8. Recetas del norte
Debían ser cerca de las seis de la mañana cuando llegamos a destino. Los ancianos padres de Rubén salieron a nuestro encuentro. Apenas bajamos de la chata, nos atacaron con besos y abrazos, eran una familia muy cálida que disfrutaban de las visitas. Luego nos hicieron pasar al comedor de la casa. La cual era una casona antigua de estilo colonial, por lo que el techo era alto, sus puertas anchas y los pisos eran de arcilla cocida, que increíblemente aún perduraban en el tiempo. Aunque lo que más me sorprendía de aquel lugar, era como su fachada se mimetiza con el árido paisaje, semejaba ser una parte más de aquel extenso cerro santiagueño. Por un instante, creía haber viajado en el tiempo y estar en pleno virreinato de La Plata; o que me encontraba atrapado en el interior de una de las tantas pinturas de Ángel Della Valle.
El olor a mate cocido invadió mis fosas nasales, los jarritos azules enlozados ya estaban dispuestos sobre la mesa vestida con un colorido mantel de plástico de un suave color azul capri. La doña de la casa ya estaba sirviendo la infusión verde en ellos con un gran cucharón negro que parecía casi de olla popular. Camilo se sentó junto a mí y noté como sus ojos otra vez me regalaban ese brillo que me cautivó desde el primer momento que me choqué con él. Otra vez recordaba lo que me había dicho en la madrugada: "contigo no me siento fuera de lugar". ¿Cómo me pudo decir algo así? Algo tan íntimo con tanta facilidad. Mi cabeza estaba hecha un lío, pero al menos reconocía que me estaban pasando cosas fuertes, cosas que ya no podía ignorar.
—¡Eu! ¡Desperta, culiado! —me gritó Jeremías acercándome un pedazo de tortilla santiagueña.
—Si, perdona, estoy dormido. —me excusé agarrando esa porción de mi acompañamiento preferido para el mate cocido. Me deleité al sentir el sabor a de la grasa vacuna en mi paladar, y los chicharrones eran un paraíso árido que me permitía olvidarme por un ratito de todas mis problemas.
Después de desayunar, Ruben nos llevó afuera para admirar el amanecer junto a su guitarra. Con su melodiosa voz, comenzó a cantar "Monte quemado", una canción que a más de uno emocionaba por la profundidad de sus versos. El chileno no parecía conocer aquella canción, pero igual estaba ahí completamente embelesado por la tristeza que transmitía, aunque en algún punto comencé a sentirme incómodo de que mirara tanto al castaño barbudo, por lo que saqué de mi mochila el tuper con los bocados de dulce de leche, y tomé uno para llevarlo directamente hacia su boca.
—Prueba, te van a gustar. —le pedí antes de darme cuenta que estaba haciendo un tremendo papelón.
Nico nos miraba a ambos con una ceja alzada y Jeremías tenía una expresión indescriptible, pero no se veía feliz o cómodo, por lo que estuve a punto de alejarme. Sin embargo, Camilo aceptó mi ofrecimiento antes de poder hacerlo, y lo comió directamente de mi mano. "No pienses en cosas raras, no pienses en cosas raras", me repetí como un enfermo para no reparar en cómo sus labios había tomando con tanta delicadeza el chocolate, y el cómo ahora sus pares debían tener un sabor dulce y embriagante por el toque de coñac en la receta. "Ya estás pensando cosas raras", me regañé a mí mismo.
—Bueno, changos, qué les parece si salen a montar un rato. —nos propuso Ruben dejando su guitarra de lado.
—¡Yo pido a Leandro como chofer! —exclamó Jeremías emocionado.
—¿Quién mierda dijo que yo quiero ir con vos? —reclamé molesto.
—Ah, claro, seguro que ahora queres ir con tu nuevo amiguito, o no culia. —replicó con toda la intención de provocarme.
—¿Por qué no cerrar un poquito el orto?
—No quiero, trolo. Lo que quiero es tomarme un fernandito a caballo. No seas otario y llevame. —insistía casi como un niño.
—Anda, weón, parece persistente. —me dijo de pronto Camilo—. Tu anda, y yo mientras voy a comer tus bocaditos de dulce de leche. Están muy ricos. —agregó sonriente. Cómo me gustaba verlo así, no quería separarme de él, era "nuestro" fin de semana juntos. ¿Por qué Jeremías andaba tan pesado?
