Capítulo único

Samuel miraba el ocaso desde su solitaria morada. El sol caía al igual que su cabeza por lo encorvado que se hallaba en su añejo sillón: otra víctima más del tiempo que no tenía piedad. Su fiel mucama lo había dejado a su suerte, por lo que un ordinario sillón era su única compañía, junto a sus inertes e inanimados muebles. El contacto humano ya era historia. 

El silencio fúnebre se convirtió en su única distracción. Sus fatigados ojos miraban al suelo. No había nada extraordinario ahí, sino los recuerdos que comenzaban a reproducirse sin falta. Mientras sus arrugadas manos buscaban sosiego en su incipiente barba canosa, un puñado de remembranzas de todos los colores abarrotaron su cabeza, con intención de cambiar todo rastro de alegría. 

Con semblante serio y más frío que un cubo de hielo se imaginaba así mismo de niño, creando grandes historias solo con sus muñecos de plástico o de madera. Samuel deseaba mucho volver a esos momentos de inocencia y júbilo, pero a su edad aún no habían inventado una máquina del tiempo. La alegría pueril de aquel niño ya se había extinguido. Ahora solo era un anciano jubilado de setenta años que tenía a la Muerte esperándolo con algo de retraso. 

Su vida no volvió a ser la misma desde que murió su esposa. Él sentía que una parte de él se había ido en ese ataúd, el cual lo recordaba de forma lacrimógena. Además, sentía que toda su familia había perdido la memoria y su existencia solo era imaginaria. Mañana, primero de noviembre, era el día de todos los santos y, al día siguiente, era su cumpleaños. Un día donde ni el perro tendría ganas de ladrarle. 

Y pensar que hace solo un año atrás, sus dos hijos, Valentina y Nicolás, lo habían visitado para el día que cumplía un año más de vida. Esa mañana todo fue alegría y jolgorio. Los abrazos y felicitaciones alcanzan por poco el número de su edad. Sus amigos tenían memoria y no se habían olvidado de su cara. Pero luego el silencio volvió a tomar el lugar de la alegría. Al día siguiente solo se respiraba el olvido. El carruaje dorado volvió a convertirse en calabaza. El tiempo cambia a las personas.

Desde entonces, sus oídos no habían escuchado ni una sola llamada. A pesar de su edad, sus finos oídos esperaban por lo menos un timbrazo, pero aquello no llegó nunca. Su teléfono estaba tan abandonado que hasta olvidaba que tenía uno. Las telarañas convertían su teléfono en un artilugio del siglo diecinueve: era como si nunca lo hubiera usado.

Solo una llamada podía cambiarle el semblante abatido y serio por uno más vivaracho. Pero eso era pedir demasiado. Todo indicaba que mañana conservaría el mismo desdén.

—Los muertos son más queridos que algunos que estamos vivos... —dijo en voz alta y para sí mismo. 

El Parkinson y la muerte ya se habían estrechado la mano y Samuel sabía que pronto llegaría su día. Su desgraciada vida se había ido a tiempos extras. 

—La tumba y los gusanos me esperan... —Samuel resopló y la pesadumbre no se dignaba a irse. 

Su humilde casa era un lugar frío y desolador. Hasta sentía que en cualquier momento aparecería un fantasma. Solo faltaba que pusieran la marcha fúnebre para volver su casa un lugar digno de un funeral solemne o tal vez para ser alquilada para una funeraria local.

Su viejo televisor, ahora mismo, era lo único que podía dibujar algo parecido a una sonrisa en su arrugado rostro. Lástima que no había actualizado su televisor desde que su esposa murió, por lo que carecía de control. 

Mañana iría a visitar a su difunta esposa al cementerio, por lo que intentaría erradicar el aburrimiento para que diera paso a una sonrisa. Tal vez sería su última salida de casa. Y en el día de todos los santos la Muerte quiera seducirlo.

Se levantó torpemente del sillón y caminó hacia el armatoste antiguo que llamaba televisión. Renqueando llegó a él, pasando por otros artilugios igual de añejos. Encendió la tele y ajustó las antenas. Lastimosamente, "Dos hombres y medio" había concluido. 

Cogió uno de sus deteriorados casetes y lo colocó en su grabadora que llevaba buen tiempo conviviendo con el polvillo. La música comenzó a sonar antes de que su aletargado cuerpo llegara al sillón. Samuel sintió como esa melodía le quitaba muchos años, volvía a vivir. Sentía que levitaba. Los estribillos de "Take on me" lo llevaban, sin pagar pasaje, a su juventud, del cual ya no quería regresar. 

Su sillón de cuero se convirtió en su cama y Samuel se entregó a un sueño profundo, y no se volvió a levantar hasta el día siguiente. 

Antes que su reloj de péndulo diera las nueve de la mañana, Samuel ya abrochaba los botones de su camisa negra que hacía juego con su pantalón de poliéster. Y qué bien que se veía, le quitaba unos cuantos años más. La camisa y el pantalón hacían una buena dupla en su marchitado y avejentado cuerpo. Cogió unas velas, una manta, algo para aplacar el hambre y se dispuso a salir. 

Luego de batallar con la puerta zarrapastrosa, el candado hizo clic y su humilde casa de veinte mil dólares quedó en manos de un pequeño dispositivo de acero. Cada vez se sentía más lento. El rostro lleno de desaire pesaba más que su cuerpo, y con eso le daba el visto bueno para que la muerte viniera de una vez. Sin miedo a nada, más que a perder su pasaje, Samuel miró la hora en su reloj de pulsera y se subió al autobús.

—Pasaje, por favor... —dijo el tosco chófer, flexionando su velludo brazo derecho que quedó suspendido en el aire, como pala de retroexcavadora lista para coger el dinero.

