Capítulo 1

"No respires", se dijo Tyrenna con el rostro muy cerca al lienzo, sosteniendo con firmeza su pincel. Los últimos detalles de un cuadro eran siempre los más cruciales y aquellos a los que ella prestaba más atención.

Hasta el más mínimo temblor de sus dedos podía echar a perder lo que hasta entonces había sido un trabajo impecable. Afortunadamente, doce años de práctica habían entrenado su pulso y afilado su precisión. El pincel no era otra cosa que una extensión de su mano.

"No... respires", se repitió mientras añadía otro trazo, el último.

Tyrenna dio un paso atrás y por fin se permitió soltar el aliento que había estado reteniendo. Examinó con ojo crítico el retrato, cada línea, cada sombra, buscando frenéticamente hasta la más mínima imperfección. No encontró ninguna.

—Está listo —declaró con visible satisfacción. Dejó sus instrumentos sobre una mesita que había junto al caballete y se limpió los dedos manchados de pintura en un paño.

—¡Déjame verlo! —exclamó una jovencita sentada en un mullido sillón al otro lado de la habitación.

Su nombre era Freydis Arslansdóttir, la hija mayor de un rico comerciante asentado en Elfjord y amiga suya de muchos años. El cumpleaños número dieciséis de Freydis estaba cerca—ese retrato era la manera que Tyrenna había escogido para celebrarlo.

Freydis se puso en pie de un salto y cruzó la habitación a toda prisa, sosteniendo las faldas de su costoso vestido de seda azul y los numerosos abalorios que adornaban su pecho tintinearon debido al súbito movimiento. En comparación, el atuendo de Tyrenna era bastante más simple: un vestido de trabajo de lino verde oscuro, que contrastaba con el tono bermejo de sus cabellos, y una falda delantal de vádmal.

Cuando Freydis vio el retrato terminado, sus ojos azules se abrieron como platos.

—Es... ¡Es perfecto! —exclamó con su aguda voz. Freydis tomó a Tyrenna de las manos mientras sonreía de oreja a oreja—. ¿Cómo lo consigues? ¿Cómo haces para pintar la Verdad del mundo de una manera tan preciosa?

Con incomodidad, Tyrenna le devolvió una sonrisa forzada.

En el Imperio de Verhall, la Verdad Única que había sido creada por Havdall era lo más sagrado. El trabajo del artista, sin importar a qué rama se dedicara, era plasmar esta sagrada Verdad de la manera más fidedigna posible, es decir, sin interpretaciones, sin cambios, sin subjetividad.

Eso no era lo que Tyrenna hacía cuando pintaba.

Los rasgos de Freydis eran bonitos individualmente: una nariz fina y respingada, labios delicados, tez blanca como la leche y una envidiable cabellera rubio cenizo. Pero juntos... juntos perdían mucho de su encanto.

Su nariz era una pizca demasiado larga, haciendo que sus labios se vieran planos en comparación; el blanco inmaculado de su piel hacía que cada imperfección, por más mínima que fuera, saltara claramente a la vista; y el tono ceniciento de sus cabellos hacía poco por otorgarle color a un rostro de por sí insípido.

Tyrenna había notado todos y cada uno de estos defectos. Aún cuando se había propuesto ignorarlos, secuestraban su atención cada vez que veía a Freydis, cada vez que había querido pintarla. Así que los arregló.

Una bonita sombra para disimular el tamaño de la nariz, unas líneas más de color para rellenar sus labios, una capa adicional de pintura para homogeneizar la tonalidad de la piel y una pizca de dorado añadido al rubio de sus cabellos.

Los cambios eran tan sutiles que solo alguien igual o más observador que la propia Tyrenna los notaría. De todas formas, hacían suficiente para que la Freydis pintada en el retrato reluciera como una hermosa joya pulida.

—La belleza de lo que pinto no viene de mi pincel —respondió Tyrenna—, nace de lo que ven mis ojos.

Sintió un piquete de culpabilidad, pero... ¿acaso mentía? Todos los rasgos que hacían bella a Freydis en el retrato ya estaban ahí; lo único que su pincel había hecho fue amplificarlos.

—Mi padre estará maravillado cuando lo vea —dijo Freydis mientras le daba otro vistazo al cuadro y su cándida sonrisa se ensanchó, rebosante de genuina alegría. Y esa alegría fue suficiente justificación para Tyrenna.

La joven pintora suspiró y se dejó caer sobre uno de los cómodos sillones del estudio del padre de Freydis.

—Que Havdall te escuche...

—¿De qué hablas? ¡Lo amará! ¡Que me condenen si no es la Verdad!

