2. El secuestro
Tal como esperaba el lugar se encontraba atestado de gente.
Bajé de mi motocicleta y caminé a la entrada, dándome cuenta recién que se trataba de una fiesta de gala y yo llevaba ropa común.
No importaba, a Grecia seguramente no le importaría, después de todo, ella debía encontrase muy feliz rodeada de sus amigos, yo simplemente iba a ofrecerle una disculpa, hacer acto de presencia y luego salir de ahí.
—Su invitación —en cuanto quise cruzar la puerta me detuvo uno de los guardias de seguridad.
Yo busqué en mis bolsillos momentos antes de recordar que Grecia me había quitado la invitación después de mi torpe cometario.
—No la traigo, Grecia olvidó dármela, pero la conozco —me excusé y los guardias rieron, haciéndome sentir aún más ridículo... como si eso fuese posible.
—Tú y todos ellos... ponte a la fila. —Aún con la sonrisa en sus labios me señaló una fila con varios sujetos que intentaban colarse a la fiesta, seguramente con el mismo pretexto que yo, claro que a diferencia de ellos, yo sí decía la verdad.
— ¡Evan! —grité al ver al hermano mayor de Grecia, quien salía de la casa.
Con despreció me reconoció, por primera y única vez en mi vida agradecía el verlo.
— ¿Qué haces aquí? —me preguntó impasible.
—Grecia me invitó, diles que me dejen pasar.
— ¿Y tu invitación? —su pregunta retumbaba cargada de maldad, seguro estaba consciente de mi situación—. Sin invitación no pasas, además lo más posible es que la fiesta vaya a cancelarse.
— ¿Por qué? —me extrañé, él parecía hablar en serio.
—Grecia se niega a bajar, se encerró con llave en su habitación. —Su breve explicación vino acompañada de un portazo; no había la necesidad de tal acto, Evan quería establecer de manera física su terrible rechazo a mi presencia.
No me molesté en insistir. La fiesta no me importaba, Grecia era el centro de mi preocupación. Ese día era importante y ella se veía entusiasmada por su fiesta ¿Qué le sucedía? Solo rogaba no ser yo la causa de su malestar. Un segundo de culpa fue reemplazado por negación. Yo no era tan importante para Grecia como para ser el motivo de su encierro.
Pensando tanto no iba a llegar a ningún lado, así que decidí averiguar por mí mismo. En las pocas ocasiones que había ingresado a esa inmensa casa, Grecia me había recibido gritando desde su balcón; uno contiguo a su habitación, el cual daba al jardín trasero.
Tal como esperaba, la luz de su habitación se encontraba prendida y la fortuna parecía sonreírme nuevamente, las puertas del balcón estaban abiertas.
Trepar hacia el segundo piso por las ramas de los rosales no parecía tarea complicada, y no lo fue.
Desde el balcón vi a través del fino tul que permitía el paso del viento, tras él distinguí la silueta de Grecia. Sin ser notado traspasé en la habitación.
Ella se miraba en el espejo, llevaba su vestido de fiesta, uno rosa con brillos, de los que se sujetan solo arriba del pecho dejando al descubierto los hombros. De no haber sido porque ella lo llevaba puesto, jamás me habría fijado en detalles como ese.
Mi pequeña se veía triste, como el precioso envoltorio vacío de un caramelo, dulce como la recordaba del día anterior.
Sosegadamente volteó hacia mí, desconcertada por mi inesperada presencia. Yo no me moví, reprimí el impulso de arrimarla a mis brazos, el cual extrañamente, comenzaba a superar mi autocontrol y se apoderaba de aquella parte del cerebro que se encapricha con una determinada acción, por más inoportuna que resulte.
— ¿Tiago? ¿Qué haces aquí? —sin salir del asombro se dirigió a mí, su triste mirada aún me carcomía.
—Yo vine a disculparme, me porté muy mal contigo, no debí rechazarte.
—No te preocupes, no necesitabas venir—noté que reprimía unas lágrimas y que sus palabras no decían la verdad, algo le molestaba y no era solo yo.
— ¿Qué sucede? Evan me dijo que no quieres bajar, es tu fiesta...
