Prólogo
Tyrenna adoraba pintar. Disfrutaba el peso del pincel entre sus pequeños dedos, sus trazos añadiendo al lienzo colores y formas nacidas de su imaginación. Adoraba el olor de los pigmentos, de los aceites y el barniz, estímulos familiares que la acompañaban desde la cuna.
Pero, ante todo, lo que Tyrenna adoraba más de pintar era la libertad, una que solo el arte era capaz de ofrecerle.
Cuando pintaba, no había nadie que le dijera qué hacer, nadie que le señalara límites tontos que no podía cruzar. Era una experiencia única, personal, un diálogo que solo podía ocurrir entre un lienzo en blanco y su pincel. Y, a sus escasos seis años de edad, Tyrenna pensaba que era bastante buena en ello.
—¿Qué estás pintando? —le preguntó alguien a sus espaldas. Tyrenna no necesitó darse vuelta, pues conocía esa voz a la perfección.
—Un árbol, ¿no lo ves? —contestó ella de mal humor.
Lodrin, padre de Tyrenna, se quedó viendo fijamente el lienzo de su hija, ladeando la cabeza y entornando sus pálidos ojos azules.
—Si tú lo dices, amor —dijo finalmente con una sonrisa, y se volvió hacia un lienzo propio en el que estaba trabajando.
Tyrenna le hizo un mohín. ¿Acaso no era obvio? El tronco estaba ahí, y las ramas... aunque eran azules y no marrones, y las hojas encima eran cuadradas y rojas, en vez de ovaladas y verdes. Tal vez por eso su papá no lo había reconocido a primera vista, ¡pero sí que era un árbol!
Ligeramente molesta, Tyrenna se dio la vuelta para mirar en qué trabajaba su padre con tanto esmero como para no prestarle atención, y tuvo que acallar un suspiro.
El lienzo era precioso. Más que precioso, perfecto. No era la primera vez que Tyrenna veía uno de los cuadros de su padre, pero este último superaba a todos los demás.
Se trataba de un paisaje de ensueño: una amplia pradera coronada con un cielo teñido de los cálidos tonos del atardecer, bajo el cual se alzaba una casa de aspecto acogedor protegida por la sombra de un inmenso árbol cuyo nombre Tyrenna aún no había aprendido.
De hecho, aquella casa era una copia casi idéntica de su hogar, aunque tenía un aire... distinto, como de cuento de hadas, de una perfección tan sublime que sería imposible que existiera de verdad.
Lodrin sonrió con ternura al notar la expresión asombrada de Tyrenna.
—¿Te gusta?
—¡Me encanta!
—¿En serio? —Lodrin puso cara de escepticismo—. Yo creo que le falta algo.
—¡No! ¡Es perfecto!
Lodrin se cruzó de brazos y examinó su lienzo durante varios segundos. Sacudió la cabeza.
—Es la obra de mi vida. Cada vez que la miro, veo un detalle nuevo que agregar. Puede que nunca deje de trabajar en ella.
Tyrenna contempló a Lodrin con ilusión, mientras que él contemplaba su lienzo.
Y entonces se convenció: ella también sería una artista, una pintora. Y pintaría una obra igual o más bella que la obra maestra de su padre. Lo conseguiría, sin importar cuánto tiempo o esfuerzo pudiera costarle.
Sin embargo, la expresión de Lodrin pronto se hizo más grave. Lo que fuera que estuviera preocupándole, notó Tyrenna, no podía ser solamente el cuadro.
—Escucha, Rena. Este cuadro...
Lodrin no pudo terminar su oración.
Alguien irrumpió en la habitación con un portazo. Era Brilma, la madre de Tyrenna, aunque ella nunca la había visto tan alterada.
—¡Lodrin, están aquí!
Brilma corrió a los brazos de su marido y Lodrin la sujetó con firmeza.
—¡Havdall sea piadoso! ¡Ya vienen!
—Tranquilízate —le dijo Lodrin y la sacudió—. Sabíamos que vendrían. Tranquilízate y haz como planeamos.
Tyrenna oyó el sonido de los cascos de varios caballos golpeando la grava del sendero que conducía a su casa. Tanto su madre como su padre guardaron un silencio tenso.
Sucedió violentamente, en menos de lo que le tomó a Tyrenna correr a abrazarse de su padre. Se escuchó el sonido de la madera de su puerta astillándose, seguido de pesados pasos subiendo a tropel por las escaleras.
Tres hombres corpulentos y de expresiones serias entraron al taller de Lodrin sin anunciarse. Vestían recias armaduras plateadas, grabadas con runas y adornadas con pieles de bestias feroces que Tyrenna no supo nombrar.
Portaban enormes hachas y espadas, y sus atuendos guerreros hacían que se vieran incluso más amezanates de lo que ya eran.
Sus vestimentas los identificaban: eran Hrothr, la élite guerrera del Imperio de Verhall. Tyrenna había oído a los adultos hablar sobre los Hrothr en voz baja, con mucha cautela, como si temieran que el solo hecho de mencionarlos atrajera su atención.