—Bien —respondí sin otra alternativa —, me iré un rato no más. Después si queres te puedo llevar a vos. —me animé a sugerir imaginado la escena en mi cabeza. Camilo tendría que abrazar mi cintura y apoyar su torso en mi espalda. Ah, las ideas de pajero volvían a mi cabeza.
—Tal vez... —respondió sin dar demasiados indicios. Él sabía cómo volverme loco, ahora no dejaría de darme vueltas por la cabeza la posibilidad de que mis fantasías a lo Pasión de Gavilanes se hicieran realidad.
Finalmente, y con un gran autocontrol de mi parte, me alejé de Camilo para ir al pequeño establo que había en el terreno a varios metros de distancia de la casa. Allí busqué a un caballo negro que habíamos bautizado como Jorge, era nuestro favorio y al parecer yo era el favorito de él, porque al verme relincho y con su cabeza empujó la tranquera para salir. Sonreí al igual que un niño y acaricié con cuidado su cabeza, luego abrí la puerta y salió disparado hacia afuera como esperando por ese ansiado paseo que ambos deseábamos. Jeremías llegó al rato con un jarra de aluminio en donde había preparado el Fernet con Coca.
—Trae la montura, dale que se me calienta el negro. —me demandó el cordobés como si yo fuera su lacayo.
—Baja un cambio o te dejo acá tirado. —le advertí yendo a buscar la montura, la cual me costó poner porque ya había pérdido la práctica. Hacía mucho que no nos tomábamos unas pequeñas vacaciones en el campo.
Finalmente, logré subirme con ayuda de Jeremías. Luego me pasó la jarra de Fernet con coca para emprender su propia odisea para montarse, cualquiera que nos estuviera viendo de lejos estaría rodando de la risa, éramos los típicos pibes de ciudad que no habían tocado una pala en su vida. Después de varios minutos y saltitos vergonzosos, logró subirse; mientras tanto yo ya me había tomado unos cuantos tragos de Fernet. Jeremías chilló por aquello, pero lo ignoré y comencé a cabalgar por los alrededores.
Respiré hondo, el olorcito a pasto y hierbas salvajes se metían por mis fosas nasales, mis pulmones se hinchaban del aire limpio y seco del monte. Sonreí, hacía tiempo que quería despejarme un ratito de la ciudad. Luego a lo lejos ví a un quirquincho, Jeremías lo señaló y gritó: "acercate a ese bicho". Acaté su orden y tiré de las riendas de nuestro equino Jorge para que se encaminara hacia el pequeño animal que al notar nuestra presencia se hizo una pelota con su coraza. Ambos reímos sorprendidos y nos alejamos para dejarlo tranquilo.
Dimos vueltas por el lugar por unos diez minutos y después pasamos cerca de donde estaban los demás. El Santiagueño seguía con su guitarra, y el Tucumano se encontraba a su lado disfrutando de la música. Por otra parte, Camilo se había apartado de ellos, estaba escondido entre unos árboles para continuar comiendo los bocados de dulce de leche que le había dejado, parecía un sapo mezquino mezclado con un chanchito glotón.
—¡Culiado, fijate! —exclamó Jeremías de pronto haciéndome volver a tierra. Me había concentrado tanto en lo feliz que se veía el chileno, que no me percaté de que estábamos a punto de comernos una rama gigante de un eucalipto a mitad del sendero.
Ambos caímos del equino directamente a la dura tierra seca del camino. Jeremías además quedó empapado del Fernet con coca, los insultos hacia mi persona se agolpaban en sus labios al punto que no llegaba a entenderse ninguno de ellos, y parecía tan sólo un loco llorando por el alcohol derramado.
Camilo fue el primero en llegar a mi rescate, se lo notaba preocupado y bastante angustiado de que me hubiera hecho algún daño importante. Pero de pronto empezó a pasar sus manos por mis brazos, mi abdomen y mis piernas con la justificación de revisar mi estado. Le repetí más una vez que estaba bien, pero él parecía estar decidido a ignorarme y continuar con su revisión de médico. Un calor se apoderó de mi cuerpo al sentirlo tan cerca, al punto de que podía percibir el aroma a coco y leche de su champú, tenía miedo que ese calor comenzara a notarse en cierta parte, por lo que agradecí su preocupación pero me paré y me alejé de él antes de que algo muy vergonzoso sucediera entre los dos.
