Capítulo 3
Tyrenna se enfrentó a la imagen que le devolvía el espejo, haciendo lo posible por no entornar los ojos mientras juzgaba su atuendo.
El vestido era bonito, aunque no excepcional: de lino blanco con bordados rojos, ceñido en las mangas y el torso aunque suelto por debajo, con un delantal de algodón azul por encima al estilo tradicional, adornado con broches de bronce y otros abalorios en el pecho.
Aldora había escogido ese atuendo para ella y, por una vez, sus opiniones coincidían. Así que el problema no era el atuendo. Era ella.
Un hombro un centímetro demasiado torcido, un par de brazos demasiado flacos, unas cuantas pecas de más sobre su rostro y una maraña de cabellos demasiado rojos que la hacían sobresalir como una herida abierta en las multitudes.
No era que le disgustara su imagen; por el contrario, Tyrenna era consciente de que Havdall había sido generoso con ella. Pero al igual que su vestido, solamente era bonita... no excepcional.
"¿No podría corregir lo que veo en el espejo como haría con uno de mis lienzos?" pensó con frustración. Freydis le había contado que en Rizam las mujeres adornaban sus rostros con pinturas y sombras cada día. Maquillaje, le decían.
La idea se le hacía fascinante a Tyrenna, aunque sabía que en Verhall algo así rozaría los límites de la herejía. Como diría Aldora, una mujer verhallesa debía sentirse orgullosa de los dones con los que Havdall la había bendecido. Enmascararlos o avergonzarse de ellos sería deshonrar la Verdad.
Resignada, Tyrenna recogió la bolsa con sus instrumentos y bajó las escaleras.
—El carruaje del Jarl estará aquí pronto. —Aldora se apresuró a darle alcance y la miró de arriba abajo con ojo crítico. Hizo una mueca—. No te haría mal complementar ese atuendo con una sonrisa, niña. Debes dejar una buena impresión.
La joven esbozó la mejor sonrisa que pudo. Por la reacción de Aldora, supo que la estaba forzando demasiado.
—Trabajaremos en eso. ¿Recuerdas lo que hablamos anoche?
Tyrenna puso los ojos en blanco y recitó la respuesta con profundo aburrimiento:
—No mirar fijamente. No hablar a menos que me lo pidan. Ser servicial. Y, sobre todo, no mentir.
—Perfecto. —Aldora ajustó los broches de su vestido. Se le quedó viendo por unos segundos, descansando sus manos sobre los tirantes de su delantal. Cuando habló de nuevo, su voz fue inesperadamente dulce—. Luces hermosa, Tyrenna. Estás nerviosa, lo entiendo; también me sentí así antes de mi primera obra importante. No fue nada tan prestigioso como el retrato de un Jarl, claro, pero no por eso sentí menos presión. La fama de Lodrin se había disparado para entonces, así que, por asociación, esperaban grandes cosas de mí.
Tyrenna escuchó con atención. Aldora no acostumbraba hablar de su padre. Ninguna de las dos lo hacía. Aunque habían pasado muchos años, tocar el tema todavía era doloroso.
—Sé que mi reacción ayer fue dura —prosiguió Aldora—, pero reconozco que tienes ante ti una oportunidad que la mayoría de artistas jamás consigue. Yo, como ves, no la conseguí. —La mirada de Aldora se desvió, como avergonzada, aunque solo por un instante—. Tú lo harás mejor. Tienes el talento y la pasión, solo te hace falta templanza.
Aldora se acercó para un abrazo y aunque Tyrenna no pudo evitar sobresaltarse ante el sorpresivo contacto, no se opuso.
—No te decepcionaré —le prometió.
—Sé que no lo harás.
Los cascos de los caballos se hicieron oír en el exterior, acompañados de algunos resoplidos y relinchos. Tyrenna hizo una mueca de aprensión al escucharlos, pero Aldora le apretó la mano con cariño.
—Estarás bien.
Tyrenna respiró hondo. Si había algo que Aldora sabía hacer, además de regañarla, era subirle el ánimo. La despidió en la puerta mientras dos de los sirvientes del Jarl la ayudaban a subir al carruaje.