Tyrenna respondió al entusiasmo de Freydis con otra sonrisa forzada.

—Es solo que... ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Cinco años? ¿Seis? Si las cosas siguen así, jamás dejaré Elfjord.

Freydis ladeó la cabeza, el ceño fruncido.

—¿Qué tiene de malo Elfjord?

"No lo entenderías", pensó Tyrenna. Freydis había vivido toda su vida allí, como seguramente harían sus hijos, y los hijos de sus hijos. Y ya que su padre era rico y bien respetado en la ciudad, no necesitaba aspirar a más.

—Nada.

Tyrenna respiró hondo. Estaba harta de pintar retratos de las esposas e hijas de los nobles locales. Los artistas verhalleses más grandes no grabaron sus nombres en las crónicas pintando a la aristocracia rural—ellos pintaron a grandes líderes y guerreros, Jarlar y Hrothr de renombre, o incluso al mismísimo Jönnungr.

Retratar al emperador de Verhall era un privilegio que solo era concedido a un artista en cada generación, y todo quien se ganara este honor estaba destinado a la gloria... Gloria que Tyrenna anhelaba desde lo más hondo. "Pero ni siquiera puedo dejar esta ciudad."

—¿Rena?

Tyrenna parpadeó un par de veces y se volvió para mirar a Freydis. Su amiga lucía un tanto molesta. Si había estado hablándole, no la había escuchado.

—Dime.

—Estaba preguntándote si vas a quedarte a almorzar. Mi padre trajo carnes exóticas de Rizam. ¡Dicen que allá que comen pájaros tan grandes como bueyes! ¿Puedes creerlo?

Tyrenna no lo creía, pero prefirió no arruinar las imaginaciones de Freydis.

—Me encantaría, pero me comprometí a almorzar hoy con mi tía y ya sabes cómo es ella —se disculpó, aunque estaba siendo benevolente. Cuando decía que se había 'comprometido' con su tía, en realidad quería decir que Aldora había decidido por ambas, sin dejar lugar para discusiones.

—Es una lástima... —Los grandes ojos de Freydis le recordaron a los de un cachorro—. ¿Qué tal la próxima semana?

—La próxima semana será.

Tyrenna le sonrió y Freydis se abalanzó sobre ella para abrazarla. Aunque estaba acostumbrada a los arrebatos de emoción de su amiga, Tyrenna no pudo evitar sobresaltarse ante el súbito contacto.

—Que Havdall te guarde —se despidió Freydis.

—Y a ti.

Tyrenna recogió sus instrumentos, los guardó en su bolsa y dejó la residencia de la familia de Freydis.

Afuera, la recibieron las bulliciosas calles de Elfjord.

Aunque su tamaño era modesto para los estándares verhalleses, Elfjord estaba siempre en movimiento. Los carros de mercancías abundaban en sus calles empedradas, transportando los bienes descargados en los puertos de la bahía alrededor de la cual se había construido la ciudad. Muchos de estos bienes se dirigían al noreste, a la capital Hallandr, que se encontraba a menos de dos horas de viaje.

Tyrenna se unió al afluente de transeúntes y carros que surcaban las calles. Ahora se sentía como algo natural, pero la primera vez que había llegado a Elfjord desde su natal Völlur, todo ese ruido y movimiento le habían parecido abrumadores.

Habían pasado más de cinco años desde que Tyrenna había dejado la simpleza de su vida en las islas. Aldora había tenido que trabajar muy duro para convencer a su madre de permitirle trasladarse al continente con ella para dedicarse al arte. "No puedo permitir que un talento así se marchite en una granja lodosa y hedionda", había dicho Aldora. Afortunadamente para ambas, Brilma no lo tomó a mal.

Tyrenna caminó hasta llegar a la calle principal que discurría por el centro de la ciudad. Era una avenida ancha y recta, desde la cual eran visibles las altas y abruptas laderas que rodeaban la bahía al sur, y las lejanas y relucientes torres de Hallandr, al norte.

Tyrenna había soñado incontables veces con la capital, inspirada en las historias que Aldora le había contado. Había soñado con sus murallas de exquisita piedra blanca, con sus fuertes y torreones ocupados por la élite aristocrática del Imperio y, sobre todo, con la imponente figura del palacio del Jönnungr, vigilándolo todo desde el punto más alto de la ciudad, como uno de los gigantes de las crónicas.

Tyrenna había pintado una y otra vez la imagen de Hallandr y el palacio del Jönnungr a la distancia, como un sueño lejano, como una imaginación distante y grandiosa y perfecta que solo podía anhelar.

