4. Pijamas

Al principió decidí ignorar los golpes, tal vez sería algún vecino del edificio viniendo a joder por algunas de las "boludeces" por las que siempre me hinchaban las pelotas. Suspiré y me di vuelta en la cama, pero pronto ya no solo fueron golpes sino también varios timbrazos que hasta los del primer piso debía escuchar. Tiré las colchas y con bronca me levanté de la cama para abrir la puerta con la peor de mis caras. Mi rostro era una desastre, mis ojos estaban hinchados y con mis manos tuve que secar algunas lágrimas frescas que se ocultaban en los bordes de mis ojos. "¿Quién mierda me rompe las pelotas justo ahora?", mascullé entre dientes antes de abrir la puerta. Aunque mal hice en no preguntar quién era primero, porque al abrir me encontré al culpable de mi estado, Camilo.

—Leandro... —susurró abrazado a la caja roja y mirándome con sus ojos almendrados, cuales parecían clavarse en lo profundo de mi cuerpo haciéndome más daño del que ya me habían hecho.

—¿Qué mierda haces acá? ¿No fue suficiente con gritarme allá? —le dije soportando unas ganas de tratarlo peor de lo que ya lo estaba haciendo, aunque me dolía profundamente encontrarme así con él, y no podía entender por qué, apenas lo había conocido. 

—Leandro... Sorry. Tengo algunos problemitas de ansiedad, no quise hablarte así, weón. Discúlpame —se explicó avergonzado, tal vez más avergonzado que yo sentado de culo enfrente de la escuela de medicina. Podía ver que estaba siendo sincero, y sentí que no era quién para juzgarlo. Le hice pasar y le serví un vaso de jugo, mi rostro aún no se componía, mis ojos seguían hinchados y mis mejillas seguramente estaban marcadas por lágrimas que no debí dejar caer por algo tan estúpido como aquello.

—Mira cómo estas, weón. Soy una mierda —dijo Camilo de pronto con tal culpabilidad que mi corazón se hizo pequeño, sentí una punzada que nunca antes había sentido.

—No, está bien, al final no te conozco mucho... no te conozco en realidad —mencioné lo último en mi usual tono divertido, Camilo sonrió por ello y alejó aquel rostro de pesadumbre con el que había ingresado a mi departamento—. ¿Probaste lo que te di? —agregué recordando los alfajores.

—Sí, las comí enojado... pero el sabor del dulce de leche me hizo pensar en ti y supe que tenía que venir a disculparme —respondió abriendo la caja para que viera como tan solo ya quedaban cinco de la docena de alfajores de maicena que le había dado hace unas horas—. Nuestra primera pelea —mencionó con una sonrisa que me hizo estremecer de tal manera que algo pareció voltearse dentro de mi estómago.

—Sí, que amistad complicada se nos viene encima —bromeé sintiendo un sabor agrio en mi boca. 

Las emociones dentro de mí se volvían cada vez más compleja, y yo era muy pelotudo como para entender la mayor parte de ellas. Camilo no dijo nada más y se limitó a sonreír sutilmente. Estuvimos por varios segundos en completo silencio, como si ambos tuviésemos miles de cosas atropellándose en nuestras mentes, pero ninguno se animara a hablar sobre ello. Recuerdo haber oído con claridad los caóticos bocinazos de los autos afuera del departamento. Al gato de la vecina maullando hambriento en el balcón de arriba; y creo que hasta pude escuchar el viento que entraba por la ventana de la cocina. Fue tanto el silencio entre nosotros, que incluso llegué a oír los acelerados latidos de mi corazón.

—¿Puedo cocinarte? —me preguntó, Camilo, terminando por fin con ese peligroso mutismo entre los dos—. Quiero compensarte por lo mierda que fui en la facu.

—Sí, la heladera está llena al igual que la alacena, usa lo que quieras —le señalé la cocina e hice un gesto para invitarle a apoderarse de ella durante su improvisada visita.

—Gracias —dijo poniéndose de pie—. Por cierto, como no me lo has preguntado, te lo digo yo. Escribo un diario porque mi psicóloga me lo recomendó para controlar esa pequeña ansiedad que tengo y mis supuestos ataques de ira —se explicó moviendo demasiado sus manos innecesariamente—. Mira, weón, voy a un psicólogo solo porque un compañero me insistió. Acá tienen muy normalizada la terapia psicológica, pero no tengo nada —agregó antes de pasar a la cocina.