La pareja de hombres vestía túnicas simples de vádmal sin teñir, un tejido de algodón tradicional común en las clases bajas. Llevaban las cabezas rapadas y ninguno superaba a Tyrenna en estatura. Su piel era de un tono decididamente oscuro, lo que los señalaba como oriundos de Rizam o Nebir.
"Esclavos", observó Tyrenna. La Cruzada Interminable aseguraba un afluente constante de estos al interior del Imperio, donde desempeñaban labores mayoritariamente domésticas. Un hombre con la riqueza y posición de Ornolf tendría docenas a su cuidado.
El trayecto hasta el palacete del Jarl no duró mucho. Erigido sobre una de las laderas rocosas que rodeaban Elfjord, el palacete tenía sólidos cimientos de piedra que sostenían los anchos troncos que conformaban las paredes, de tres plantas de alto, terminadas en ricas techumbres de tejas verde oscuro superpuestas como escamas.
Los sirvientes ayudaron a Tyrenna a bajar del carruaje y la condujeron en silencio a la entrada. Tenía que reconocerlo: el lugar era hermoso, aunque no del mismo modo que lo sería una pintura exquisita o una detallada escultura. El palacete del Jarl gozaba de una belleza castrense, un porte sobrio de trabajada moderación, sin más lujos de los necesarios pero tampoco carente de ellos.
Tyrenna subió las anchas escaleras de piedra de la entrada y los guardias que custodiaban las pesadas puertas de madera las abrieron para ella. Una vez adentro, se encontró en un espacioso vestíbulo que antecedía al ostentoso salón principal del palacete, ambas secciones separadas por otro juego de escaleras.
Anchos pilares de madera y arcos tallados sostenían el elevado techo empinado, y las imponentes paredes laterales estaban pobladas de claraboyas que vertían copiosamente la luz de la mañana al interior.
Apenas entró, una de las criadas que se encontraban barriendo el vestíbulo dio un respingo, dejó sus quehaceres y subió a toda prisa al salón. Se escucharon voces resonando en el salón, aunque desde su posición, Tyrenna no pudo ver a quiénes les pertenecían.
Al cabo de unos segundos, la criada volvió acompañada de Sevard, quien examinó a Tyrenna con desdén, del mismo modo que haría un joyero ante una pobre imitación de piedra preciosa.
—Ya estás aquí —dijo el edecán como si lo lamentara.
—A primera hora, tal como indicó —repuso Tyrenna de mal humor.
Sevard dio un fugaz vistazo a sus espaldas.
—Una de las citas del Jarl se ha visto adelantada de improviso —explicó, visiblemente fastidiado. Tyrenna comenzó a pensar que, quizás, el fastidio era su reacción natural ante todo.
Sevard se cruzó de brazos y se dio de golpecitos en el antebrazo con los dedos. Miró a Tyrenna una vez más, la barbilla en alto, su expresión tan estirada que la joven apenas pudo contener su enfado.
—Supongo que no hay otra salida más que nos acompañes. ¿Sabrás comportarte, muchacha?
—Sabré —contestó Tyrenna, apretando la mandíbula y los puños.
Sevard arrugó la nariz en una displicente mueca de incredulidad y le indicó que lo siguiera por las escaleras.
Una ancha mesa para banquetes en forma de herradura ocupaba la mayor parte del salón principal, surtida con multitud de bandejas que contenían exuberantes manjares cuyos aromas inundaban la estancia, muchos de ellos completamente desconocidos para Tyrenna.
El estandarte imperial, de fondo blanco con el dorado Yelmo de Aegir en el lugar central, adornaba la superficie de los pilares de madera tallada en cada lado de la mesa, y la mayor parte de la pared posterior, donde también se observaban trofeos de caza y anchos escudos de guerra pintados con motivos históricos.
Ornolf estaba sentado en el lugar central, atacando con esmero un corte de carne asada. Era un hombre corpulento, de rostro cuadrado enmarcado por una larga cabellera marrón y una espesa barba salpicada de gris. Su capa colgaba del espaldar de su asiento, descubriendo un torso ancho que a duras penas cabía en su túnica de lino gris.