—Hola, yo también me caí —comentó Jeremías que había sido olvidado del otro lado de Jorge.
—Bueno, si el Rucio está bien, tú también estai bien, weón, párate y deja chillar —respondió sacudiendo sus manos. Lo notaba algo decepcionado, me sentí culpable por ser tan boludo, no debí rechazar su cortesía de esa manera.
—Tiene razón, culiado, no seas un maricón —agregó el tucumano llegando hasta nosotros—. Vamos, tenemos que ir a comprar, changos —dijo después sacando su celular para verificar la hora. Debían ser cerca de las diez de la mañana, la zona comercial del pueblo ya estaría abierta.
—Son todos unos culiados chupa chota —murmuró el cordobés levantándose por sí solo ya que a nadie le había interesado su estado.
Yo por mi parte traté de acercarme a Camilo para pedirle ayuda, necesitaba dejar a Jorge comiendo debajo de alguna frondosa arboleda de la zona; y aunque aún estaba visiblemente enojado conmigo, me acompañó y hasta acarició la trompa del atrevido equino que trató de darle unos besos sobre el rostro. Por primera vez en mi vida sentí envidia de un caballo.
—Rucio —me llamó con voz suave, ya no parecía estar molesto por lo de antes, eso me hacía respirar aliviado—. ¿Mañana me llevai a montar a mí? Nunca lo he hecho —inquirió con una voz cargada de una inocencia que me hacía querer abrazarlo y decirle que le daría todo lo que él quisiera en esta vida.
No podía ser tan entregado. Me limité a responder con un simple "si, no hay drama" y luego volvimos a entrar en la camioneta en la que habíamos llegado. Al sentarme suspiré sin querer, el Santiagueño lo notó y volvió a escudriñar mi alma a través del espejo retrovisor.
—¿Que te pasa, puto? ¿Por qué estás rojo? ¿Tenes fiebre? —inquirió Jeremías al sentarse a mi lado, Camilo había subido detrás de él y el tucumano estaba nuevamente de copiloto.
—¿Eh? No tengo nada, capaz estoy cansado de montar —me excusé rápidamente. Ni siquiera me había dado cuenta de que el interrogatorio silencioso del santiagueño me había hecho ponerme colorado.
Jeremías no parecía dispuesto a creerse mis débiles excusas, por lo que insistió en la pregunta mientras me abrazaba por los hombros y ponía sus labios sobre mi frente fingiendo que me tomaba la temperatura como una madre a su pequeño. Yo no podía hacer más que reírme y tratar de sacármelo de encima. A veces se ponía extrañamente cariñoso porque le pintaba, sin ninguna justificación certera; y como ya lo conocía, no me molestaba. Pero, de pronto, Camilo nos gritó a ambos que nos detuvieramos, me quitó las manos del cordobés de encima y le ordenó quedarse quieto alegando que distraía a Ruben. Aunque él no había expresado queja alguna, porque era tan buen conductor, que hasta podía hacerlo en pedo.
—Tenías que ser chileno para tener ese humor del orto —espetó Jeremías ya cruzado de brazos y enojado por haber sido regañado como cual infante revoltoso.
Camilo frunció el entrecejo y esperó alguna refutación de mi parte, más no tenía nada para decir, estaba sorprendido de su repentino arranque. Luego recordé que prácticamente había tenido la misma respuesta explosiva con aquel asunto del cuaderno. Así que decidí guardar silencio y aquello no hizo más que enfurecerlo peor que una adolescente encaprichada. No me dirigió la palabra en todo el trayecto que hicimos del pueblo de Ruben hasta el mercado central del departamento santiagueño en el que nos encontrábamos.
Al llegar, fue el primero en bajar, nosotros lo seguimos por detrás. Yo iba con la cara larga, tenía una expresión triste y afligida. Camilo era complicado o yo demasiado pelotudo. Suspiré pateando una piedrita del camino de tierra que nos recibía con puesto de un lado y del otro. Jeremías me golpeó en la cabeza y me preguntó por lo que andaba pasando por mi cabeza. No respondí, pero percibí cómo clavó su mirada en la espalda del chileno. No sé cuánto tiempo más podría fingir que no era Camilo el culpable de todos mis cambios de humor.
