Capítulo 16
Nolan
Si la vista gastara, el reloj que adorna mi muñeca ya estuviera sufriendo las consecuencias por mirarlo cada cinco minutos, tal vez menos. Quizás por eso siento que se demora mucho o que el tiempo no avanza.
En más de una ocasión salgo de la oficina, con ganas de que aparezca. Quiero verla. Necesito verla.
La paciencia no me acompaña y eso poco me ayuda. Ya debería estar aquí, ¿Qué pasa?
Busco su contacto como mi única opción para saber el por qué aún no llega. "Estrellita", como la guardé aparece en la pantalla y llamo, sin éxito. La voz de una contestadora me informa que el número al que llamo está ocupado.
—Pasa —invito a quién sea que esté tocando la puerta de mi oficina.
Es Elizabeth.
—Buenos días, señor Miller —me saluda como si no lo hubiera hecho ya al menos una decenas de veces en la última hora —Gaia...
—¿Ya llegó? —ni siquiera le doy tiempo de decir algo más.
—No, justo ahora me acaba de llamar —informa sin mirarme —No va a venir.
Siento como si un balde de agua fría me cayera encima.
—¿Por qué? —investigo.
—No se encuentra bien.
—¿No se encuentra bien? —repito sus palabras —¿Se siente mal? ¿Está enferma? ¿Qué pasa? —la bombardeo con preguntas poniéndome de pie —No te quedes en silencio, Elizabeth. Habla.
—No es tan grave.
—No estoy para adivinar. Explícate.
Después de lo que pasó ayer solo necesito respuestas. Verla tan vulnerable, fue como recibir un golpe fuerte en el estómago. De esos que te dejan sin aire y solo quise envolverla en mis brazos e intentar que se sintiera segura en ellos, en mí.
—Me pidió que pasara por una farmacia y le llevara algunas cosas —informa al fin mirándome a los ojos —Trataré de no demorar demasiado por si me necesitas aquí.
No tengo que ser adivino para saber que el motivo por el que lloraba ayer no es el mismo por el que hoy necesita "cosas de una farmacia".
—Dime lo que necesita, yo lo voy a comprar —noto que se encuentra más nerviosa que antes —Elisabeth, no te lo estoy pidiendo de favor, es una orden.
—Es que... —juega con su pulsera —Necesita... está... —sin balbuceos están acabando con lo que no me queda de paciencia —Está casi al entrar en sus días y está con dolores.
¿Tan difícil era decir eso?
—Yo me encargo.
No le doy oportunidad a contradecir mi decisión y recojo mis pertenencias para salir.
***
La mirada de todas las mujeres que pasaban por mi lado se anclaron en mí como si fuera pecado para un hombre comprar toallas higiénicas. Mi único problema era no saber cuál escoger. Llevaba más de cinco minutos en el mismo punto, mirando el estante sin saber cuál sería la mejor. Para mi suerte, una joven se acercó y en lugar de juzgarme con la mirada me ayudó a escoger un paquete de toallas y otro de tampones explicándome la diferencia de ellos y sus ventajas.
También fui por mercado para preparar algo de comer, tomándome la libertad que nadie me ha dado para hacerlo. Por eso mis manos están cargadas y tocar el timbre se me dificulta un poco, por lo qué, como puedo, doy algunos golpes en la puerta.
—Mi útero me odia, Beth —escucho que dice cuando abre la puerta, obviamente no me ha visto, está de espaldas a mí caminado hasta el sofá —Me está torturando.
Se deja caer en el sofá y se acomoda en posición fetal. Me aclaro la garganta para decir que no soy Elisabeth, pero solo basta con ese sonido para que saque la cabeza del cómodo mueble y ancle su vista en mí.
—Tú no eres Beth —dice incorporándose.
—Menos mal que te diste cuenta —me burlo —Soy muy mal actor como para fingir ser otra persona.
La mueca de dolor que se aprecia en su rostro es interrumpida unos segundos por la sonrisa que se forma en sus labios por mis palabras.
—¿Qué haces aquí?
—Vengo a cuidarte —comento alzando las bolsas al aire —Aquí tengo todo lo que necesito.
No dice nada, pero termina asintiendo. Le paso la bolsa con las toallas y una tableta de ibuprofeno. Como si estuviera en mi casa me dirijo a la cocina.
—No era necesario que vinieras hasta aquí —me volteo al escuchar su voz.
Solo lleva puesta la polera negra algo gastada con la que ya la había visto una vez y es inevitable que mis ojos no vayan a sus piernas desnudas, pero me obligo a levantar la vista y mirarla a esos ojos marrones.
—Para mí sí —comento regalandole una sonrisa y sigo preparando algo de comer —Y deberías estar acostada. Regresa a la sala, acomodate en el sofá y ve una película. Te acompaño en un rato.
