13
La brillante hierba estaba cubierta por un tapete espeso de flores azules. Callum observó el bello contraste entre el azul y el verde de la pradera que se extendía en el horizonte hasta adentrarse en el bosque.
—Quiero llevar las riendas —volvió a decir. El cogote ru- bio de su ama, que estaba sentada delante de él a lomos del caballo, se balanceó de un lado a otro.
—Los siervos nunca lideran.
—No hay nadie más aquí —inquirió, inspeccionando el ca- mino de tierra angosto que serpenteaba hacia el bosque.
—Pronto llegaremos a donde nos aguardan las demás mu- jeres.
Callum puso una mueca, pero ella no pudo verlo porque estaba concentrada en el camino. Los árboles se sucedían uno tras otro a ambos costados del camino que recorría el caballo.
—Si vamos a tener compañía, ¿por qué me obligas a lle- var este estúpido traje? —Se miró el pecho y las piernas que colgaban a ambos flancos del animal. Amanda le había hecho ponerse una camisa blanca y un traje completo de color crema con líneas oscuras que formaban cuadros. Ella llevaba uno parecido, con el fondo más oscuro y líneas blancas verticales. La cola de caballo que se había hecho en el cogote le golpeó la nariz por segunda vez.
—Es la etiqueta oficial de Crawley para estos eventos. To- dos llevarán puesto algo parecido —le dio un manotazo en los dedos que habían ido a parar a una de las riendas—. Y no es un traje estúpido. Es caro, y es todo un honor ser invitado a cazar en las tierras de la señora Richardson. Poca gente dis- fruta de ese privilegio. Deberías estar agradecido por pertene- cer a un ama con tales vínculos sociales.
—¡Oh, pero estoy inmensamente agradecido por tener ama! —refutó él con marcado sarcasmo—. Cualquier clase de ama me llenaría de gozo y satisfacción. De preferencia, una bien mandona y con voz chillona.
Amanda le clavó un codo en las costillas.
—Puedo preguntarle a Amelia Whipple si quiere quedar- se contigo —tuvo el descaro de decirlo con fingida seriedad, mientras lo miraba por encima de su hombro.
—En ese caso, me infectaría de nuevo por la bacteria como pudiera. Le lamería la nariz a un siervo resfriado si hiciera falta.
Amanda rio. Su pequeña nariz estaba muy cerca de su bar- billa. Encantado con su risa, Callum continuó:
—No sin antes volver a azotarla con un paraguas.
Continuaron unos instantes en silencio. El calor de la risa compartida aún en sus rostros. También había calor allí donde sus muslos estaban unidos. El roce intermitente entre estos por el trote del caballo era agradable.
¿A quien quería engañar? Era un placer incomprensible. Su pecho le pedía cosas como aquella todo el tiempo. Cosas como que alargara una mano y le acariciara el pelo, o que apretara su delgado hombro, o cualquier acto que implicara contacto. Era agotador porque cada vez la necesidad de acercarse a ella se volvía más urgente, y él siempre se contenía. Pero en esta oportunidad la cabalgata hacía su proximidad inevitable, y era un verdadero consuelo dejar de luchar contra sí mismo.
A pesar del alivio aquel deseo persistía en algún lugar de su interior gritándole que no era suficiente. Algo poderoso en el cuerpo de ella emanaba de su piel como una onda invisible de calor que lo atraía.
En esos momentos, lo único que podía sentir eran sus piernas en contacto con las de ella. El resto de sensaciones, imágenes y pensamientos se desvanecían descoloridos ante la intensidad de lo que registraba su piel.
—La señora Richardson solo organiza una cacería al año
—comentó Amanda, ajena a sus elucubraciones. Siempre era cuidadoso que ella no notara sus extrañas inclinaciones—. El año pasado no se celebró por la falta de presas. Se trata de un evento muy costoso y elitista, pero es tan popular que las presas no dan abasto.