"Algún día —pensó Tyrenna—, miraré abajo desde lo alto de una de sus torres y Elfjord no será más que una diminuta mancha en el paisaje. Y así lo pintaré." Pero, hasta que ese día llegara, tenía que conformarse con su vida en la ciudad puerto.

Con todo, se había labrado una fama decente en la región, todo gracias a sus retratos. Aún sentía un piquete de culpabilidad cada vez que se veía obligada a 'perfeccionar' la imagen de uno de sus clientes—y estaba segura de que Aldora perdería la cabeza si se enteraba—pero no estaba engañando a nadie: solo les mostraba un lado más brillante de sí mismos, el lado que todos preferían ver.

Y si al mismo tiempo conseguía labrarse una reputación como pintora, ¿qué de malo podría tener?

Tyrenna siguió de largo por la avenida hasta encontrar la casa de Aldora. Era de dos plantas, con cimientos de piedra, estructura de madera y techos empinados, no muy distinta a los edificios que la rodeaban. Según le había contado su tía, esa casa había pertenecido a su familia desde que sus bisabuelos se asentaron en Elfjord, cuando apenas era una aldea portuaria.

Para su sorpresa, había un carruaje estacionado en la entrada. Por la calidad de los detalles tallados en la madera y el porte de los caballos, debía tratarse del carruaje de un hombre rico.

Tyrenna rodeó el carruaje por la parte de atrás, asegurándose de poner tanto espacio como pudiera entre ella y los caballos. En un acto reflejo, se frotó el antebrazo izquierdo. El fantasma del dolor se había desvanecido hace mucho, pero aunque los huesos rotos sanaban, algunas heridas jamás lo hacían.

Tyrenna se apresuró a alcanzar la puerta, evitando mirar siquiera a los animales. Cuando estuvo allí, la abrió, entró de un salto, y la cerró con fuerza a sus espaldas. "Ya han sido doce años. Ya lo has superado," se dijo y respiró hondo con los ojos cerrados. Aún así, un escalofrío recorrió su espalda.

—Llegas tarde. —La voz de su tía hizo que se diera vuelta.

Aldora era el perfecto ejemplo de una mujer verhallesa: alta, portentosa, de tez clara y hermosa cabellera rubia que llevaba suelta sobre los hombros. Llevaba puesto un vestido rojo de seda con bordados de oro en las mangas y el cuello, un atuendo inusualmente elegante para un almuerzo corriente.

Tyrenna preparó una excusa en su cabeza pero se detuvo antes de decir nada.

Un hombre desconocido estaba sentado a la mesa frente a Aldora. Calvo y enjuto, de rala barba gris y furtivos ojos negros, el desconocido iba ricamente vestido con una sobretúnica gris con bordados en plata, ajustada firmemente con un cinturón de cuero del que colgaba una fina espada.

"¡El carruaje!" recordó Tyrenna. Los pensamientos traídos a su mente por ver a esos caballos la habían distraído de ese detalle.

—¿Tyrenna? —Aldora tenía esa expresión que era tan habitual en ella: una mezcla compleja de consternación y desaprobación.

—Estoy bien, solo... —La joven sacudió la cabeza y se obligó a desterrar los recuerdos que habían resurgido al ver a esos caballos—. Me sorprendí un poco al ver que teníamos invitados.

Si Aldora captó su mentira, no la señaló. En cambio, adoptó una sonrisa relamida y volvió su mirada hacia el desconocido.

—Tyrenna, quiero presentarte a Sevard Holdursson. Es edecán del Jarl Ornolf.

La explicación de Aldora le causó más preguntas de las que había resuelto.

Ornolf Bjórnsson había sido nombrado recientemente Jarl de Elfjord y las villas aledañas. Como Jarl, era la autoridad política y militar de más jerarquía en la región, es decir, alguien muy por encima de Tyrenna, o incluso de Aldora. La presencia de su edecán no era solo repentina, sino inapropiada.

Tyrenna se quedó viendo a su tía, a lo que esta respondió con una tensa mirada de advertencia y una mueca que encerraba una orden.

—Es un honor... conocerlo. —Tyrenna acompañó su estéril saludo con una torpe reverencia.

—Sevard nos ha honrado con su presencia para discutir cierta situación —añadió Aldora, sonriente, y señaló con su palma el asiento directamente a su costado.

Tyrenna entendió el gesto y se sentó. Su estómago rugió al ver los platos servidos, pero imaginó que no tendría oportunidad de comer en el futuro inmediato.

Sevard se aclaró la garganta.