—Como ordene mi capitán —accede de esta forma y se va.
Cuando el agua está en su punto la vierto en la bolsa térmica y se la llevo a Gaia a la sala.
—Ten, me dijeron que esto te ayudaría a aliviar el dolor —le tiendo la bolsa azul.
Se queda mirándola unos segundos, luego a mí y repite el patrón al menos unas tres veces más.
—Gracias —dice al fin tomándola y colocándola en la zona sobre su vientre.
Se acomoda de manera que sus piernas quedan un poco elevadas al colocarlas sobre el brazo del sofá. Vuelvo a la cocina y en lo que se termina de cocer el pescado, empiezo a preparar la ensalada de verduras.
Cuando ya todo está listo preparo la mesa del comedor y llamo a Gaia para degustar lo que había preparado. Puedo jurar que en más de una vez de su garganta escapaban pequeños gemidos de satisfacción cuando llevaba bocado a su boca.
—¿Te encuentras mejor? —pregunto una vez terminamos de comer.
—Duele menos —me hace saber levantándose de la mesa y recogiendo los utensilios —Ya no como antes, pero todavía siento molestia.
—Yo recojo —sentencio sosteniendo una de sus manos para que se detenga.
—Yo puedo hacerlo —demanda continuando con su labor.
—Y yo estoy aquí para hacerlo —contraataco, bufa —Ya puedes ir a acostarte de nuevo.
Sonrío cuando se retira sin refutar más mi decisión.
Ayer en aquel baño me hice otra promesa. Le demostraría que realmente me importa. Me ganaría su confianza y le demostraría que seguía siendo como ese niño que le prometió amor, como aquel adolescente que le pidió ser su novio y como el joven que entregó todo de sí para robarle sonrisas. Me prometí hacerle saber que a pesar de los años y los daños la seguía amando.
Cuando le dije que me importaba en realidad le estaba diciendo muchas cosas, incluso el perdón a una disculpa que no me había pedido. Un te quiero atorado en mi garganta. Una promesa que estaba dispuesto a cumplir.
Una sonrisa había curvado sus labios y me hubiera encantado sentir que lo hacía porque me creía, pero no. Sentí la ironía que había curvado sus labios, limpió sus lágrimas como si un minuto antes no hubiera mojado mi pecho con ellas. Se puso de pie frente a mí, no dijo nada, solo me retó con la mirada y la sonrisa que mostraba se transformó en una mueca triste. Lo que restó del día no volvimos a hablar sobre ello, ni el motivo por el que había llorado y justo ese es nuestro problemas, ni siquiera podemos comunicarnos como deberíamos, decir todo lo que escondemos y aclarar todo. Solo nos limitamos a jugar con Elijah y no lo puedo negar, disfrutamos de eso.
Cuando llego a la sala levanto sus piernas y me siento colocándolas encima de mi regazo. Aunque se queda mirando unos segundos justo ahí donde mis manos rozan sus pies, pero no se aleja.
—¿Vemos algo? —cuestiono.
—¿Los Simpsons? —propone.
—¿De tantas cosas para ver y prefieres eso?
—Me gusta.
—Ni siquiera da gracia —digo lo obvio.
—Igual me entretiene —sigue defendiendo.
—Tienes el carácter de Marge.
—Solo si eres mi Homero.
"Y viviéramos un amor de esos que a pesar de las tormentas, sus cimientos son tan fuertes que duran toda la vida". Añado en mi mente.
Su boca se queda abierta en una gran "O" como si lo que acababa de decir la sorprendiera a ella misma o por el pensamiento que no pudo retener y terminó diciéndolo en voz alta.
Solo sonrío y no digo nada al respecto para no entablar un momento incómodo en el que en lugar de acercarnos nos alejamos.
—Veremos Los Simpsons —acepto cogiendo el mando y buscando en un programa la dichosa serie animada para adultos.
La sonrisa no se borra de mí en ningún momento y en mi mente empiezan a reproducirse varios escenarios en lo que estamos juntos, como una familia. Ella mi Marge siendo una madre trabajadora, cariñosa, paciente aunque a veces explosiva y devota. Yo su Homero, aunque no sería tan tonto, pero si la amaría sin condiciones.
Ella, mi hogar. Mi lugar seguro.
Y eso deseo. Ella, yo y un futuro que no sea un "Pudimos ser", sino un "Somos y seremos".
Un nosotros, un por siempre, un fuimos las personas correctas en el momento indicado.