—No, no es mi fiesta —me interrumpió tajante—. Es el peor cumpleaños de mi vida, y créeme que he tenido malos. Mi madre hizo todo esto para ella. El año pasado no celebró mis quince años porque estaba muy ocupada y ahora quiso enmendarlo, o eso me hizo creer. No me dejó invitar ni a la mitad de mis compañeros, casi todos los que están son amigos de ella y su esposo. Lo organizó todo a su gusto, no me dejó ni elegir mi vestido. ¿Cuál es el sentido? Ella no me quiere ahí y a sus invitados poco les importa el verme —se sinceró conmigo soltando las lágrimas.
En lo poco que sabía sobre ella, el tema de su madre no era algo a lo que estuviese ajeno. Su padre había muerto cuando ella era muy pequeña y su madre se dedicaba a viajar, vivir eternas vacaciones de sus hijos, quienes habían sido criados por los sirvientes de la casa.
La consolé tal como necesitaba. Me arrodillé frente a ella y la abracé, no quería verla llorar. Dios... verla así es algo que me destruye el alma.
En ese momento hubiese sido capaz de arrancarme el corazón y regalárselo en una caja si eso le hubiese hecho sonreír.
Se soltó de mi abrazo y yo permanecí mirándola, aún arrodillado en el suelo.
¿Cuándo había crecido tanto? Sus ojos grises sumidos en la tristeza me parecían tan bellos... con un destello precioso que solo era superado cuando sonreía.
— ¿Tiago qué pasa? —La dulce voz de Grecia llamó mi atención, sacándome de ese hechizo hipnótico que me mantenía naufragando en sus cristalinas lágrimas.
—Nada, que tal si...—Una idea surcó mi mente, Grecia merecía ser feliz en su cumpleaños y estaba a mi alcance hacerla sonreír—. Vámonos. —.Me levanté y le extendí la mano. Ella perpleja y sin entender me entregó con confianza su pequeña mano.
Me aproximé a la ventana, estaba oscuro y no parecía haber gente cerca.
De la misma forma en la que había trepado, bajé antes que ella, para ayudarla y vigilar que su aparatoso vestido y costosos zapatos no le jugasen una mala pasada.
Ya sabía exactamente dónde ir. Corriendo con sigilo atravesamos el extenso jardín hasta mi motocicleta, la cual esperaba parqueada en la acera.
Me pareció que los guardias se percataron que me llevaba a la cumpleañera, pero Grecia y yo habíamos partido tan rápido que sus reclamos sonaron como un zumbido inteligible segundos antes de ser reemplazados por el motor de la moto.
Nos detuvimos en un parque, el cual se encontraba vacío a esas altas horas de la noche. Justo en el centro se hallaba una enorme estatua, rodeada de pequeños jardines, pero esa no era la atracción principal del lugar. Ese parque era grande y poseía una especie de bosquecillo, el cual finalizaba justo frente a un risco. Una improvisada baranda de madera detenía la caía y servía como mirador.
Grecia se colgó del barandal, contemplando emocionada la luna, la cual brillaba y se reflejaba en su mirada. Su cabello rubio se veía platinado y vestido que llevaba marcaba su perfecta silueta. De nuevo me encontraba perdido, detallando cada parte de ella, sin encontrarle la más mínima imperfección.
No sé por qué, pero sin darme cuenta le retiraba el cabello y acariciaba la piel desnuda de sus hombros.
Ella volteó preguntándome lo que hacía con su expresión. Inmediatamente dejé mi acción percatándome de mi inoportuno movimiento.
— ¿Te gusta? —desvié su atención —Me refiero a la vista. —Por el movimiento extraño que hizo con los ojos caí en cuenta que ella pensaba que me refería a la caricia. En realidad sí me refería a eso, pero a último momento metí el tema del paisaje.
Esa chica me hacía sentir tanto, y esa noche mis locos sentimientos querían manifestarse por cuenta propia; y así lo hicieron, cometí una locura que nuca había pensado pudiese haber cometido.
— ¿Bailamos? —le pregunté con una ligera inclinación.
Ella pensó que bromeaba, yo no era de los que bailaban, menos en un solitario lugar y sin música.
— ¿Bailar qué? —me preguntó con una risa nerviosa.
—Se supone que debes bailar el vals a la media noche. Ya son las doce. —Sin esperar respuesta la jalé hacia mí, cerrando uno de mis brazos alrededor de su cintura y la otra tomó su mano.
Empecé a girar lentamente, ella apoyaba la cabeza en mi pecho, no necesitaba apoyar los pies en el suelo, yo la elevaba, girando y moviéndola conmigo al compás de una melodía imaginaria. Ella reía, era feliz, y su alegría se me contagiaba; sentía cómo esta penetraba por cada poro de mi cuerpo hasta tocar mi alma.
