La unión hace la fuerza
El verano estaba llegando a su fin cuando mis amigos planearon un campamento. Al principio, mis padres se mostraron renuentes a dejarme ir tantos días, pero finalmente cedieron al saber que la mayoría del grupo también participaría. Estaba emocionada, ya que sería mi primer campamento. Empaqué todo lo que creí necesario: ropa, comida, cobijas y artículos de higiene.
De camino a la reserva, el tráfico nos retrasó considerablemente. Al llegar, bajé apresurada mis cosas y me reuní con los demás. Mis padres se despidieron, y tras registrarme, pasé por aduana. Fue entonces cuando mis amigos notaron mi gigantesca mochila.
—¡Karu! ¿Para qué llevas tantas cosas? Parece que te vas a mudar.
Reí nerviosa.
—Perdón, no sabía qué debía llevar.
—Tranquila, nos pasa a todos en la primera vez.
Comenzamos la caminata hacia la zona de acampado, pero a mitad del camino la lluvia nos atrapó. Nos refugiamos bajo el pórtico de una cabaña mientras esperábamos que cesara. Pasaron horas bajo la cortina de agua hasta que finalmente paró. Para entonces, ya estaba oscureciendo, y el hambre se hacía notar. Nuestro coordinador nos indicó que sacáramos los platos y nos dirigimos al área de picnic, a unos cinco kilómetros de distancia.
Tras una larga caminata, llegamos agotados, pero con buen ánimo. Cenamos y conversamos, y luego los chicos comenzaron a bailar. Observaba desde mi lugar cuando uno de ellos se acercó y me extendió la mano para invitarme a unirme.
—No sé bailar, tengo dos pies izquierdos —le dije riendo.
—Eso no importa. Lo importante es divertirse, y si no sabes, yo puedo enseñarte.
—No creo que sea buena idea.
—¡Vamos, Karu! ¿Qué puedes perder?
—Mi dignidad, tal vez —respondí, fingiendo indignación.
—Dejar de hacer cosas por miedo es peor que intentarlo y fallar. Si no lo pruebas, nunca sabrás de lo que eres capaz.
Sus palabras me dejaron pensando. Finalmente, acepté. Para mi sorpresa, me lo pasé en grande. Sin darnos cuenta, las horas volaron y se hizo tardísimo. Recogimos nuestras cosas y emprendimos el regreso a la cabaña donde habíamos dejado nuestras pertenencias.
Eran más de las doce de la noche, y el cansancio nos pesaba a todos. Nuestro coordinador sugirió un atajo para llegar más rápido. Fue un error. Una hora después, estábamos completamente perdidos en medio del bosque. La temperatura bajaba rápidamente, y la mayoría de nosotros no llevaba ropa abrigadora. Estábamos enlodados, mojados y asustados. Cada ruido del bosque parecía amplificado por el silencio de la noche, y mis emociones fluctuaban entre el miedo y la desesperación.
El frío comenzó a afectar a algunos, llevándolos al borde de la hipotermia. Fue entonces cuando surgió la idea de trepar a un árbol para orientarnos. Neitan, siempre dispuesto, se ofreció enseguida. Sin embargo, Paco, que nunca estaba de acuerdo con él, lo desestimó.
—Ni loco. ¿Subirme a un árbol? No pienso arriesgarme por una tontería. Seguro hay un camino por aquí si seguimos buscando.
Pero en ese momento, una de nuestras compañeras, Sara, comenzó a temblar incontrolablemente. Sus labios estaban azulados, y apenas podía mantenerse de pie. Verla en ese estado cambió la actitud de Paco. Su expresión se suavizó y, después de un momento de vacilación, habló.
—Está bien. Subo contigo, Neitan. Pero no te creas que me gusta la idea.
Con linternas casi sin batería, ambos comenzaron a trepar. La lluvia había dejado el tronco resbaladizo, y cada movimiento parecía un desafío. Desde abajo, los mirábamos en silencio, conteniendo la respiración cada vez que uno de ellos resbalaba o soltaba un resoplido de esfuerzo. Finalmente, después de lo que parecieron horas, llegaron a una rama alta desde donde podían observar a la distancia.
—¡Ahí están! ¡Las luces de la cabaña están al este! —gritó Neitan emocionado.
—¿Estás seguro? —preguntó Paco, aún incrédulo.
—Totalmente. Si seguimos en esa dirección, llegaremos.
Bajaron con dificultad, y aunque estaban agotados y enlodados, tomaron la delantera para guiarnos. Pero el camino no fue sencillo. Tuvimos que adentrarnos más en el bosque, sorteando raíces y ramas, y cruzando charcos que parecían no tener fondo. La oscuridad era opresiva, y cada crujido a nuestro alrededor nos hacía saltar. A pesar del miedo, me aferré a la idea de que ellos nos estaban guiando.
Caminábamos en silencio, con el frío calándonos hasta los huesos, cuando finalmente vimos un tenue resplandor. Era la luz de la cabaña. Una mezcla de alivio y emoción inundó mi pecho. Varios de nosotros rompimos en aplausos y risas nerviosas, mientras otros dejaban escapar suspiros de cansancio.
Cuando llegamos, armamos rápidamente las tiendas y ayudamos a los más afectados por el frío a cambiarse y recostarse. Mientras me acurrucaba en una cobija, no podía evitar pensar en lo que habíamos vivido. Ver a Neitan y Paco trabajar juntos me recordó que, en los momentos difíciles, las diferencias pierden importancia.
Hoy, al recordar esa experiencia, lo hacemos con humor y nostalgia. Pero sé que, si Paco no hubiera cambiado de opinión, la historia habría sido otra.
Bien dicen que a veces es necesario hacer sacrificios por un bien mayor. Cuando se trata de ayudar, las diferencias no importan, y tomar atajos no siempre es la mejor opción.
A mis compañeros de aquella aventura, quiero decirles que siempre los recordaré con cariño. Aunque la vida nos haya separado, atesoro en mi corazón los momentos que compartimos. Esa experiencia me dejó grandes enseñanzas, y espero que a ustedes también les sirva de algo.
Gracias por haber sido parte de esta historia inolvidable. 💙
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