—¿Por qué tenes esa carita? —le dijo de pronto el dueño de uno de los tantos puestos de frutas y verduras que allí se reunían—. Seguro que sos mucho más lindo con una sonrisa, ¿no? —remarcó con su odioso acento rosarino un pibe más joven que yo, pero de mi misma altura y con un ondulado cabello castaño claro acompañado de unos ojos café que iban a juego con su piel bronceada.
—¿Gracias? —respondió Camilo extrañado buscándome entre la gente. Rápidamente me acerqué y me paré a su lado.
—Toma, te doy a probar las mejores manzanas de argentinas, traídas de Río Negro especialmente para sacarle una sonrisa a un chico tan lindo como vos —chamuyeo a mi chileno descardamente en frente mío regalándole una manzana verde. Cómo es que otros podían ser tan abiertos con sus verdaderas intenciones, mientras yo tenía un mambo mental que no me permitía decirle a Camilo que su sonrisa me volvía loco, y que me derretía por sus ojitos achinados al esbozar aquel simple gesto.
Decí ignorar un rato mi autodesprecio y traté de tomar la mano del chileno para llevarlo lejos de aquel comegato, pero antes de poder hacerlo, Camilo ya le había dado la primera mordida. ¡Él había sucumbido ante el pecado! Dramatice en mi interior mascullando entre dientes unas cuantas frases "bonitas" para el rosarino que me miraba de reojo.
—¡La wea rica, weón! —exclamó emocionado dejando caer por la comisura de sus labios un poco del jugo de la manzana. La imagen había sido demasiado sugerente, por ese instante me olvidé de que tenía un espectador indeseado a mis espaldas.
—¿Alguien te dijo que sos mil veces más bonito cuando sonreís? —le mencionó el rosarino lo que yo tanto quería confesarle.
Estaba a punto de romperle la cara a golpes, pero casi como si el chileno presintiera mis deseos homicidas, me detuvo al ponerme la manzana que antes había estado comiendo en mi boca.
—Quiero una tarta de manzana. ¿Me la puedes hacer, por favor? —me pidió con un aire caprichoso ignorando completamente al rosarino.
Aquello me tranquilizó en sobremanera, por lo que relajé mis músculos y asentí aún con el ceño fruncido. Terminé de comer la manzana que me había dado con la obvia intención de hacerle entender al otro pelotudo que el chilenito ya venía acompañado. Le pidió un kilo de manzanas verdes y, al entregarlas, volvió a insistir con sus chamuyos tratando de conseguir su número de teléfono. Pero Camilo solo se sonrió y agarró mi antebrazo para arrastrarme hacia otro puesto de la feria.
—¿Por qué chucha los argentinos son tan fletos? —inquirió molesto cuando nos alejamos unos cuantos pasos del rosarino.
—Los rosarinos serán los trolos —lo corregí haciéndome el ofendido.
—Ah, y los porteños y cordobeses no —me replicó irónico con una sonrisa burlona. ¿Me estaba diciendo trolo indirectamente? ¿Se habría dado cuenta de lo que ando sintiendo por él? ¡Tenía que dejar la paranoia!
Por suerte Jeremías apareció detrás nuestro, rápidamente me colgué de él y saqué cualquier tema de conversación con tal de no seguir en esa incómoda situación con Camilo, sentía que en cualquier momento confesaría algo de lo que luego me arrepentiría o tal vez no, y esa segunda opción me daba más pavor que la primera.
Luego de aquello pasamos más de una hora caminando por el mercado comparando la calidad de los ingredientes, necesitábamos llevar las frutas más frescas para realizar unas cuentas prácticas antes del parcial de postres regionales de la siguiente semana. Elegida nuestra materia prima, volvimos a la camioneta y me quedé en silencio perdido en mis propios pensamientos. Apenas escuchaba algo de la conversación que tenían Jeremías y Camilo, en la cual había muchas carcajadas y chistes de doble sentido, al menos me alegraba que se estuvieran acercando.
Ya en la hacienda sacamos varios tablones afuera. Nico hachó varios troncos de quillay e hizo fuego para el horno a leña que íbamos a utilizar para las masas finas tradicionales. Por otro lado, la madre de Rubén nos trajo membrillo y batata casera que ella misma preparaba para uso personal.