Después ya la abrazaba, el compás terminaba y yo solo disfrutaba de su presencia; me abrazaba como lo hacía años atrás, o tal vez no... definitivamente no, eso no era igual a cuando tenía once años y se negaba a desprenderse de mi pierna.
Lastimosamente el momento acabó, ambos sabíamos que a esas alturas yo ya debía ser buscado por secuestro y a Grecia le esperaba una buena regañina por parte de su madre.
—La fiesta aún no se acaba, tenemos varias horas que perder. —Mientras caminábamos de vuelta pensaba como alargar mi tiempo en su compañía. Aún no quería dejarla, ya estábamos en problemas, ¿cuánto más daño causaría que permaneciéramos juntos un par de horas más?
—Me prometiste que me llevarías a pasear por el campus. —Grecia alzó la vista y no pude negarme a su deseo. Hacía más de un año que le había prometido llevarla a visitar el enorme campus universitario. Un paseo nocturno por ese lugar no parecía mala idea.
En la oscuridad le mostré los edificios donde pasaba clases, el área deportiva nos la pasamos de largo puesto que ella la conocía muy bien y caminamos hacia los dormitorios. Grecia se emocionaba con cada cosa que le contaba, por más aburrido que a mí me parecía contarle sobre mis clases y estrictos docentes, ella escuchaba atenta, enterándose de cada anécdota, interesándose en mi vida cotidiana.
— ¿Tienes frío? —me sentí torpe preguntándole a esas alturas, nuestra noche casi acababa y seguramente ella se había aguantado el clima que congelaba sus hombros desnudos. También lamenté el no tener una chaqueta en ese momento, solo llevaba una camisa—. Acompáñame a mi dormitorio un momento, así sacamos una chaqueta.
—Estoy bien, no te preocupes. —Intentó engañarme con su sincera sonrisa; yo no le creí, se notaba que tensaba su cuerpo para no temblar.
—No es pregunta, vamos.
Ella me siguió confiadamente, esa niña me tenía demasiada fe, podía llevarla al fin del mundo y ella me seguiría dichosa y sin reparos.
Mi edificio se encontraba frente a la avenida, era uno de los más altos; pese al impresionante tamaño de la construcción, las habitaciones parecían cajetillas de fósforos, ideal cuando solo te dedicas a estudiar y a la loca vida universitaria.
Las miradas curiosas no se dejaron esperar cuando pasé con Grecia a la estancia. Lorena y su grupo de amigas se encontraban conversando en los sillones.
— ¿Te robaste a una quinceañera? —Me preguntó Lorena con una sonrisa.
—Algo así.
—No me digas qué piensas llevártela a tu habitación —protectoramente abrazó a Grecia.
—Solo recogeré una chaqueta. —Fingí molestia por su desconfianza. Mi pequeña tenía una mueca extraña, el resto de chicas la rodeaban y le preguntaban si de verdad yo me la había llevado de su fiesta—. Bien, cuídala unos segundos. —Otro par de chicas se habían sumado a la reprobación así que decidí subir solo. Grecia podía esperarme unos minutos y también evitaba que ella viese el terrible desorden que había en mi habitación.
Tras una sonrisa de aprobación por parte de mi acompañante subí corriendo al tercer piso. Afortunadamente una chaqueta se encontraba lista sobre la silla. Era enorme para Grecia, pero sin duda se vería adorable con ella.
Ya dispuesto a bajar nuevamente, recodé el regalo. No se lo había entregado, lo saqué de mi bolsillo y lo llevé en la mano, para no olvidarme de entregárselo antes de salir.
No tardé ni cinco minutos en subir y bajar, sin embargo, Lorena y las otras chicas conversaban amenamente como al principio, Grecia no estaba con ellas.
— ¿Dónde está Grecia?—les pregunté preocupado.
—Hace un momento tomó un taxi —me explicaron levantando los hombros y volviendo a su conversación.
Me encontraba confundido ¿por qué ella se había ido? Mi primera idea fue llamarla, luego me di cuenta de que no sabía su número. La conocía por más de cinco años y jamás le había pedido el número de teléfono. Contemplé el regalo que tenía en la mano. Estaba preocupado, deseaba saber si había llegado bien a su casa, sobre todo preguntarle por qué no me había esperado. Esa vez estaba seguro de no haber hecho nada mal, o eso pensaba.
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