será libre, Amanda, y ya nadie podrá hacerle daño ―volvió a interrumpir la niña.
Amanda suspiró. Pues ella no estaba tan segura de ello.
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