Callum no sabía mucho sobre caza, pero estaba seguro que como siervo no obtendría mucha diversión de un juego que parecía emocionar tanto a las amas.
—Los libros y periódicos que me dejaste hablan a menudo de señoritas, pero tú siempre te refieres a todo el mundo como señora tal o cual. ¿Cuál es la diferencia?
Amanda tiró de las riendas del caballo para obligarlo a dar un giro hacia la derecha.
—Antes de la bacteria, las mujeres llevaban el título de señoritas hasta que contraían matrimonio. No obstante, un hom- bre se consideraba un señor estuviera casado o no. Después de la bacteria, las políticas decidieron que ya no había razón para que el título de una mujer cambiase con su estado civil, como si con este cambiara la representación de su persona en la sociedad. La mujer pasó a tener valor por sí misma, independientemente de su conexión con ningún caballero. Es por eso que ahora nace- mos y morimos señoras, en la acepción completa de la palabra.
No podía negar que sus antepasados masculinos habían sido unos verdaderos déspotas con sus compañeras. Se habían encargado de que cada pequeño detalle destilara superioridad contra inferioridad. Ahora ellos pagaban las consecuencias. No era justo; pero al parecer la vida rara vez lo era.
Una vez que dejaron atrás los árboles y volvieron a sa- lir a una extensa y soleada pradera, Amanda le ordenó que guardara silencio. Pronto divisaron a un grupo de cuatro jine- tes escoltados por siete perros de cacería. La mayoría de los perros eran blancos pero algunos tenían manchas marrones por el cuerpo y las orejas. Ladraban incesantes, mientras da- ban saltos alrededor de los caballos.
—Ya era hora —celebró la pequeña Sally cuando los vio llegar.
—Sabía que Amanda no se perdería la cacería por nada del mundo —dijo una joven pelirroja que Callum había visto an- tes. La muchacha se le había acercado varias veces en el salón del Andrónicus el día de la ceremonia. Sus memorias de la velada no eran del todo nítidas, pues había sido un momento intenso, en el que rostros y rostros de jóvenes habían bailado ante sus ojos, junto con sus voces agudas e incesantes hasta marearlo. De la muchacha solo recordaba sus hermosos ojos azules, tan pálidos que rozaban lo verde, mientras le decía, sonriente, que era adorable. En esos momentos, lo miraba de la misma forma.
Llevaba una chaqueta roja, destacándose así del resto del grupo, que vestía trajes muy parecidos a los suyos.
—Disculpa mi demora.
La pelirroja de la chaqueta carmín debía tratarse de la se- ñora Sarah Richardson, pues se daba unos aires muy dignos como haría cualquier mujer que disfrute de una posición social próspera. Esta vez, le dedicó la sonrisa perpetua a Amanda.
—Dios sabe que estoy encantada con mi Oscar —con un movimiento de cabeza señaló al muchacho moreno que estaba sentado detrás de ella en el caballo—. Pero que me torturen sino me muero de ganas de comerme a besos a este muchacho cada vez que lo veo.
Las demás mujeres lanzaron una exclamación de aprobación y Callum se preguntó qué habría querido decir con comérselo a besos. La frase estaba defectuosa. Los besos eran algo que se situaba en la frente o las mejillas de un niño para demostrarle afecto, y no entendía que relación tenía eso con alimentarse.
¿Acaso se estaba refiriendo a alguna especie de acto caníbal? Si era así, ¿por qué las demás aprobaron la idea? Y aún peor que eso, ¿por qué Amanda se mostraba tan complacida con el hecho de que alguien quisiera alimentarse a costa de su car- ne? Lo más probable es que estuviera sacando conclusiones equivocadas, pues había muchas cosas que aún desconocía, y el siervo de la mujer caníbal seguía de una pieza.
Conocía al muchacho porque había convivido con él en el Andrónicus, y al tener su misma edad, era uno de los hombres que habían asistido con él a la ceremonia. Siempre había des- tacado de los demás por su piel morena, su pelo oscuro y sus rasgos exóticos tan distintos a los ingleses.