—Tranquilo, lo entiendo. En Argentina se vive en el psicólogo, además leí una estadística de que hay un psicólogo cada diez personas. Así que quedate tranquilo, ya está —le aseguré con la mayor sinceridad que pude ponerles a mis palabras, ya no quería verlo mal por la tonta pelea en la facultad. Si, me había sentido horrible en aquel momento, pero luego me sentía peor al escucharle tan decepcionado y enojado consigo mismo.

Camilo volvió a usar una sonrisa como respuesta y yo sentí ganas de putearlo con todos los insultos que me sabía hasta ese momento. Su sonrisa me hacía sentir un cosquilleo extraño por todo mi cuerpo que terminaba por culminar en mi estómago, lo detestaba o no, no sabía, otra vez todo se enredaba dentro de mi cabeza. Me levanté y con ambas manos agité mi cabello, pero tuve que acomodarlo rápidamente cuando minutos después el chileno me llamó desde la cocina.

Me pidió la ubicación de algunos utensilios e ingredientes y prosiguió con lo suyo. Ofrecí mi ayuda, pero se negó aceptarla, incluso pareció molestarle, como que lo estaba subestimando por ser un estudiante de cocina, yo negué desesperadamente, pero él no dejó de fruncir el ceño. Me fui retirando de la cocina antes de que Camilo volviera a gritarme, comenzaba a temer de su carácter explosivo, creo que él si tenía problemas de ira. Antes de salir por completo del lugar me percaté de que el chileno estaba usando unos de mis delantales, unos que mandaba a confeccionar a medida, ya que yo era muy alto para los de tamaño normal. Respiré hondo para soltar una carcajada al ver que el delantal le llegaba casi a los tobillos, se veía más enano de lo que era. 

Había pasado largo rato cuando el chileno volvió a la sala de estar donde yo estaba tirado mirando la tele. Aunque en realidad lo último que hacía era prestarle atención a cómo se estaban agarrando a piñas dos comentaristas de futbol, mi mente continuaba dando vueltas en todo lo que había pasado en aquel día, cual se me había hecho demasiado largo. Aclaró su voz y tomó asiento a mi lado, apagué la televisión y lo miré esperando a que me dijera algo, ya que me picaba el hambre.

—Preparé sopaipilla, espero te guste, es algo que allá comemos mucho en la once —me dijo jugando con sus dedos sin mirarme a los ojos.

—¿Qué es una once? —cuestioné con mi ceño fruncido, nunca había escuchado un término así antes.

—Es un té que tomamos cuando oscurece, no sabría explicarte, pero no es la merienda, eh —me respondió de manera tan simple que no había entendido un carajo, pero sus ojos estaban tan brillantes de emoción, que no quise decirle que era muy malo explicado. Por ello, me límite a asentir con la cabeza sin decir nada—. Por cierto, vi un montón de weás en tu refri, había una mermelada súper pegajosa de color café —agregó con una curiosidad casi infantil.

—Ah, eso. Es arrope, es un dulce de Santiago del Estero. Es una provincia en el norte del país —le respondí poniéndome de pie para buscar un pequeño mapa de Argentina que tenía de cuadro colgado en unas de las paredes de la sala de estar—. Lo traje de Tramo 20, es un pueblo chico en medio de la nada, uno de mis mejores amigos es de ahí. Los santiagueños tienen un acento distinto al porteño o al cordobés —le contaba en tanto volvía a sentarme en el sillón con el mapa en mano.

—Pensé que todos hablaban como los porteños o los cordobeses —dijo Camilo con tal ingenuidad que su expresión quedó guardada en mi memoria como cual fotografía instantánea.

—No, los acentos son muy distintos en Argentina, cambian por provincia o por región. No somos para nada homogéneos, somos una millonada de boludos para ser todos iguales.

—Cierto.

—¿Lo de ser una millonada o de ser boludos?

—Ambas.

