Capítulo 20 🎤

Cuando Lautaro recibió el mensaje, no supo bien cómo sentirse. Desde que aquella situación extraña se había desatado entre él y Gabriela, no comprendía qué le sucedía. Se sentía como un adolescente hormonal, no podía dejar de pensar en ella y de repetirse en su mente una y otra vez las conversaciones que habían tenido.

En los últimos años, y luego de su decepción con Liza, Lautaro se había rendido en lo que respectaba a relaciones amorosas. Sabía cómo era cuando se enamoraba, se entregaba demasiado para su gusto, lo que hacía que cuando el hechizo se acabara, terminara destrozado. No quería volver a pasar por aquello, no quería perder el control de sí mismo y entregárselo a alguien más. No quería permitirse ser vulnerable y volver a sufrir por amor.

Mantenerse así había resultado fácil, en primer lugar, porque ocupaba gran parte de su día y sus pensamientos en sacar adelante a su familia, en vivir el presente, olvidar el pasado y recibir al futuro como se le presentaba. Si miraba mucho hacia atrás se sentía triste y fracasado, si se planeaba el futuro, se preocupaba más de la cuenta y eso le generaba ansiedad. En segundo lugar, porque había descubierto la clase de mujeres ante las cuales solía caer rendido y, por su salud mental, se mantenía alejado de ellas.

Las mujeres que Lautaro amó fueron demoledoras en su vida. La primera fue su madre, y luego estuvieron sus dos parejas más importantes: Camila y Liza. Su madre lo marcó como toda madre marca a un hijo, pero él fue testigo de una transformación que no le gustó presenciar, él la admiraba con intensidad, soñaba cumplirle el sueño de verlo crecer, convertirse en un gran pianista y permitirle un día, acompañarlo con su voz ante un gran público. Sin embargo, aquel nefasto hombre le arrebató a su madre, pero no solo le sacó la vida, sino aquello que ella más amaba, calló su música. Eso era algo que a Lautaro le había dejado una profunda cicatriz cuando era muy pequeño, y que, en cierta forma, definió su manera de ver a la mujer.

Lautaro no quería una mujer sumisa y apocada, no quería una mujer que no tuviese metas o que no creyera en sus sueños, no quería alguien que se callara y no luchara por sus derechos, que se dejara golpear por las personas o la vida, que se dejara manipular. Esa clase de mujeres no le atraían para nada, de hecho, le generaban una sensación de tristeza y compasión tan grande, que nunca podría verlas como algo más que una amiga, a veces ni eso. No importaba cuan perfecta o bella fuera una mujer, él las elegía por su fortaleza, por su resiliencia, por su capacidad de enfrentar a la vida y sus embates, por lo alto que alzaban la voz para pelear por sus derechos y por las garras que le ponían a la lucha por sus sueños. Esa clase de mujeres, lo enamoraban y le despertaban un profundo respeto y admiración.

Camila había sido la primera, tenía solo diecisiete años cuando la conoció, estaban por iniciar el último año del secundario y ella se había presentado como presidenta del centro de estudiantes de la escuela, trabajaba duro para conseguir fondos para mejorar las instalaciones de un colegio del cual ya se iba, con la intención altruista de dejarle algo mejor a los chicos que venían detrás. Estaba llena de ideales y sueños, y atropellaba a quien fuera para conseguirlos. Lautaro cayó rendido a sus pies, enamorado de su ímpetu, de su fuerza avasalladora, de sus ganas de vivir y de crecer. Juntos descubrieron un amor intenso y cargado de ilusiones a futuro en el que se sentían dignos de conquistar el mundo. Al acabar la escuela ella decidió estudiar fuera, quería que Lautaro la siguiera, pero él no deseaba abandonar a sus abuelos, aquellos que habían estado para él cuando su madre falleció y se hicieron cargo de su crianza. En aquel entonces, su abuela había sido diagnosticada con cáncer y su abuelo no estaba pasándola nada bien. Camila no iba a pausar su vida y sus sueños y, Lautaro no iba a detenerla, jamás lo haría. Se despidieron con un abrazo y un beso profundo en el aeropuerto de Reyes con la única promesa de ser felices y recordarse con cariño.

