Un saco de irresponsabilidad
Habitamos un mundo en el que, entender que el camino de la vida tiene un final, no es suficiente para cuidar nuestra salud y a las personas que nos acompañan durante el viaje. Aun así, existen los que tientan a la muerte y juegan a la suiza con su hoz.
Un salto, dos, un tercero.
Zas.
Y te encuentras cara a cara con las barbas de Caronte en las puertas del inframundo. Sería irónico decir que la muerte tiene a sus favoritos en la Tierra, a esos a los que les da la oportunidad, en más de una ocasión, de sopesar sus malos hábitos.
Uno de esos favoritos, es Ernesto. Un hombre destinado a sentir cómo la muerte le acaricia el cuerpo antes de dormir y deja evidencias para que otros también puedan ver que la parca estuvo con él. Con cada toque, deposita deficiencias y le arrebata capacidades que antes se regocijaba de tener. Un hombre al que su páncreas decidió abandonar a la mitad del camino, y la insulina que debía recorrer su cuerpo ahora se dosifica a través de una jeringa que atraviesa su arrugada piel cuatro veces al día.
Diabetes Mellitus.
Dos términos que abandonaron los labios de la doctora y resonaron en los oídos de su mujer e hija entre las paredes de ese sucio hospital. Un hospital de ese país tercermundista en el que antes podías vivir con total tranquilidad, pero hoy, hoy no sabes si aquel edificio en el que una vez se salvaron cientos de vidas, tendrá los medios para hacerlo otra vez.
—Ya no comas más pan, papi —insistía la hija en su afán de cuidar la salud de Ernesto.
—¿Me van a seguir persiguiendo? Déjenme comer lo que yo quiera.
—Ya yo desistí de eso —la esposa se unió a la conversación—. No siento que vayamos a lograr nada si él no quiere poner de su parte.
Ninguna de las dos se sentía conforme con el estilo de vida de Ernesto, que se envenenaba el cuerpo conscientemente y aquella enfermedad de dos palabras malditas carcomía sus órganos de a poco, en silencio, sin que nadie notara los huecos que iban quedando y le hacían sumar cada vez más padecimientos a su saco de irresponsabilidades.
Hipertensión arterial.
Dos palabras que, en consorcio con su anterior maldición, parecían ser el dúo perfecto para atormentar a aquellos que ni su genética ni su estilo de vida decidieron apoyar en este, ya no tan largo, camino hasta el final.
Ahora, Ernesto, no solo debía introducir agujas en su cuerpo, sino también una serie de cápsulas que contenían los principios activos necesarios para que su cuerpo no colapsara de la noche a la mañana.
—Mami, te has fijado en que las manos de papá tiemblan constantemente.
—Lo he notado, y me temo que se pondrá peor.
El horario de la cena, un momento de sagrada compañía en el que ningún miembro de la familia se sentó jamás en soledad. No se conversaba mucho, solo lo necesario para no reafirmar con tanta fuerza, que alimentarse constituía una necesidad biológica y nada más. Pero, después de los últimos acontecimientos, el acto de sentarse a la mesa era el único momento en el que las deficiencias en el cuerpo de Ernesto se hacían más evidentes.
Los ojos de la hija se movían entre su propio plato y las manos de Ernesto con su incesante tambaleo. Unas manos que ya no eran capaces de sostener solamente un tenedor para comer, así como él le había enseñado. Ahora, se le hacía necesario utilizar, además, una cuchara.
Neuritis
Otra palabra que retumbó y le arrancó otro de los escalones al camino de Ernesto. Los nervios de sus piernas eran incapaces de soportar su peso por un tiempo prolongado, y las manos, que antes cuidaban plantas con hermosas flores, ahora ni siquiera podían sostener un vaso de leche sin derramarla sobre su regazo.
—Hija, ¿me puedes decir qué pone en este mensaje de texto? Es que no veo bien las letras —le suplicó Ernesto a su hija con el celular tambaleante entre manos.
Primero fueron las diminutas letras de las publicaciones en las redes sociales, luego las imágenes en la TV, hasta que su mundo se nubló por completo. Como si la muerte le cubriera todo con un manto opaco que no le permitía discernir entre un billete de diez o de mil pesos.
Catarata.
Las palabras malditas que la muerte le susurraba ya no eran tan largas; sin embargo, cuando se trataba de su saco de irresponsabilidades, cada sílaba lo acercaba más al filo traicionero de la hoz que le pondría fin a su vida. Y aun así, sabiendo que su camino se acortaba, cuidar su ya deteriorada salud no estaba entre sus prioridades.