Me hice el ofendido por su respuesta, pero él aún así rio con escandalosas carcajadas, en venganza, revolví sus cabellos con mi diestra. Aunque debí detenerme porque noté que lo estaba molestando lo suficiente como para amenazarme con tan solo una mirada, si no tenía cuidado me iba a tirar algo por la cabeza... otra vez. Después de que acomodó sus cabellos, se puso de pie y me pidió que lo acompañara a comprar. Rezongué un poco, pero finalmente accedí y salimos del departamento charlando sobre temas al azar como ser la epidemia de dengue que se había desatado durante el verano de ese año.

—Compremos embutidos para una picada, descubrí que la sopaipilla va muy bien con fiambre —Me contó emocionado cuando bajamos del ascensor, yo seguía sin saber a que se refería con "sopaipillas", pero asentí y lo guíe hasta el supermercado más cercano que no debía estar a más de dos cuadras.

—Compremos un salamín, una picada no es una picada sin un buen salamín de La Colonia —le comentaba mientras me acercaba por impulso a su cuerpo, creo que solo quería estar cerca de él por si alguien se lo llevaba puesto y así entonces yo tendría que tomarlo de la cintura y evitar su caída pegándolo contra mi cuerpo. Aunque no sé por qué quería retratar una escena tan cliché de comedias románticas de los años noventa. Por suerte, el chileno estaba tan distraído mirando los carteles con ofertas de algunos locales de la cuadra, que ni siquiera se percató de las estupideces que pasaban por mi cabeza.

—¿Es rico? —me preguntó cuando volvió su atención sobre lo que había dicho.

—Te vas a morir cuando lo pruebes, es ricaso.

—Entonces vamos apurarnos, tengo hambre, weón —dijo con otra sonrisa en su rostro, pero ésta brillaba más que las anteriores, había algo extraño en ella, algo que hizo que mi corazón comenzara agitarse en mi pecho.

De un momento a otro me encontraba tan nervioso que hasta tragar salivar se había vuelto más complicado que tragar un amoxidal de un gramo. Traté de controlar las extrañas sensaciones que afloraban en cada parte de mi cuerpo, especialmente las que sentía en mi estomago que se contraía de manera graciosa y, me generaba, unas placenteras e indeseables coquillas. 

—¿Qué ocurre, weón? Parece que viste un fantasma o alguna wéa de esas —enunció Camilo con todas las intenciones de molestarme, esquive su famosa mirada inquisitiva y apuré mi paso hacia el supermercado rogando a todo mi sistema nervioso que se tranquilizara de una buena vez.

Entré al lugar tan pálido que la cajera no supo si saludarme o preguntarme si estaba bien. Respiré profundo antes de que el chileno llegara a  mi lado. Me repetí varias veces como cual mantra: "qué te pasa, boludo. Es un chabón y encima apenas lo conoces". Cuando Camilo se aproximó a mí, guardé silencio y de esa forma caminamos juntos hasta la fiambrería del supermercado. 

Tuvimos que tomar un papelito del turnero y, mientras esperábamos, a Camilo se le ocurrió contarme como se la había pasado en sus prácticas en la sala de emergencias en el hospital San Roque. Me contó desde como ayudó a una bebé a que dejara de llorar por una gripe viral, hasta de cómo tuvieron que prácticamente sostener la pierna que tendían de un hilo de carne de un hombre que había tenido un accidente de tránsito en la ruta 9. Me sentía muy "motivado" por la charla, este pibe si todavía no era virgen era un milagro. 

Me salvé de seguir escuchando escenas de películas de terror gracias a un muchacho que se nos acercó con una bandejita verde, en ella había presentado algunos fiambres para degustación, seguramente serían marcas nuevas. Probé un queso Mar de Plata y Camilo un jamón cocido apto para celiacos, por su cara llena de felicidad le había gustado bastante.

—Compremos este —me dijo llevando algunos de sus castaños mechones detrás de su oreja derecha, incluso el pibe que nos había ofrecido la degustación estaba bastante sonrojado de los movimientos lentos y cautivantes del chileno. Camilo era coqueto, comenzaba a darme cuenta de ello, no solo eran extrañas ideas mías.

Cuando nos atendieron pedí un salame de La Colonia, queso Mar de plata, bondiola, mortadela, aceitunas, entre otras cosas. El hombre rápidamente fue preparando mi pedido y no tardó en entregarme todo lo que solicitaba ya etiquetado para pagar en caja. Lo puse todo dentro de un canastito que había agarrado a mitad de camino, aunque seguramente se lo había robado alguna vieja que se fue a buscar una oferta en otra góndola. 