Se suponía que los Hrothr comandaban los ejércitos verhalleses en las fronteras del Imperio y a través del mar, para cumplir con la Cruzada Interminable. ¿Qué estaban haciendo entonces media docena de ellos en el taller de su padre?
Brilma gritó algo que Tyrenna no pudo entender y rompió en llanto, pero uno de los Hrothr la apresó y la obligó a callar.
Lodrin hizo retroceder a Tyrenna, poniendo un brazo delante de ella para protegerla.
—Creí que un Hrothr de tu prestigio tendría más respeto por la familia y el hogar ajenos, Thorulf.
Uno de los Hrothr, aquel con el adorno de piel más voluminoso y las más intrincadas runas en su armadura, dio un par de amenazantes pasos hacia el frente y se dirigió a Lodrin.
—Mi respeto termina donde comienza tu traición —espetó—. Vengo a tomarte como prisionero.
—¿Bajo qué cargos? —protestó Lodrin.
Thorulf gruñó algo para sí y en seguida golpeó violentamente la pared con el puño, haciendo que la habitación entera se sacudiera.
—¡Conoces muy bien las acusaciones que pesan en tu contra!
—Las acusaciones son solo eso, acusaciones —se defendió Lodrin—. No hay pruebas de que...
Thorulf se abalanzó hacia el frente como un toro enfurecido, acorralando a Lodrin contra la pared que tenía a sus espaldas y lo alzó del cuello unos palmos encima del suelo. Tyrenna fue empujada hacia atrás por la violencia del impulso y de inmediato empezó a llorar.
—¡Di una palabra más, una sola, y te sacaré de aquí a rastras! Lo único que necesitas para comparecer ante los Gothar es tu lengua... todo lo demás puedo rompértelo.
Tyrenna nunca había sentido tanto miedo, un terror profundo que le revolviera las entrañas, que la hiciera temblar sin control. De pronto, sintió algo tibio humedeciendo la parte baja de su vestido.
—Thorulf, por favor... No así, no delante de mi hija.
El Hrothr se volvió hacia Tyrenna, como si solo entonces hubiera reparado en su presencia. Por algún motivo, eso le hizo soltar a Lodrin, aunque su expresión no se suavizó.
—Lodrin Mágnisson, en nombre de Fromund V, Supremo Jönnungr de Verhall y vicario de nuestro Único y Verdadero Dios Havdall, quedas arrestado por traición a la Verdad y al Imperio. ¿Reconoces o niegas estos cargos?
Lodrin miró a Tyrenna con tristeza, como si buscara con su mirada una disculpa patética. Aún así, la determinación volvió a su expresión cuando le contestó al Hrothr.
—Los niego.
Thorulf apretó los puños y alzó uno de ellos como para golpear a Lodrin. Sin embargo, solo exhaló profundamente con decepción.
—Comparecerás ante un juzgado de Gothar —dijo Thorulf mientras colocaba pesados grilletes alrededor de las muñecas de Lodrin—, y esos hombres santos serán quienes juzgarán tu culpabilidad o inocencia en base a la Verdad.
Tyrenna vio a su madre retorcerse en medio del agarre del Hrothr que la apresaba, incapaz de dar voz a sus gritos y llantos.
Lodrin miró a Tyrenna una última vez y, contra toda lógica, le sonrió. Thorulf y sus hombres lo arrastraron escaleras abajo como a un esclavo, y aunque Brilma intentó varias veces aferrarse a su marido, solo consiguió que la hicieran retroceder a patadas.
Tyrenna corrió detrás de ellos, llorando y gritando y lanzando inútiles golpes.
Afuera los esperaba una carreta y varios caballos. Los hombres de Thorulf subieron a Lodrin a la carreta como si no fuera más que un costal de harina y montaron en sus respectivas monturas.
—¿A dónde se llevan a papá? —preguntó Tyrenna en su inocencia. Su madre, golpeada y sin consuelo, simplemente no tenía voz para contestar—. ¡A dónde se lo llevan!
En su desesperación, Tyrenna se abalanzó contra los Hrothr como una fiera. Thorulf hizo girar su montura y el caballo, entrenado para el combate, golpeó a la niña con una violenta coz.
Algo en su brazo se quebró y Tyrenna se desplomó con un chillido de agonía. Pero no podían llevarse a su padre, no así.
Sobreponiéndose al dolor, Tyrenna alzó la cabeza del suelo y, con ojos nublados por sus propias lágrimas y la tierra del sendero, encaró a Thorulf mientras sus hombres partían en una nube de polvo.
Thorulf la miró una última vez como si mirara a un triste perro moribundo, dio vuelta a su montura y se marchó.
Tyrenna jamás olvidó las lágrimas, el dolor, los sueños rotos... como tampoco olvidó la imagen de su madre hecha pedazos, presa de un desconsuelo del que nunca se recuperaría.
La ayudó a levantarse, a volver adentro. La acompañó en su llanto, y en su esperanza. Los Gothar eran hombres santos, ellos sabrían que su padre era inocente. Lo sabrían, Tyrenna estaba convencida de ello. No podía ser de otro modo. Esa fue la primera vez que se mintió a sí misma.
Una semana después, Lodrin fue ejecutado.
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