Una noche, mientras dormía con su esposa, y la hija estudiaba en otra zona horaria, ocurrió algo que pondría patas arriba su conciencia.
Su esposa despertó por los incesantes temblores que sacudían su cama. En el despertar, su respiración se entrecortó y los movimientos descoordinados de sus piernas y manos no la dejaban pensar en el siguiente paso.
Ernesto, estaba convulsionando.
La muerte se frotaba las manos con cada sacudida de aquel hombre que parecía sostener un martillo percutor, y su mujer, tan inteligente, con la mente en su lugar, corrió despavorida en búsqueda de su vecino, el taxista. Con muy poco tiempo entre sus manos, ambos lograron meter el cuerpo desplomado de Ernesto en el auto. Un Lada que aceleró su motor llevándolos en un santiamén hasta el policlínico más cercano.
La esposa, que aún vestía pijamas, entró en el cuerpo de guardia llamando la atención de todo el personal. Un personal que hasta hoy en día recuerda con lujo de detalle. Dos enfermeras, tan preparadas en su profesión, que lograron calmarla, y un médico que nunca olvidará; no solo porque la ausencia de uno de sus dientes le parecía catastrófico para su imagen, sino porque supo encontrar la solución a su emergencia en el tiempo adecuado.
—¡Mídanle la presión! —gritó el médico.
—¡Eso intentamos doctor, pero con los temblores es imposible! —Una de las enfermeras aclaró—. ¡Debemos inyectarle Diazepam!
—¡No hay Diazepam! —Rectificó la otra enfermera y el pánico en la esposa crecía a medida que el tiempo pasaba y la vida de su esposo se escapaba. Las lágrimas comenzaron a acumularse en sus ojos, pero ella sabía que no podía llorar. No ahora. No cuando su serenidad podía salvarlo.
—¡Un anticonvulsivo! ¡Eso! —El médico miró a las enfermeras como esperando la confirmación de un medicamento así en el escaso botiquín con el que contaban—. ¡Traigan un anticonvulsivo rápido!
La muerte, que esperaba en la penumbra de la habitación, comenzaba a inquietarse ante tanto jaleo e intentos desesperados por salvar a un hombre al que nunca le ha importado cuidar de su salud.
Los primeros auxilios comenzaron a dar señales de éxito, pero para la esposa no era suficiente. Ella sabía que aún podía abandonarla si regresaban a casa.
—¡Me lo llevo a un hospital! —gritó a los galenos.
—¿Estás segura? —preguntó el taxista.
—¡Dije que me lo llevo!
El taxista, que sabe que el sentido oculto de las mujeres tiene un poder que ni siquiera la ciencia ha sido capaz de explicar, arrancó nuevamente el motor hasta que llegaron al Hospital Nacional.
Una vez más, la mujer abordó al personal, contando con palabras nerviosas el calvario que había vivido en las tres primeras horas de un día que se convertiría en uno de los peores de su vida.
—¡Doctor, tiene que ver esto! —anunció la enfermera de guardia en el hospital.
El tensiómetro marcaba doscientos con ciento diez y la muerte se humedeció los labios. Sin embargo, esta vez, el Diazepam fluyó por las venas de Ernesto, controlando uno de esos nombres malditos que la muerte le había entregado y que él llevaba dentro de su saco de irresponsabilidades.
La pesadilla pasaba poco a poco, y la muerte comenzaba a pensar que, a veces, es necesario asustar a los vivos para que le teman. Para que, por un momento, se cuestionen qué será del camino de otros si no avanzan juntos hasta el final. Y eso, Ernesto lo aprendió esa noche. Pensó en su hija que, al llegar de su beca de estudios, se encontraría con que su padre ya no podría conocer a sus hijos, ni entregarla en el altar. Que su esposa quedaría sola en un mundo en el que la soledad no es negociable.
Con sus irresponsabilidades, Ernesto había descuidado el horario en el que debía tomar aquellas cápsulas con el principio activo necesario para que su cuerpo no colapsara de la noche a la mañana, y tomó una decisión.
Su saco de irresponsabilidades, ya le estaba pesando demasiado.
HISTORIA BASADA EN HECHOS REALES
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Hola macabros.
Nunca me había decidido a contar esta historia hasta hoy. Aunque adornado con símiles y metáforas, Ernesto es una persona real muy cercana a mí, su nombre fue alterado con el propósito de esta historia, pero solo eso. Todo lo demás es real, incluido el diente que le faltaba a aquel doctor que le salvó la vida.
Yo la escribí con lágrimas en los ojos, espero que a ustedes no les vaya tan mal.
Y recuerden: Si cuidas tu salud, te cuidas tú y cuidas a tus seres queridos.💕💕
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