—Déjame pagar a mí, Rucio. Yo invito por lo que pasó hoy —me dijo de pronto mirando los precios en las etiquetas de las bolsitas.

—No, vos sos estudiante, seguro necesitas gastar la plata en apuntes.

—Pero tú también, weón.

—No, dale, está bien, las picadas están caras. —le dije proponiéndome nuevamente sacar la plata y pagar, la gente detrás de nosotros ya nos estaban mirando mal, en cualquier momento iban a putearnos si seguíamos tardando.

—Al menos mitad y mitad —insistió, aunque esta vez ladeando ligeramente su rostro en una expresión demasiado tierna para un pibe de su edad, pero funcionaba, mi corazón se aceleraba sin control y no podía contradecirlo.

En la caja le pedí que fuera por un azúcar impalpable, y aproveché para pagar toda la cuenta, cual, como supuse, estaba salada. La inflación algún día nos iba a matar. Luego de bancarme las quejas de Camilo por haber pagado todo, volvimos a mi departamento y se fue directamente a la cocina, lo seguí por detrás y saqué las cosas para presentar la picada, aunque casi no pude chusmear lo que él preparaba. Además de las cosas, saqué un fernet y una coca de la heladera, y luego volví por una jarra y hielo. 

En la mesa estuve un rato cortando los fiambre y acomodándolos en una tabla grande de madera, luego corté el pan y lo puse dentro una panera blanca. Una vez estuvo todo listo agarré el fernet y la coca y comencé el mágico preparado cordobés. En eso, llegó Camilo con una fuente de extrañas... ¿tortillas medias anaranjadas? 

—¿Qué estás haciendo, weón? —me preguntó dejando la fuente junto a la tabla mientras tomaba asiento.

—Fernandito, es el trago cordobés por excelencia —decía acercándole la jarra para que tome un trago. 

—Lo he visto antes, pero nunca me anime a tomarlo, ¿tengo que hacerlo ahora, weón? —cuestionó con una expresión de desagrado. El olor era fuerte, el sabor peor, pero sabía que al final le terminaría gustando.

—Sí, dale, te va a gustar —lo anime acercándole más la jarra con el alcohol diluido.

—Bueno, pero antes necesito hacer algo.

Camilo se levantó y fue hasta el sillón donde había dejado su mochila, la abrió y de ella sacó el dichoso diario íntimo que nos había hecho pasar tan amargo momento varias horas antes; también sacó una lapicera y volvió a la mesa.

—¿Qué haces? —pregunté confundido.

—Escribiré sobre ti, weón. Eri mi primer amigo fuera de la facultad —me respondió con toda honestidad. 

Sentí en ese pequeño momento mis mejillas arder y una estúpida felicidad recorrer todo mi cuerpo, además de un cosquilleo en mi estómago. Para que todo aquello no fuera visible, comencé a molestarlo sobre la suerte que tenía de tener un amigo tan hermoso como yo, a lo que el chileno volteaba los ojos completamente fastidiado. Me encantaba. 

Cuando terminó de escribir, guardó todo y recién allí tomó la jarra entre sus manos y le dio el primer sorbo. Su cara de asco fue casi como un poema. Antes de que dijera algo, le indiqué que tomara dos sorbos más, para que su garganta se acostumbrara al sabor invasivo del Fernet.

—¿Y? ¿Te gustó? —pregunté tomando una tortillita, mejor dicho, una sopaipilla.

—Es amargo, muy... amargo, pero como que me gusta. Está bueno —Me respondió antes de tomar otro trago.

—Pero no está tan bueno como vos —bromee con una sonrisa coqueta, aunque en realidad algo de verdad había en ello.

El chileno se ahogó por la broma, me gritó un "eri un fleto, qliao", y me reí por no entender que me estaba diciendo. Tampoco le presté mucha atención, estaba concentrado en comer la picada con esas tortillitas chilenas, la combinación era buena, aunque me recordaban un poco a las tortas fritas. 

—Che, a todo esto le está faltando algo —comenté mientras tomaba el control de la televisión, la prendí y puse en mi canal favorito, Quiero música en mi idioma, donde ya comenzaba a sonar un especial de la banda Babasónicos.