Amanda desmontó del caballo para acariciar a los perros, y le ordenó que hiciera lo mismo.
—La humedad y la temperatura son ideales para el olfato de los sabuesos —celebró una de las jóvenes que no conocía. Su rostro resultaba desagradable a la vista, y Callum se alegró de que no fuera su ama. A pesar de eso, sus aires eran casi tan elegantes como los de la señora Richardson.
Las demás jóvenes hicieron más comentarios sobre el tiem- po y los perros con más detalle. Definitivamente la cacería le resultaba aburrida.
—¿Tu madre no se une a nosotras este año, Sarah? —pre- guntó Amanda, y su voz familiar logró que Callum volviera a prestar atención a la conversación.
—Está en Londres de compras. Le preocupaba que el resul- tado de las votaciones afectara el comercio de alguna forma.
—¿Opina que la votación favorecerá a la liberación de los siervos?
Sarah se encogió de hombros y a Callum le entraron ganas de sacudirla. El asunto le era bastante indiferente, y, ¿cómo no?, ella ya contaba con su libertad.
—Podría ser —dijo al fin.
—No seas ridícula, Sarah —se burló la mujer fea—. Eso no va a ocurrir.
—Por supuesto que no va a ganar la liberación. Bertha tie- ne razón —interrumpió Jane. El nombre era tan feo como la que lo llevaba. Además Callum notó que no estaba acompaña- da por un siervo como las demás.
—Yo no estaría tan segura de ello, señoras —declaró Amanda. Su espalda se había puesto tiesa, igual que el palo de una escoba—. Las ciudades están más pobladas y ya ustedes saben lo que opinan allí.
Sarah se puso los guantes de jinete. Sus movimientos eran seguros y diestros.
—Me trae sin cuidado. Estoy segura de que mi Oscar no se irá a ningún sitio.
—Ciertamente —concedió Sally Gaskell y exhibió una amplia sonrisa antes de proseguir—, con tu posición social y tu belleza ningún hombre te abandonaría. Yo, en cambio, no estoy tan segura de mi Philippe. Con lo atractivo que es, me mirará con desprecio en cuanto pueda razonar.
Aunque la joven lo había dicho con diversión, las demás la reprendieron por decir algo así. Todas menos Sarah, que se limitó a sonreír con condescendencia.
—Señoras, es hora de empezar —anunció Sarah con so- lemnidad—. Esta es mi primera vez como patrona de sabue- sos, pero les garantizo que va a ser una cacería inolvidable.
—¿Ya enviaste al grupo de siervos al escondite?
—Marcharon hace una hora —respondió Sarah moviendo su caballo en círculos.
—Es una maravilla que este año no tengamos que usar a nuestros propios siervos —celebró Amanda.
—Ni que lo digas —concedió Bertha—, fue un fastidio te- ner que ceder al mío hace un par de años.
—No te quejes, Bertha, eso fue obra del azar —le recordó Jane.
A Callum la conversación comenzó a sonarle bastante pe- culiar.
—¿De dónde sacaste a los siervos esta vez? —inquirió Amanda.
—Son los siervos de mis empleadas.
—¿No los echarán de menos?
—Puede ser —concedió Sarah, volviendo a encogerse de hombros—, pero deben complacer a su señora.
Amanda le ordenó que se montara en el caballo y se aupó tras él. La cabeza de Callum daba vueltas preguntándose si lo que estaba escuchando era cierto. Aquel grupo de mujeres se reunía una vez al año para cazar hombres. Amanda le había dicho que era un pasatiempo tan popular que las víctimas se habían agotado. Una de las víctimas había sido el siervo de la tal Bertha. Podría haberle tocado a él aquel año si la señora Richardson no le hubiera robado los siervos a sus empleadas. Era horrible y monstruoso, y Amanda no solo lo aprobaba sino que lo adoraba. Tenía que hacer algo para evitar que mataran a esos hombres, tenía que huir y esconderse de ellas.
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