Camilo se hizo a un lado, temiendo ser un estorbo para todos los demás que nos habíamos organizado como lo haríamos en cualquier cocina que dejaran a nuestro cargo. No le dije nada, pero lo que quería en realidad era cocinar mientras él me abrazaba por la espalda. Si, no podía tener deseos más homosexuales en ese preciso momento. Sentía vergüenza de solo pensarlo, tenía que ir aceptando lo que me estaba pasando o cada vez se pondría peor.
Estuve largo rato amasando para unas facturas hojaldradas. El chileno miraba con atención cómo colocaba el empaste de manteca y volvía a doblar para nuevamente estirar con el palo de amasar. El clima santiagueño y el horno a leña me estaban haciendo sudar como rara vez me pasaba cocinando en Córdoba. Me sentía más agotado de lo normal a razón de ello, pero antes de poder quejarme, Camilo rápidamente me trajo un vaso de agua fresca y con un repasador limpio secó el sudor de mi frente, como cual asiste de cirujano en jefe en plena operación a corazón abierto. Me sonreí casi por inercia y el chileno pareció caer en cuenta de lo raro de su accionar. Un ligero rubor se apareció en su perfectos pómulos y yo me mordí el labio inferior para no comerlo a besos. "Se va a poner peor", me repetí mentalmente.
—Puta la weá —murmuró para sus adentros escapando de las miradas ajenas. Terminó por meterse en la casa a ayudar a la madre Ruben con las ensaladas para el asado del mediodía.
Jeremías me observó por un momento y se contuvo de hacer algún comentario fuera de lugar, simplemente intercambió una mirada cómplice con el tucumano y cada uno continuó en lo suyo. No tardarían en decirme algo, tenía que estar listo para decir que si aunque me costara o aunque no terminara de entender todo lo que me estaba pasando, pero ya no me gustaba callarme las cosas por miedo al maldito qué dirán.
Después de un extenuante día de práctica, nos fuimos todos a dormir. Pero primero nos turnamos para utilizar el baño. Yo me bañé antes que Camilo, con quien compartía una de las habitaciones de huéspedes, una donde se hallaban dos camas de una plaza separadas por una pequeña mesita de luz.
Salí del baño ya vestido con una remera gris holgada y unos pantalones cortos color salmón. Pero el Chileno prefirió pasearse por nuestra habitación con el cabello mojado, y llevando puesto tan solo unos boxers negros ajustados y un remerón color verde manzana. Sus piernas extrañamente lampiñas me estaban provocando demasiadas cosas, sentía que la sangre me subía a algún lado, pero rogaba que solo fuera a mis mejillas.
—¿Vos siempre dormís así? —pregunté casi con ingenuidad poniendo un almohadón sobre mi falda para ocultar cualquier posible percance.
—Si, es más cómodo —me respondió con tanta simplicidad que me dió ganas de putearlo.
—Ah... —exhalé como un pelotudo.
Le pedí a todos los santos que me alejaran de la tentación y me acosté en mi cama.
Camilo se recostó en la suya de manera inusual, había apoyado sus piernas en el cabezal de la cama y su cabeza apuntaba hacia los pies de ésta. Había apagado la luz del cuarto, pero aún quedaba la luz del velador. De algún lugar que desconozco, el chileno sacó una revista de chimentos y se dispuso a leer con su cabello aún húmedo desparramado sobre el acolchado verde de acetato, y dando pequeños golpecitos con su talón sobre la madera. Suspiré y me di la media vuelta para no desviar mi mirada a toda esa figura perfecta que descansaba a tan solo unos pasos de mí. Nunca hubiera imaginado que llegaría el día en que las piernas de un hombre me iban a provocar una erección.
Unos minutos más tarde, cuando ya había logrado cerrar mis ojos y ceder ante el cansancio, Camilo me lanzó la revista, que antes había estado leyendo, por la cabeza. Rápidamente me senté sobre la cama y lo busqué confundido en la oscuridad del cuarto, pero él ya se había acostado de forma normal y se había tapado hasta la barbilla. Espetó un seco "buenas noches" y se terminó de tapar el resto de su cabeza hasta ser tan solo una oruga gigante en la cama contigua a la mía. ¿Y ahora qué le pasaba?
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