—Como sabrán, el Jönnungr en persona ha otorgado a nuestro Jarl el honor y la responsabilidad de gobernar Elfjord en su nombre, luego de la infortunada muerte de su predecesor.

El puesto de Jarl no era hereditario, eso Tyrenna lo sabía. El Imperio necesitaba ser liderado por aquellos hombres que verdaderamente tuvieran la aptitud, más allá de sus lazos sanguíneos.

—Hasta hace poco, el Jarl comandaba las fuerzas imperiales en el paso de Munningar. Su título solo le fue concedido luego de que cesaran las hostilidades en Nebir. —El edecán tosió y se frotó las manos, como si le costara pronunciar las palabras para continuar—. Seré claro: el Jarl Ornolf es un soldado, no un aristócrata. Sus decisiones reflejan esto y han despertado cierto... malestar entre la clase alta de la región.

Tyrenna no estaba especialmente al tanto de la política local, pero había oído un par de veces al padre de Freydis quejándose de los nuevos impuestos aplicados por Ornolf.

—La reputación del Jarl es impecable, por supuesto —continuó Sevard—. Pero las opiniones que algunos de sus súbditos tienen de él no pueden ignorarse. Hace falta un... recordatorio, para que no olviden el respeto y la admiración que le deben.

Tyrenna entornó sus pálidos ojos azules y pasó la mirada de Aldora a Sevard y viceversa. La plácida sonrisa de su tía solo se ensanchó.

—Siguiendo mi consejo, el Jarl ha decidido organizar una fiesta que reúna a sus súbditos más distinguidos, para que puedan apreciar, de primera mano, su porte y su grandeza. Claro está, la celebración acabaría en una exposición de su colección personal de arte. —Fue entonces que el edecán le dirigió a Tyrenna una mirada muy significativa—. Desafortunadamente, el Jarl no cuenta aún con un retrato propio, pieza que me temo sería crucial para la exposición.

"Así que eso es lo que te tenía tan contenta, vieja víbora sibilina", pensó Tyrenna.

Aunque Verhall era un Imperio guerrero, las sangrientas batallas y gloriosas conquistas de la Cruzada Interminable eran un pensamiento lejano para la clase alta en las ciudades del interior. Los Hauldar y Jarlar que las gobernaban no podían honrar a Havdall derramando la sangre de sus enemigos o llevando su Verdad Única a todos los rincones del mundo.

Así que lo hacían a través del arte.

Exquisitos cuadros y tapices que rememoraban gloriosas batallas de antaño, esculturas de figuras históricas trabajadas con exactitud milimétrica, poemas y canciones compuestos y recitados por sus skald; los nobles verhalleses adoraban rodearse de tales obras, pues su reputación era medida por sus congéneres en base a la riqueza y el buen gusto de los que podían presumir.

Porque en Verhall, el Sagrado Imperio de la Verdad, las apariencias lo eran todo.

Sevard tosió con visible incomodidad, cerró los ojos y cruzó los dedos sobre la mesa. Si bien no podía pronunciarla explícitamente, su explicación encerraba una petición. Después de todo, el edecán de un Jarl era su voz—no sería nada apropiado que rogara la ayuda de alguien con un estatus tan bajo como Tyrenna.

—Hallandr no queda lejos, más de un artista en la capital estaría gustoso de retratar al Jarl Ornolf —se aventuró a decir Tyrenna.

—Por supuesto... —El fastidio del edecán se dejó notar en su voz—. Pero, en su generosidad, el Jarl prefirió darle oportunidad a los artistas bajo su cuidado.

"Lo han rechazado." Ornolf tenía que haber acudido ya a otros artistas, con más talento y renombre que Tyrenna, pero su frágil reputación los habría ahuyentado. Después de todo, cuando las apariencias son todo lo que vale, nadie está dispuesto a subirse a un barco que se hunde.

Tyrenna debía ser su última opción. Su única opción. Pero en cuanto estuviera en mejor posición, el Jarl se desharía de ella como un trapo usado.

Aunque esta era la oportunidad que Tyrenna había estado esperando, necesitaba algo más, algo que por fin le asegurara un futuro fuera de Elfjord.

Una idea surgió en su cabeza, una apuesta ridícula, insensata, un sinsentido.

—La Verdad sea dicha, llevo un tiempo esperando la oportunidad de retratar a nuestro honorable Jarl —mintió.

—Y el Jarl estará más que gustoso de concederte tal oportunidad —repuso Sevard, aparentemente satisfecho con el devenir de la conversación.

—Lamentablemente —añadió Tyrenna y dejó que el edecán oyera muy bien sus siguientes palabras—, me temo que tendré que rechazar su ofrecimiento.

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