No quiero decir adiós.
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—No llores. Te prometo que estarás bien. Algún día todo el dolor que has padecido será un simple eco en la oscuridad de tu corazón. Porque las sombras siempre son necesarias para poder apreciar lo que en verdad importa. Te juro que sonreirás. Bailarás a la luz de la luna con alguien a quien ames. Encontrarás hermosos los pequeños detalles del mundo. Observarás las nubes y la lluvia; las hojas mecidas por el suave viento de verano y te acordarás ocasionalmente de mí. A pesar de que ahora suelte tu mano, sé que vivirás feliz.
La lluvia caía pesadamente sobre el tejado de su casa cuando Gilbert despertó de aquel sueño. La despedida todavía se percibía en la humedad de su raída almohada y en sus enmarañados cabellos rubios. Aquella grisácea mañana no le brindaría la expresión dulce del muchacho que lo había acompañado desde que tenía memoria.
Se levantó y permaneció sobre la vieja alfombra un buen rato. Su mano vendada toqueteó la ventana mientras su mirada se concentraba en el moratón de su pierna izquierda sin pensar realmente en ello.
Los escalones de madera crujieron bajo su peso cuando descendió hasta el rellano. Ya no volvería a tener una carrera hacia la cocina con su mejor amigo. Se empujaban el uno al otro, reían y charlaban sobre cualquier cosa.
A veces escuchaba sus pisadas antes de que pudiera verlo. La puerta se abría y cerraba con suavidad cuando entraba en la habitación.
En los momentos que tenía frío, sacaba una manta del armario para cubrir su desgarbado cuerpo.
Su abuelo estaba en el salón; un lugar lleno de horrendos trofeos de caza, sofás tapizados en tonos lúgubres y nada más que viejos clásicos para leer. Guardaba todo lo que consideraba infantil e inútil en un baúl. Los cuentos de hadas, el maquillaje y la ropa de su abuela que había utilizado para bailar con su amigo en el jardín, las flores secas, las plumas, las conchas recogidas en el acantilado...
Desvió la mirada y salió al exterior. El porche de madera estaba empapado, la mecedora se movía con melancolía acunada por el viento. Se sentó en ella ignorando por completo la felicitación de su abuelo.
Desde que cumplió catorce años, le dijeron que ya era demasiado grande como para imaginar a alguien. Los vecinos mal pensarían si continuaba comportándose como un desquiciado. No tener amigos reales era un problema que se estaba volviendo serio y no podía seguir por el mismo camino.
Él se preguntaba cómo era posible que su amigo no fuese real. No recordaba haberlo imaginado. Un día simplemente estaba allí, al borde del río, contemplándolo con complicidad tras sus ojos de ámbar. Su cabello largo era una noche repleta de estrellas; si se acercaba lo suficiente podía verlas titilar. Se había presentado como Dalziel y le lanzó un montón de hojas secas de un modo juguetón.
A veces, vestía con ropa suave que le cosquilleaba cuando se tumbaban juntos a compartir confidencias. Otras, se envolvía en un manto nocturno que deshacía en volutas de humo.
Hoy cumplía diecisiete y su amigo había decidido soltar su mano. Quizás por su propio bien. Quizás porque había rozado sus labios mientras permanecían sentados en el alfeizar de su ventana, viendo la lluvia caer incesantemente.
Dalziel siempre le contaba historias del lugar en el que vivía y en aquel instante estaba hablando de un mar que se encontraba en un paraje perdido entre nubes color arce. Decía que le hubiera gustado traerle algún pedazo de nimbo para que probase su sabor afrutado. Justo, había comido una buena cantidad antes de venir a su lado.
Le sonrió como siempre hacía y su mano tropezó con la suya. Su brazo se rozó con la suave tela que vestía, su mirada se desvió hasta que probó el sabor de unos labios que no existían a ojos de los demás.
Para él era tan real.
Se levantó de la mecedora y echó a caminar bajo el aguacero. Rodeó el edificio de madera desvencijada por el tiempo y la intemperie; anduvo hasta que se encontró frente al sauce llorón cuyas ramas acariciaban el río que discurría detrás de la casa. Las aguas circulaban con fuerza, arrastrando trozos de ramas y hojas del bosque cercano.
Bajo el sauce había llorado la muerte de todos sus seres queridos. Las manos de él habían acariciado su cabeza y tras eso lo abrazó en silencio durante horas.
Bajo el sauce fingieron ser príncipes de reinos enfrentados. Reyes de reinos opuestos.
Conforme fueron creciendo, el enfrentamiento pasó a ser un amor prohibido. Dalziel era de otra raza y Gilbert un simple humano. Se divertían imaginando como sus familias odiaban la complicidad que tenían y urgían planes sobre unificar ambos mundos.
Bajo el sauce hablaron de todo lo que aprendían. Gilbert odiaba las matemáticas. Dalziel el lenguaje de las sombras.
