16


Durante los dos días que siguieron a aquel martes de caza, se de- dicaron por completo el uno al otro. Amanda rehuyó toda com- pañía para no perder un segundo de la de Callum. Construyeron una burbuja en la que solo ellos existían, y cultivaron su relación igual que se cuida de una recién nacida. Amanda se sumió en una nueva rutina que dio forma a su vida. Aunque no hiciera ni una semana que Callum había llegado a su vida, apenas recor- daba cómo había sido esta antes de él. O quizá no quería recor- darlo. Antes de él todo había sido mate, insulso; como la dieta sin sal de un enfermo. Ahora su vida estaba llena de color, sabor y su cuerpo vibraba a cada instante con una emoción contenida.

Por las mañanas, se refugiaban en el lago. Él la enseñó a na- dar, o chapotear en el agua, más bien. En tierra firme jugaban a las cartas y hablaban del mundo. Callum le daba la vuelta a la realidad que ella le contaba y lograba que su mente diera giros como una peonza. Cuánto más tiempo llevaba despier- to, cuánto más se ejercitaba su mente con sus conversación, cuánto más la conocía, más la hacía reír, más la hacía temblar con sus palabras y sonrojarse con sus miradas. El niño se es- taba convirtiendo en hombre con una rapidez atronadora, y la experiencia de vivir una vida plena lo hacía aún más atractivo, aún más magnético. Con él, el tiempo volaba, y a la vez, cinco minutos a su lado eran más intensos que los dieciocho años de su vida antes de conocerlo.

Esa tarde de viernes se había presentado lluviosa, y eso los había obligado a esconderse en la biblioteca donde las demás no los molestaran.

La luz que se colaba por las vitrinas era mucho más escasa de lo normal a esas horas. El cielo encapotado de nubes gri- sáceas tenía la culpa de que hubieran encendido el fuego de la chimenea, y de que sus libros necesitaran descansar bajo la luz de un par de lámparas de la gran mesa de la biblioteca.

Callum estaba repantigando en una silla frente a ella, con la frente apoyada en la mano cuyo codo descansaba en la su- perficie de la mesa, junto al libro que leía con interés. Amanda intentaba, a su vez, concentrarse en su propia novela. Pero su mente ya no era libre, era una esclava adicta a la sustancia que se encontraba a escasas pulgadas de ella. Pese a su deter- minación por mantener los ojos en la línea que había releído cinco veces, estos se empeñaban en viajar hacia el rostro del muchacho, su hermosa mano masculina replegada sobre la mesa y los mechones de pelo suaves de los que aún recordaba su textura.

Callum la sorprendió mirándolo en varias ocasiones, y Amanda se limitó a sonrojarse y volver a su lectura fingida. El fuego de sus mejillas, cuando sus miradas se habían encon- trado en el silencio de la habitación, era demasiado pesado como para sostener su mirada. Sus ojos azules se volvían do- lorosamente hermosos cuando la luz del fuego o la del mismo sol los golpeaba.

―¿Qué estás leyendo? ―le preguntó, fingiendo curiosi- dad la tercera vez que la descubrió observándolo. En realidad, su curiosidad era genuina. El joven era una constante fuente de novedades para ella. A pesar de pertenecer a la misma es- pecie, podía notar las diferencias de su comportamiento, sus temas de conversación y su forma de abordar la vida. No era mejor ni peor que la compañía de una muchacha, pero era ciertamente distinta; y después de dieciocho años en Crawley, distinto era todo lo que anhelaba.

Callum tenía predisposición a analizar y comentar los me- canismos de todo cuanto se encontraba, pero no se detenía mucho en profundizar sobre temas abstractos como estaba acostumbrada a hacer con sus amigas. No podía evitar dis- tinguir que cuando conversaba tendía a desestructurar y sim- plificar la realidad tomando lo más simple y esencial para sus argumentos. Charlar con una mujer, en su lugar, suponía in- cluir pequeños detalles en la realidad que la retorcían y com- plicaban por el simple disfrute de hacerlo.

—Estas ilustraciones sobre antiguos métodos de tortura

—contestó él entusiasmado, alzando el libro por un extremo.

Las amarillentas páginas mostraban grotescos dibujos medievales de personas sufriendo distintos tipos de castigos, en ocasiones, con extraños aparatos, en otras, con objetos cotidianos que podrían haber encontrado en aquella misma sala.

—¡Qué sádico! —dijo, arrugando el rostro con desagrado.

—¿Verdad? —celebró él—. Algunos son tan simples como retorcidos. Me pregunto a quién se le habrán ocurrido tales ideas.

—A los chinos, seguro —bromeó ella, pasando página, solo como excusa para apartarle la mirada. Entonces se le ocurrió la forma perfecta de mirarlo sin ponerse en eviden- cia—. Voy a dibujarte.