Acompañando al Jarl había un hombre de lustroso cabello negro y aire sosegado, ataviado con un refinado atuendo negro con pocos ornamentos, que asentía y gesticulaba abundantemente ante las palabras del Jarl. Sea cual fuere el tema de conversación, sus reacciones denotaban gran interés y complacencia, reacciones que a Tyrenna le parecieron poco sinceras.
Sevard se detuvo a una distancia considerable de la mesa y carraspeó sonoramente. El Jarl y su invitado pausaron su conversación. El primero apenas demostró interés en Tyrenna, mientras que el segundo se quedó viéndola fijamente, una débil sonrisa curvando sus delgados labios.
—Tyrenna Lodrinsdóttir, mi Jarl, reconocida retratista y sobrina de la maestra pintora Aldora Magnisdóttir. —El edecán la introdujo con voz prístina, su mano derecha firme sobre su pecho en señal de respeto.
Tyrenna ejecutó la mejor de sus reverencias, aunque rogó a Havdall que fuera mejor que las torpes inclinaciones que había practicado ante el espejo de su habitación.
Los recios ojos marrones de Ornolf se posaron sobre Tyrenna mientras la examinaba, una de sus gruesas manos frotando su barba.
—No esperaba alguien tan joven. —El Jarl miró a su edecán—. ¿Estás seguro de que esta muchachita es la mejor pintora en todo Elfjord?
—Las obras de la señorita Tyrenna gozan de excelente reconocimiento en la región, mi Jarl.
—¿Y cómo es que esta es la primera vez que oigo de ella?
Tyrenna aferró con fuerza la parte frontal de su delantal. "No me sorprende que sus súbditos lo odien".
—Jarl. —El acompañante de Ornolf capturó su atención con su voz serena y aterciopelada—. Creo que está siendo demasiado duro con Tyrenna. Incluso yo, que solo ocasionalmente me encuentro en Elfjord, puedo dar testimonio de su talento.
Tyrenna entornó los ojos. ¿Acaso la conocía? No sabía qué era, pero algo sobre ese hombre la hacía ponerse en alerta.
—El señor Ragnarsson es skald del Jarl Gundren de Hallandr —explicó Sevard al notar la expresión confundida de Tyrenna—. Se suponía que aconsejaría a nuestro Jarl esta tarde sobre la adquisición de obras para su próxima exposición, aunque nos sorprendió con una visita adelantada.
"¿Un skald?" pensó Tyrenna. Los skaldr eran los poetas y cronistas de la alta nobleza. Solo los nobles mejor posicionados tenían uno a su cuidado; si Ornolf podía permitirse la visita de no otro que el skald del Jarl de Hallandr, debía tener importantes conexiones en la capital.
—Siempre tan formal, Sevard... —El skald la miró y sonrió—. Siéntete libre de llamarme por mi nombre, Tyrenna. Daorn, un honor conocerte.
Tyrenna contestó al educado saludo de Daorn frunciendo el ceño.
—Daorn, ¿dices que reconoces el talento de la muchacha? —dijo Ornolf, pensativo.
—Por supuesto, Jarl. El bueno de Arslan siempre está hablando de lo exquisitos que son los cuadros que Tyrenna pinta para él, tanto que tuve que pedirle que me los mostrara. Y no me decepcionó.
"Mierda". Al oír la mención del padre de Freydis, Tyrenna sintió como si su estómago diera un vuelco.
—¿Arslan Haraldsson? —preguntó Sevard, entornando los ojos.
—Así es. No esperaba que lo conocieras, Sevard —repuso Daorn con una sombra de diversión en su voz.
Las comisuras de los labios del edecán se torcieron hacia abajo, pero supo esconder su enfado hacia el skald.
—Haraldsson es quien iba a patrocinarte, ¿no es así? —le preguntó a Tyrenna en cambio.
La atención del trío de hombres se volcó sobre ella. La joven hizo su mejor intento para enmascarar su creciente nerviosismo.
—S-Sí, aunque tuve que rechazarlo.
