¿Lo ayudarías?

Yo una vez forme parte de una brigada de primeros auxilios, fue una de las experiencias más duras y enriquecedoras de mi vida. Recuerdo claramente a mi instructor, un hombre que parecía no tener un ápice de compasión. Era estricto, implacable y no toleraba errores. Para él, todo debía salir perfecto. En aquel momento, esa actitud me parecía innecesaria, hasta cruel. Me preguntaba por qué era tan duro, por qué no podía mostrarnos un poco de paciencia. Pero lo entendí con el tiempo: no estábamos aprendiendo para sacar buenas notas ni para recibir un diploma bonito; estábamos entrenándonos para situaciones donde lo que estaba en juego eran vidas.

No éramos médicos ni paramédicos, tampoco enfermeros ni especialistas. Solo éramos un grupo de jóvenes que queríamos aprender cómo actuar en una emergencia, cómo no quedarnos paralizados mientras esperábamos la ayuda profesional. Queríamos, simplemente, ser útiles. Pero a pesar de no ser profesionales nos enseñaron a tomarnos lo que hacíamos muy enserio. 

Lo que nunca olvidaré es el día en que entendí de verdad por qué nuestro instructor era tan exigente. Había llovido la noche anterior, y el terreno donde entrenábamos estaba completamente lleno de charcos y lodo. Estábamos dentro del aula cuando, de pronto, el instructor nos llamó afuera. Su voz sonó más firme que de costumbre:
—Hoy vamos a practicar técnicas de arrastre. Todos al suelo.

Miramos el lodo con incredulidad, y enseguida comenzaron las quejas.
—Acabo de lavar mi uniforme.
—Esta ropa es nueva, no quiero arruinarla.
—No traigo ropa de cambio.

Yo mismo sentí una mezcla de incredulidad y molestia. ¿En serio quería que nos arrastráramos por ese lodazal? Pero su respuesta fue un golpe directo a nuestra consciencia. —¿Dejarían de ayudar a alguien porque no quieren ensuciar su ropa?

El silencio que siguió fue incómodo, como si esa pregunta nos hubiera despojado de cualquier excusa válida. —¿Sí o no? —insistió.

Al final, todos asentimos. Con resignación, nos arrodillamos y comenzamos a arrastrarnos en el lodo. Durante dos horas, practicamos técnicas para mover a una persona herida. Cada minuto se sentía eterno. Mis brazos ardían, mis piernas temblaban, y mi uniforme, impecable por la mañana, ahora era irreconocible.

Cuando pensaba que habíamos terminado, el instructor nos planteó el último reto: el arrastre "metralla". Se hace en parejas, y mi compañera era una chica tan delgada como yo. Nuestra "víctima", en cambio, era una compañera que fácilmente nos doblaba en tamaño. Apenas intentamos levantarla y ya estábamos agotadas.
—¡No podemos, es demasiado pesada! —gritamos casi al unísono.

El instructor no perdió tiempo en responder. Su voz, cargada de fuerza y de algo más que en ese momento no supe identificar, tronó en el aire:
—¿Así de fácil se rinden? ¡Si fuera su madre, su padre, su hermano o su mejor amigo, ¿también dirían que no pueden?!

La imagen de mi familia en una situación así me golpeó como un balde de agua fría. No podía rendirme. No quería rendirme. Juntos, mi compañera y yo hicimos un nuevo intento. Cada centímetro avanzábamos con un esfuerzo titánico. Llegamos a las dos terceras partes del recorrido, pero nuestros cuerpos ya no podían más. Jadeábamos, nuestras manos temblaban, y las piernas parecían estar a punto de ceder.

—¿Van a dejar morir a alguien porque están cansados? —volvió a gritar el instructor—. ¡Si empezaron esto, termínenlo! ¡Están tan cerca, no se rindan ahora!

Sus palabras resonaban en mi cabeza. Quería detenerme, quería llorar, pero algo más fuerte que el cansancio me hizo continuar. Con cada paso, ignoraba el dolor, las lágrimas que querían salir y el grito de mis músculos pidiendo descanso. Cuando finalmente llegamos al final, dejamos a nuestra compañera con cuidado en el suelo y caímos nosotros también, exhaustos pero con una mezcla de alivio, orgullo y una emoción que no sabría describir del todo.

El dolor que sentí en los días siguientes fue indescriptible. Cada movimiento era un recordatorio de ese día, pero también de la lección que aprendí. A veces, enfrentarte a retos que parecen imposibles es la única forma de descubrir de qué estás hecho. Tal vez no siempre tengas la fuerza ni la capacidad, pero si encuentras dentro de ti la voluntad de intentarlo, de seguir adelante incluso cuando parece que no puedes más, te das cuenta de que no hay obstáculo insuperable.

Ese día entendí que ayudar no siempre es cómodo ni fácil. A menudo requiere sacrificios, tanto físicos como emocionales. Pero también me di cuenta de que, cuando se trata de salvar una vida, incluso los sacrificios más grandes valen la pena. Mi instructor, con toda su dureza, no era cruel: nos estaba preparando para no fallar cuando importara de verdad.

"Cuando las cosas vayan mal,
Como a veces suelen ir,
Descansar acaso debes,
Pero nunca desistir.
Desistir es de cobardes,
Eso yo no quiero ser.
Yo he aprendido,
Que primero es el deber."

Esa enseñanza sigue conmigo, recordándome que el deseo de ayudar siempre debe ser más fuerte que cualquier obstáculo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top