El amanecer cuando el sol naciente pinta al cielo de hermosos colores como si fuera un lienzo y su obra la más hermosa de las pinturas. El cantar de una golondrina, un jilguero o un ruiseñor que alegran con sus melodiosas sinfonías. Eso quiero para nosotros. La belleza, la paz, lo sencillo. Eso a lo que se le puede llamar felicidad y no la inventada o forzada, más bien la que no tiene explicación. La felicidad de saber que no se necesita de nada más porque estar juntos, cuidando uno del otro es suficiente. Que entre tantas personas en el mundo con las que podemos estar, nos elegimos.
Que empezar de cero sea nuestro punto de partida y que al final cuando crucemos la meta no haya un solo ganador, sino dos y que en el camino encontremos lo que alguna vez perdimos, la confianza y el respeto.
Porque ella es la canción que estoy dispuesto a escuchar todos los días, esa que a pesar de rayarla de tanto repetirla me seguirá gustando como si la escuchara por primera vez. Porque yo seré su ancla en este mundo y le demostraré que puedo amarla aunque el mar esté en tormenta, permaneceré firme hasta que llegue la calma o dejaré que la marea lleve el barco a aguas seguras, pero sin bajarme del barco. Siempre estando a su lado.
—A ti no te gustan las donas como a Homero —su comentario me saca de mis pensamientos.
Miro la pantalla y capto el por qué lo dice. Homero Simpson está en la planta de energía nuclear de Springfield, en el sector 7-G, ejerciendo su labor de inspector de seguridad —como si supiera lo que hace— comiendo donas.
—Sí me gustan —digo fijando mi vista en ella.
—Nunca aceptas cuando te brindo.
—Porque sé cuanto te gustan y prefiero dejartelas a ti —confieso.
Una sonrisa levanta la comisura de sus labios.
—Gracias —musita y vuelve a poner toda su atención en la pantalla grande a unos metros de nosotros.
Debo aceptar que aunque Los Simpsons no sea la mejor serie animada para adultos y mucho menos los más graciosos aún así, llaman la atención. Las locuras y rebeldía de Bart. La filosofía de Lisa. Las tonterías de Homero. Las quejas de Marge. Lo poco o único que haga Maggie. También el resto de los personajes desde Montgomery Burns hasta el payaso Krusty.
Me permito cerrar los ojos por al menos cinco minutos o eso creo. El cansancio termina de llenar la oscuridad y me quedo dormido sin poder evitarlo con la imagen de nosotros dos juntos, en el jardín de una casa compartiendo de un amor que no tendría que envidiarle nada a esos romances de libros.
El ruido de algo me obliga a salir de la hermosa película que se estaba reproduciendo en mi sueño donde Gaia y yo éramos los protagonistas.
La mano que tengo posada en su muslo ejerce una leve presión como reacción de despertar de esa forma. Ella se incorpora en el sofá sin quitar las piernas de encima de mí algo confundida como si también estaba dormida y la despertó el ruido o la presión de mi mano en esa parte de su cuerpo. Miro al piso para darme cuenta que el causante del sonido había sido la bolsa térmica.
Mis ojos viajan a los suyos y puedo apreciar como su respiración se vuelve entrecortada. Bajo la vista a donde se encuentra la suya, justo donde mi mano está. En la mitad de su muslo y siento como su piel empieza a calentarse bajo la palma de mi mano.
—Nolan... —susurra en un hilo de voz que a penas logro entender.
Retiro mi mano al instante aunque preferiría dejarla un rato más. Solo que la respeto y por eso prefiero alejarla para que no se sienta incómoda.
—Lo siento, yo... me dormí no... no fue mi intención —consigo decir haciendo varias pausas.
Cuando al fin ambos levantamos la vista y nuestras miradas chocaron algo hizo clic en los dos. Un impulso o tal vez el momento, pero pasó.
No sé si fue ella o yo quien dió el primer paso. Solo sé que me alegro por eso.
Nuestras bocas chocan con urgencia en un beso que manda descargas eléctricas por todo mi cuerpo. Mis labios se mueven sobre los suyos demandantes, recuperando todos los besos que en cinco años no nos dimos. El deseo de no cortarlo con temor a que no pueda repetirse me invade, pero lo hago. Necesito asegurarme que es real y no un puto sueño. Mi frente se pega a la suya y nuestros labios se rozan sutilmente varias veces hasta que es ella la que ataca mi boca y sube a horcajadas sobre mí, despertando otra parte de mi cuerpo que no tarda en reaccionar a los movimientos que hace en ese punto.
No sabía que necesitaba tanto esto hasta que sentí deslizarse una lágrima por una de mis mejillas. Los años pasaron, pero sus besos tienen el mismo sabor, las mismas ganas. Se siente igual de apasionado y yo sigo reaccionando a ella como el primer día que nuestros cuerpos colisionaron.
Y entonces lo sentí. Sentí como su beso iba cargado de deseo, rabia... ¿dolor?
—Gaia... —susurro sobre sus labios, rompiendo el contacto de su beso en guerra.
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