—Oh... ¿Fue así? —Daorn adoptó una exagerada mueca de asombro—. Sevard mencionó la posibilidad de un patrocinio de parte del Jarl, pero no estaba al tanto de que Arslan te había hecho la misma oferta. Me lo habría comentado.
—Sucedió muy de improviso. Debió ser por eso —repuso Tyrenna, tensa.
—Imagino que sí. —Daorn hizo girar levemente el vino en su copa de bronce—. Pero considero a Arslan un buen amigo, y él a mí. Dudo que se aventurara a tomar una decisión así sin consultarlo conmigo.
"Lo sabe," pensó Tyrenna. "Sabe que miento." Tener esa certeza solo hizo que su estómago estallara en movimiento, la marca inconfundible del pánico. Tenía que hacer algo, tenía que salvar la situación de algún modo. Si Daorn la delataba, estaba perdida. Sería cárcel, o incluso algo peor.
Pero la había sorprendido con la guardia baja y, bajo esa presión, las ideas se le escurrían como agua helada a través de sus dedos.
Pronto, Tyrenna sintió la inquisitiva mirada de Sevard fijarse en ella. Dudaba que la acusara de nada delante del Jarl—eso sería poner en duda su propio juicio. Pero si el edecán comenzaba a desconfiar de ella, podía darlo todo por terminado.
—Yo... Eso...
"¡Di algo! ¡Lo que sea!" Se estaba dejando dominar por el pánico. Las rodillas empezaban a temblarle y sus manos sudaban sin control. Incluso el obtuso de Ornolf notaba que algo extraño estaba sucediendo.
—Pero, claro, apenas llegué aquí —intervino Daorn. Tyrenna acalló un suspiro—. Estoy seguro de que Arslan podrá aclarármelo cuando nos sentemos a conversar tranquilamente.
Daorn la miró a los ojos y le sonrió. ¿Era eso malicia? ¿O complicidad? Conocía su engaño, Tyrenna estaba segura de ello. Había estado a punto de delatarla, pero ahora le cubría la espalda. ¿A qué estaba jugando?
—Espero que lo aclare —dijo Sevard fríamente, sin quitar la vista de Tyrenna. La joven prefirió ignorarlo.
Ornolf gruñó sonoramente y apoyó ambas manos sobre la mesa.
—No perdamos más el tiempo, Sevard. Si Daorn reconoce el talento de la muchacha, no hay nada que discutir.
El edecán no tuvo más opción que obedecer.
—Sabia decisión, Jarl. Desafortunadamente, será mejor que me marche. —Daorn se incorporó y se acomodó la túnica negra. Curiosamente, no iba armado, como era común en todos los hombres libres. Hasta Sevard cargaba al menos una espada, aunque fuera tan fina que serviría más como mondadientes antes que un arma.
Ornolf se reclinó sobre su asiento y dejó caer una de sus manos sobre sus muslos mientras fruncía sus tupidas cejas.
—¿Y a qué se debe eso?
—Trabajo, me temo. Si adelanté nuestro encuentro fue porque aún tengo que cumplir con cierto encargo del Jarl Gundren. —Daorn realizó una reverencia tan grácil que Tyrenna se sintió como un torpe animal en comparación—. Además, no quisiera robarle más tiempo a Tyrenna. Quién sabe, quizás hasta visite a Arslan antes de volver a Hallandr.
"Es peligroso." Eso era lo que las entrañas de Tyrenna gritaban a toda voz. Personas como Daorn no daban puntadas sin hilo. Si había encubierto su mentira esta vez, era porque buscaba algo de ella, y ese pensamiento la preocupaba.
Daorn se marchó acompañado de un par de criadas, que se sonrojaron cuando él les dedicó una sonrisa. Las pesadas puertas exteriores resonaron al cerrarse, y fue así que Tyrenna se quedó a solas con el Jarl y su edecán.
—Que me siga —indicó Ornolf. Se levantó y se dirigió a unas escaleras al fondo del salón que debían llevar a sus aposentos.
Sevard acució a la joven para que obedeciera al Jarl, pero ella apenas lo escuchó. Su cabeza estaba en otro lado.
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