Liza fue una historia distinta. La conoció a través de la música, en un grupo que él había formado con unos amigos por aquellos años. Cantaba muy bien, y Lautaro creía que ese fue el principal factor que lo hizo mirarla, su voz se le coló en el alma y se enamoró de su espíritu libre y soñador. Liza anhelaba ser famosa y cantar en conciertos llenos de gente, Lautaro le secundó en el sueño, fue su mejor amigo, su gran amor y su mano derecha. Hacían una dupla sensacional y en ella, Lautaro recordó el sueño de su madre, que él tocara y ella cantara.

Con Liza se animó a creer que podía vivir de la música. Lautaro no deseaba la fama de la manera en que ella lo hacía, pero trabajar juntos era significativo para él, era comprender la vida de la misma manera y se animó a recrear un futuro a su lado. Él la amaba con toda su alma, por lo que cuando se enteró de que estaba embarazada, su corazón explotó de felicidad, no había nada que le pareciera más hermoso que pensar en un hijo suyo con Liza. Pero ella era libre, y un hijo le representaba un ancla, un traspié en su incipiente carrera como cantante y en su camino a la tan anhelada fama.

Lautaro suspiró. Dejar en libertad a Liza había resultado lo más doloroso que había experimentado en su vida luego de perder a su madre, se despidió de ella como si no hubiesen sido pareja, ella llegó a su casa, le entregó a Pilar que solo era una bebé de casi un mes de vida, le dio las escasas cosas que le pertenecían a la niña y se fue, sin mirar atrás.

Con Pilar en brazos, la vida volvía a dar un giro para Lautaro. Sus prioridades pasaron a segundo plano cuando debió convertirse en padre y madre para aquella niña. Nada le resultó sencillo, cuanto más crecía Pili, más le recordaba a Liza. Y Lautaro tenía una herida, una que no comprendía, una que le dolía.

Su madre había elegido perderse a sí misma por el amor de un hombre que a los ojos de Lautaro no valía la pena, se había abandonado, pero en el camino, lo había abandonado también. Él quiso ser distinto, regalar a la mujer que amase un amor libre en el cual ella pudiese desarrollarse, eligió para eso mujeres diferentes a su madre, pero la ambición de ambas fue más fuerte que el amor y lo abandonaron también. Así que, en el interior del corazón de Lautaro, creció una semilla de amargura, por un lado, ansiaba amar y entregarse a una relación en la que ambos se ayudaran a crecer y se fortificaran sin cortarse las alas, pero en su experiencia, aquello no había dado resultado. Y él, prefería quedarse solo a hacer lo que hizo aquel hombre con su madre, él prefería aislarse, si para recibir amor debía condicionar a alguien a abandonar sus sueños y futuro.

Ahora, llegaba Gabriela a su vida. Una mujer independiente, capaz de ir y venir entre dos ciudades con el simple objetivo de terminar sus estudios, aunque para ello tuviese que dejar de dormir. Una mujer capaz de discutirle y sacarlo de sus casillas sin doblegarse, capaz de ayudar a una amiga con nobleza y valentía. Con la autoestima bien plantada para saberse bella y deseable sin mostrarse vanidosa, con una libertad sexual que admitía le resultaba nueva y que, para colmo, alegaba se la debía a él.

Lautaro sabía que esa era la clase de mujer que él elegiría sin dudarlo, aquella de la cual se enamoraría perdidamente al punto de entregarle su corazón en bandeja, aquella con la que se animaría a soñar una vez más.

Y si eso sucedía... ¿Estaría dispuesto a volver a perder? ¿Estaría dispuesto a verla partir de nuevo de su vida y quedarse una vez más en la soledad y la frustración? ¿Tenía ganas de empezar todo de nuevo?

Lautaro miró la fotografía que Gaby le mandaba, envuelta en una toalla, con los hombros húmedos y los pechos apretados bajo la tela.

¿Qué era lo que esa mujer le provocaba y por qué tenía tangas ganas de arrojarse al vacío con ella?

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