Se levantó y se acercó a unas gavetas para sacar papel y un lápiz. Sus pasos fueron torpes, como si no recordara bien cómo andar. Le ocurría en ocasiones, cuando sabía que él la observaba.

—Muy inteligente, mi joven amiga. Las más simples y re- torcidas son las torturas chinas. Sin embargo, no entiendo cuál es la maldad de una de ellas —dijo, y pasó varias páginas para buscar algo que ya había visto.

El olor a polvo que levantaron las hojas fue indicio de que el libro solo había despertado el interés de Callum en aquella casa. Otra prueba de que su adorado siervo era un sádico. Un sádico con el aspecto perfecto para ser dibujado, se dijo al sentarse de nuevo y comenzar la tarea.

—Inmovilizan al reo bajo el goteo constante de una gota fría de agua —leyó Callum mientras arrugaba el entrecejo—. Esto solo supone una tortura si eres un cochino al que no le gusta bañarse.

Amanda rio, errando uno de sus trazos como consecuencia.

—Es obvio que la gota cae siempre en el mismo punto de la cabeza. Eso durante días debe ser bastante enloque- cedor.

Callum alzó la vista para contemplarla con exagerado ho- rror.

—¡Qué mente tan retorcida tienes, rubita! —apreció, fin- giendo repentino temor. A continuación, se apresuró en vol- tear el libro entre sus manos para observar la portada.

—¿Qué haces?

—Comprobar si tú eres la autora.

Amanda no pudo evitar volver a reír muy a su pesar.

—Lo soy, creo que sacaré una nueva edición, que incluya la tortura de guisantes que te practiqué el día que nos visitó tu futura ama, Amelia Whipple.

Callum le lanzó una mirada de pocos amigos.

—¿Por qué insistes en llamarla mi futura ama?

—Porque eso es lo que es, solo necesito acordar el precio con ella.

—¿Cuánto se paga hoy día por un angelito como yo? —bromeó Callum, dándose aires de importancia.

—En realidad pensaba pagarle yo a ella. Aún me queda mucho por ahorrar.

Callum apretó los labios para ocultar una sonrisa, a la vez que fingía estar concentrado en su terrible lectura.

—Creo que la página 113 sería bastante fácil de realizar en tu propia alcoba y sé que la odiarías. ¿Me pregunto si tu familia te escucharía chillar desde el ático?

Amanda estiró el cuello para echarle un vistazo al libro, pero Callum lo apartó de su vista al instante, carcajeándose de forma tétrica.

No pudo resistirse a recoger uno de los pesados cojines del diván, que había junto a la mesa, y lanzárselo a la cara. Siem- pre le hacía perder la compostura. Era como volver a ser una niña traviesa con los sentimientos a flor de piel.

Callum, tras recibir el proyectil, saltó de su silla para atra- parla por encima de la mesa. Amanda se levantó rauda, pero antes de lograr encaminarse hacia la puerta, él se deslizó por la superficie de la mesa y atrapó su camisa. Los papeles, don- de había estado dibujando, salieron volando.

Amanda chilló. Un incómodo híbrido entre risa y sofoco salió de lo más profundo de su garganta, y su corazón latió como un potro desbocado contra sus costillas. Callum nunca la tocaba, a excepción de respetuosos roces cuando la enseña- ba a nadar, y algún otro contacto no intencionado.

Pero, en ese momento, pareció haber cambiado de idea, pues rodeó su vientre con un brazo capaz, la subió a la mesa y la tumbó sobre esta. Se cernió sobre ella sujetándole los brazos. Amanda se creyó morir. Tras seis días de frustración, en los que solo se había dado el gusto de un abrazo en el bos- que y una inocente cabalgata, aquello era un festín de con- tacto.

Callum empezó a torturarla con cosquillas mientras ella se debatía por zafarse sin poder para de reír. Había algo distinto aquella vez. Había una tensión entre ellos que estaba segura que él también notaba. Quizá fuera porque estaba práctica- mente tendido sobre ella.

Entonces, escucharon un ruido en el pasillo, como un golpe seco contra la madera de la puerta que anunciaba la presencia de alguien. Se detuvieron al instante, como petrificados por un hechizo. Apretó la mandíbula y cerró los ojos, lamentán- dose por haber sido tan descuidada.

Por un instante, se quedaron quietos, mirando la puerta con ojos como platos, expectantes y sin atreverse a mediar palabra o tomar una decisión sobre cómo proceder. Pero no necesita- ron hacerlo, pues advirtieron el delicado sonido de una hoja de papel deslizándose por debajo de la puerta.

Después de observarla allí, sobre el desgastado parqué, que había perdido su brillo después de tantos años de ser piso- teado, escucharon el ruido de pasos alejándose. Entonces, se atrevieron a levantarse.