La noche continúo su rumbo mientras nosotros seguíamos tomando con aquellas canciones que tanto me gustaban de fondo, presté especial atención cuando sonó "Pijamas", ya que me sabía la letra de memoria. Camilo no paraba de reírse al escucharme cantar usando lo que había quedado del salamín como micrófono. 

—Trae tus pijamas que yo no duermo bien de noche... —casi grité aquella parte de la canción, se me hacía que quedaba muy bien con la situación en la que estábamos. Aunque el chileno no pareció entender mi indirecta, así que solo me uní a sus carcajadas y seguimos tomando hasta que todo se nos dio vuelta.

Pasadas las cuatro de la madrugada, Camilo estaba en pedo diciendo boludeces y cantando canciones de una banda llamada "Los bunkers", que por lo poco que entendía, también eran chilenos. Mi cabeza para ese momento estaba en las nubes, pero aún era consciente de mis acciones, aunque también podía llegar hacer cosas de las que luego me arrepentiría. 

—Llévame a la cama, weón —Me demandó de pronto con una sonrisa que se me hacía coqueta, como con otras intenciones, pero pensé que solo lo interpretaba así por el pedo que tenía en aquel momento. 

Me levanté con algo de dificultad, me sentía como en una calesita rusa o peor, en el mambo a las dos de la mañana en el SuperPark. Agarré a Camilo de la cintura y pasé su brazo por mi cuello para llevarlo hasta mi habitación, una vez allí lo tiré sobre la cama y se acomodó en uno de los lados. Entre abrió sus ojos y me miró haciendo un puchero, supe que algo que no quería estaba por pedirme (¿o si quería?).

—Weón, acuéstate conmigo, tengo frío —me dijo con sus mejillas coloradas producto del alcohol y sus labios rojos e hinchados de tanto lamerlos para quitar el sabor agrio del Fernet de ellos—. Dale, weón, quiero dormir —insistió estirando su mano hacia a mí hasta tirar de mi ropa.

—¿Te pensas que soy calentador tuyo? —me quejé quitándome las zapatillas.

Al entrar en la cama enseguida el chileno me abrazó casi ocultando su rostro en mi pecho, al ser más bajo que yo cabía perfectamente entre mis brazos. Mi cuerpo se tensó, el alcohol se disipaba y mi corazón se aceleraba. Mi mano se movía por sí sola y se metía entre los castaños cabellos de aquel joven chileno, era tan sedoso como semejaba serlo con su brillo. Despedía un irresistible aroma dulce a vainilla y flores. Nuevamente la saliva pasó por mi garganta como si tragara bolas de plomo, miles de preguntas y dudas atacaban mi mente. Pero algo estaba en claro, Camilo se me hacía hermoso.

"¡¿Hermoso?!", susurré casi espantado. Creo que difícilmente alguna vez me imaginé que un pibe me iba a llegar a parecer tan lindo. Además, jamás creí en que alguien podía sentir cosas por otra persona a las pocas horas de conocerle, me parecía una fantasía barata que Disney vendía a gente ingenua. Pero bueno, podía echarle la culpa al alcohol, aunque no fuera la opción más madura; o podía culparlo a él, a él por sonreír de esa manera, por tener esos ojos que brillan con el más mínimo destello de luz. Si, aquello de buscar culpables tenía mucha lógica. Debía reconocer, aunque me costara, que lo único que tenía en claro, es que no podía estar lejos de él. Necesitaba seguir sintiendo esas lindas y extrañas cosas que me pasaban cuando él se encontraba a mi lado. Y por ello, mi mayor lucha aquella noche, con su rostro cerca del mío, fue el no tocar sin permiso sus tersas mejillas y sus rosados labios. Me insulté tanto para controlar mis acciones, que terminé quedándome dormido por un agotamiento mental... si es que aquello existe.


(ilustración que en su momento se hizo para su "supuesta" versión impresa)

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Nota: 

¡Perdón! Me tardé mil años. Estuve con la facu a full y quería agregar una escena nueva a este capítulo, ya que originalmente no hago mención a muchas canciones, así que agregué unas de mis canciones favoritas en el año en que transcurre la historia. 

¡Muchas gracias por leer! 

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