Bajo el sauce se volvieron casi adultos. Sus rechonchas caras pasaron a ser más afiladas en caso de uno y más suaves en el otro.
—No me importa si no eres real. No importa si solo eres un producto de mi imaginación. No puedo imaginar un futuro en el que no estás a mi lado. Yo... —pronunció Gilbert, sabedor de que nadie estaba escuchando.
Acarició las finas ramas del sauce antes de percatarse de lo que había apoyado entre dos raíces.
Era el reloj de Dalziel. O al menos él decía que era un reloj, aunque no mostrase números. Lo recogió con sumo cuidado, temiendo que se dispersase. Era redondo y pequeño; pasó los dedos por los extraños símbolos que cubrían su tapa. ¿Tan loco estaba que podía llegar a percibir el tacto del metal?
—Yo te quiero.
El reloj emitió un ligero brillo y se calentó en la palma de su mano.
La voz de Dalziel fue sedosa. En estos últimos años se había vuelto mucho más grave que la suya.
—¿Por qué me lo pones tan difícil? Tengo que dejarte marchar.
—Si eres fruto de mi imaginación, puedes quedarte tanto tiempo como quiera, ¿verdad? Deseo que te quedes. Si crecer significa olvidarte, no quiero hacerlo.
Dalziel se materializó frente a él. La ropa que llevaba era un exquisito traje similar al de un príncipe de los cuentos que más le gustaba leer. Estaba a medias oculto por las hojas del sauce, las gotas de lluvia caían disimuladamente para hundirse en la tierra.
—Has dejado tu reloj atrás. Sé que tú tampoco quieres marcharte —insistió Gilbert.
—Es mucho más complicado.
Empapado, sin discernir la realidad de su fantasía, Gilbert observó al chico que bajó su cabeza.
—No quiero tomar tu alma —admitió—. Cada vez que me tocas se acerca el momento en el que me lleve tu espíritu.
Apretó el reloj y apoyó su espalda en el tronco del árbol.
—Bésame.
Dalziel posó su frente sobre la suya.
—Eres tan real —susurró Gilbert—. Quédate conmigo.
—No puedo.
—Entonces toma mi alma.
Él posó un delicado beso en su mejilla y sus pálidos dedos rozaron el mentón. Bajaron con suavidad por su cuello dejando un rastro lleno de electricidad; el vientre de Gilbert se calentó con el contacto.
En algún lugar de su mente, el miedo a que su abuelo lo golpeara de nuevo por ser lo que denominaba "maricón" hizo que se encogiese ligeramente.
—Tienes que vivir sin mí —musitó su estrella caída del cielo bajo aquel sauce—. Sé que puedes hacerlo.
—¿Volveré a verte?
Dalziel apoyó la cabeza sobre el hueco entre el cuello y el hombro de Gilbert.
Sabía la respuesta. Se olvidaría de él. Como cualquier niño que se olvida de su amigo imaginario cuando llega el momento. Solo que Dalziel era más que un amigo imaginario. Podía tocarlo. Quería besarlo. Anhelaba formar parte de su mundo.
Gilbert alzó la cabeza de Dalziel y tomó sus rojos labios. El frío se apoderó de su cuerpo en cuanto entreabrió la boca de él. Se estremeció cuando su aliento fue atrapado y su pecho fue apretado por el de Dalziel.
Un segundo. Un gemido suave salió al enredar sus dedos en la sedosa melena.
Dos segundos. Empezó a titiritar. Estaba frío. Helado.
Tres segundos. Los latidos de su corazón se volvieron erráticos.
Cuatro segundos. Dalziel se apartó con brusquedad.
—Gilbert —habló—, ojalá todo fuera diferente. Me encantaría poder ser humano.
—¿Qué eres?
—Un príncipe demonio. —Elevó las comisuras de sus labios con aspecto melancólico—. O al menos así me llamáis aquí. ¿Sabes? Realmente he crecido contigo y me he... Yo te... No quiero que nada malo te suceda por mi culpa.
Se retiró a una distancia prudencial mientras Gilbert buscaba la manera de recuperar el aliento y llevar el mareo.
—Guarda siempre ese reloj, será la prueba de que alguna vez estuvimos juntos.
Comenzó a desvanecerse como si realmente no fuese más que un simple sueño.
—¡No! ¡Buscaré la manera de que estés a mi lado!
Los gritos de Gilbert fueron ahogados por el viento y la soledad.
Él no se olvidaría. Jamás. Recordaría que su primer amor había sido un hermoso príncipe.
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https://youtu.be/S_6uh92aBFQ
Este relato comenzó como un homenaje a aquel amigo imaginario que tuve. ¿Vosotros tuvisteis alguno?
Si estos personajes os han parecido interesantes, quizás me plantee escribir más sobre ellos. Todo es pedirlo.
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