Callum recogió la hoja, la desdobló y la observó con sumo interés. Amanda solo podía escuchar los sonoros latidos de su corazón retumbar en sus oídos. Al menos hasta que lo vio sonreír y entregarle la misteriosa misiva.

Nunca hubiera adivinado de qué se trataba. La constan- te preocupación de estar haciendo algo clandestino crispaba sus nervios hasta la demencia; pero desde luego no había es- perado encontrarse un dibujo de ella misma con ropajes de bandida y una máscara negra sobre sus ojos. La hoja estaba enmarcada como los carteles que a menudo se colgaban por las grandes ciudades como Londres.

—Se busca hermana viva o muerta. Se ofrece gran recom- pensa —leyó con tono divertido.

—Cassandra —corroboró él, cuando intercambiaron una mirada.

—Vaya, la desaparecida ―chilló Isolda cuando minutos más tarde entraron en la sala de lectura―. Dichosos los ojos que te ven antes de la hora de la cena.

Su problema era que Callum había logrado que perdie- ra el interés en todos los demás seres vivos del universo. Desde que llegara a su vida, y en especial esos dos últimos días, había estado confinada en lugares en los que pudieran estar solos el máximo tiempo posible. Su familia solo la veía a la hora de las comidas y habían empezado a comen- tarlo.

Cassandra parecía estar enfadada con ella, pues no le había pedido que la acompañara ni una sola vez esa semana. Aman- da era consciente de ello pero se sentía presa de un extraño hechizo por el que todo su ser le pedía una sola cosa. Todo lo demás: la familia, las amigas, la comida, los libros; todo había perdido el brillo, el sabor y la capacidad de interesarla.

—Cassandra, ¿te gustaría venir con Callum y conmigo al mercado mañana? —le preguntó a su hermana con una sonri- sa de implícita disculpa.

La niña la miró con seriedad, pero enseguida asintió con vehemencia y alegría.

—Ya que vas al mercado, Amanda, ¿podrías comprarme un champú de té negro? El blanquecino que compró mi madre a la boticaria huele a... —Isolda se detuvo un tanto azora- da—. Bueno, a granjera después de una jornada de sol. Debe ser el vinagre que lo compone.

Amanda arrugó el entrecejo mientras gesticulaba una son- risa maliciosa.

—Veamos si lo entiendo, Isolda, ¿es cuándo alzas los bra- zos para enjabonarte el pelo que notas el hedor?

Callum soltó una carcajada que por suerte logró camuflar inmediatamente con un severo ataque de tos.

—¿Callum?, ¿estás bien? —preguntó, ocultando una sonrisa.

El joven se volvió hacia ella aún tosiendo, lo que le permi- tió darle la espalda al resto de la sala y Amanda lo vio sonreír mientras sus ojos brillantes la observaban.

Su pecho se hinchó de satisfacción.

―Cassie, ¿quieres que leamos un soneto de Spencer?

―sugirió para alejar su atención del muchacho. Si conti- nuaba mirándolo, todas se darían cuenta de lo que le estaba ocurriendo.

Su hermana saltó del sofá hacia la estantería, de la que ex- trajo un libro de poemas.

También en el salón crepitaba un fuego en la chimenea con el indómito chasquido de sus lenguas. Le regalaba a la sala un halo de cálida luz, potenciando los colores a su alcance.

Amanda le ordenó a Callum sentarse en un pequeño tabu- rete junto al fuego; algo lógico teniendo en cuenta que acaba- ba de sufrir un «ataque de tos».

Las danzantes llamas de la hoguera arrancaban tonos claros a los preciosos mechones de su pelo. Su piel se había broncea- do tras la soleada semana veraniega mucho más rápido que la de Amanda y el fuego potenció el tono dorado, agudizando los ángulos de su rostro con luces y sombras.

―¿Leo tu favorito Amanda?

―No, lee uno nuevo.

Cassandra cerró el libro y lo abrió por una página cualquie- ra y, tras observarla, comenzó a leer:

―«Hace tiempo que busco con qué puedo comparar esos poderosos ojos, que iluminan mi oscuro espíritu, aunque no encuentro nada en esta tierra con lo que me atreva a asemejar la imagen de su buena luz. No con el sol, pues ellos brillan por la noche...».

Amanda intentó refrenarse, pero sus ojos se amotinaron contra sus deseos y se alzaron de nuevo hacia el joven. Él, a pesar de haber debido por prudencia perderse en el horizon- te como los de cualquier otro siervo, tenía la mirada puesta sobre ella, con un peso abrasador.

Amanda entreabrió los labios exhalando el aire que apenas podía contener en su pecho. Sus ojos, aquellos que iluminaban la sala, y que en esos momentos la observaban con intensidad, debían ser los ojos de los que hablaba el poeta. La poesía nun- ca tuvo tanto sentido como en aquel momento. Nunca antes las palabras que escuchaba recitadas por la voz de su herma- na habían sido tan ciertas y tan desoladoramente cercanas a ella. Ahora que sentía en su propio ser lo que tantos poetas habían descrito, un nuevo mundo se abrió en el mismo que ya conocía, en los versos que antes nada significaban. De pronto, Spencer la comprendía mejor que nadie en aquella sala.

—Cuando contemplas esa mirada de ángel bendecida, mi alma que lleva un tiempo hambrienta, es la felicidad de mi cielo. Las hojas, líneas, y rimas, buscas para complacerte a solas. ¿Por quién te placen? A mí, nadie más me importa.

Cassandra leyó otros cuatro poemas y en todos encontró algo que demostró que hablaban de Callum. No había dudas al res- pecto, se había enamorado de él. Solo el amor podía lograr que el mismo universo de siempre resultara completamente distinto.

―Se me olvidaba Amanda ―dijo Isolda, sacándola de sus reflexiones―. Este mensaje llegó para ti esta tarde. Lo trajo una sirvienta de Jane.

Amanda se disponía a abrir la nota cuando Isolda le resu- mió su contenido, irritándola de sobremanera.

―Dice que pasará a recogerte a las siete para ir al teatro.

―Maldita seas, Isolda, te he pedido innumerables ve- ces que no leas mi correspondencia ―le reclamó a la joven malhumorada. No eran buenas noticias. Amanda sabía que ocurría en el teatro cuando una joven acudía con su siervo. Sabía lo que Jane esperaría de ella. Tenía que inventarse una excusa para no ir.

―Vamos, Callum ―le dijo al joven, tras levantarse.

―No hay misterio, Amanda, recuerda que tengo a mi sier- vo desde antes que tú.

No se dignó a contestarle. Isolda no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

Callum la siguió en silencio por las escaleras. Por suerte seguía siendo tan inocente como al principio y no había en- tendido nada de lo que Isolda había dicho. La ignorancia del muchacho respecto a ese asunto era el único escudo protector de Amanda. Sin él, no tardaría en darse cuenta de que estaba completamente enamorada de él. No podía permitir que eso ocurriera, porque si había algo evidente era que él no tenía ni tendría jamás ningún interés romántico en ella. La veía como una amiga. De haber sido de otra forma y teniendo en cuenta su ignorancia, ya se habría puesto en evidencia. Pero él jamás había intentado nada. Nunca se sobrepasaba con ella, ni la miraba de una forma especial. Era como si Amanda en lugar de una mujer fuera una silla. Jamás había logrado que la con- templara como había mirado a Jane.

―¿Qué debo ponerme para el teatro? ―comentó excitado, una vez cerró la puerta del ático. Llevaban dos días sin ver a la bella Jane, y sin duda de ahí venía su entusiasmo.

―Nada. Olvídate del teatro.

―¿Qué? ¿Estás loca? ―le gritó―. Estoy deseando ir.

―No, yo voy a ir. Tú te quedas aquí esta noche ―lo co- rrigió. Notaba el amargo sabor de los celos en la punta de su lengua. Tenía que aprender a controlar sus sentimientos―. Lo siento, pero entiende que quiera pasar algo de tiempo a solas con mis amigas, sin que estés tú ahí escuchando cada palabra.

―Pero nunca he estado en el teatro conscientemente. No quie- ro quedarme aquí aburrido. Quiero salir y ver gente y cosas y...

«...y a Jane», pensó Amanda con tristeza.

No podía llevarlo con ella. Él no tenía ni idea de lo que Jane esperaría de ellos allí y tampoco podía explicárselo.

―Me lo pensaré ―mintió.

Se quitó la chaqueta de lana que llevaba para arrojarla so- bre su cama. En su habitación hacía más calor que en el resto de la casa. Callum miró su camisa fijamente, pero Amanda podía notar que estaba pensando en otra cosa. ¿Es que era invisible? ¿Cómo podía el cuerpo de un chico de 18 años ig- norar a una joven de su misma edad de esa forma? Por mucho que ella no fuera de su gusto, se pasaban el día juntos.

―Amanda, ¿puedo pedirte algo? ―inquirió él en tono mu- cho más suave.

Se quitó las horquillas del pelo sin siquiera mirarle. Si de- cía algo sobre su amiga o sobre Sarah Richardson, iba a gol- pearlo con lo primero que encontrara a su alcance.

―Sí.

―Me preguntaba si te importaría... quizá esto te suene ex- traño, pero, ¿te importaría dejarme tocar tus pechos?

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