En movimiento, Samuel sacó su lánguida billetera que se descascaraba como fruta. Y de las profundidades de su billetera extrajo un billete arrugado y se lo entregó.

—¿No tiene monedas sueltas? —preguntó el hombre de voz grave.

—No, buen hombre. Ya no tengo es que...

—¡Si no hay asiento pase al fondo! No se quede en la puerta.

Ya todos los asientos tenían dueño. Los primeros asientos ya no eran para los ancianos, sino para jóvenes que se transformaban en ancianos al subir al autobús. Samuel tuvo que sostenerse de un barrote para no ver el suelo de cerca, al lado de una joven que no tenía miedo de reventar sus tímpanos por el volumen de sus auriculares, el cual llegaban hasta los oídos de Samuel, pero él no se acostumbraba a esa moderna música. 

Luego de cuarenta minutos de viaje, Samuel encontró un lugar para sentarse, lástima que el cementerio saltaba a la vista. Unos imponentes pilares de arquitectura neoclásica daban la bienvenida a los visitantes. 

El cuidador del cementerio, algo grueso y bonachón, tendría más trabajo que de costumbre. Los guías recibían a los turistas con una sonrisa que duraba unos cuantos segundos. 

Samuel ingresó al cementerio a paso lento. Evitó a los guías y fue directo al nicho de su difunta mujer. Añosos e imponentes árboles acompañaron a Samuel hasta su destino. Sus ojos no podían obviar los fastuosos mausoleos y sepulcros. Los jardines adyacentes le daban vida a un lugar donde descansaban los muertos. 

Samuel llegó al nicho sin derramar una lágrima. Aquel 15 de marzo de 2012 su esposa Beatriz se había ido sin despedirse. Había roto su promesa de juntos por siempre. Una embolia le había privado de volver a ver su rostro cándido y lleno de alegría. El único recuerdo que le quedaba de ella era la casa: una casa que se fue convirtiendo en un museo tenebroso sin su presencia. 

Las lágrimas se hacían esperar. Toda la atención estaba en el lugar donde los restos de su esposa yacían confinados para siempre. Las abejas no lo inquietaban, ni siquiera por el tamaño y lo amenazantes que se veían. Eran unos fieles visitantes del camposanto. 

El día que perdió a su esposa había llorado tanto que ahora pensaba que ya se había secado y se sentía decepcionado de no derramar una sola lágrima. Supuso que lo mejor era recordarla con un rostro que sea lo opuesto a la tristeza. Limpió el nicho de los embates del tiempo y luego colocó el pancito de queso que tanto le gustaba. Luego, rezó el padre nuestro unas tres veces. 

Paradójicamente, sentía que aquí había más vida que en su propia casa. La música que venía de una guitarra provocaba mil llantos, al igual que algunas plañideras que racionaban las lágrimas para cumplir con todos los muertos del cementerio. El llanto ajeno era contagioso, pero no para Samuel que ahora mismo sus ojos sufrían una sequía ocular.

Las horas se acortaban por los nubarrones grises en el cielo. La amenaza de tormenta era inminente y todavía no había almorzado. Por suerte traía un sándwich con escabeche: el bocadillo que su esposa le preparaba en vida. Ahora él lo hacía. Y para matar la sed una botella de chicha de maíz. Aunque la comida no fuera muy nutritiva eso ya no le importaba. «Si me uno a los muertos, esta comida me habrá hecho un gran favor», se dijo así mismo. 

No había ninguna ley que le impidiera comer junto al nicho de su mujer. Las advertencias entraban y salían por su oído sin retorno. Samuel solía comer y beber en cámara lenta, por eso siempre llevaba un reloj en la mano. 

La tarde fue muriendo y la oscuridad fue cubriendo cada rincón del cementerio. La gente fue desalojado el cementerio a paso de tortuga. Samuel no tenía intenciones de abandonar el lugar, por lo que dormir en el camposanto era una gran posibilidad. Los espectros no lo intimidaban. Qué más podía perder si ya había perdido a su familia y a la única mujer que lo quiso.

Cuando todos se fueron, Samuel se instaló en una rechinante banca, al amparo de un arbusto. Se recostó y se cubrió con la cobija al lado de sus pertenencias. Para paliar los embates del frío su manta polar lo mantendría alejado de la hipotermia y su noche sería reconfortante. La oscuridad se sentía hostil y el silencio se adueñaba de todo el camposanto. 

Pasada la medianoche, el cementerio era un lugar lleno de parsimonia, aunque algunos ruidos se manifestaban por momentos, pero Samuel no movía ni una ceja. Con voz fatigada, Samuel le hablaba a su mujer como si estuviera ahí mismo.

—Aunque me esté muriendo, siempre me verás acá, ¿escuchaste? Sigo siendo terco, como tú me decías, es que así soy y así moriré. Algunas cosas cambiaron acá, pero yo sigo siendo el mismo, como cuando me conociste. Aquella vez que te dediqué en la radio "Take on me" ¿lo recuerdas? Era un jovenzuelo entusiasmado y enamorado... Pero solo de ti.

El miedo no se asomaba porque Beatriz lo cuidaba en las penumbras. Su boca se secó y las palabras se extinguieron. Samuel se contagió del silencio del cementerio, un silencio calmo y, a la vez, tenebroso. Un último pestañeo y Samuel se durmió al amparo de su mujer.

Tres de la mañana y el sereno comenzó a deambular por los mausoleos. Cuatro de la mañana y el sereno inició su recorrido por los senderos y corredores del camposanto. Cinco de la mañana y el hombre ya limpiaba los espacios de los nichos. Seis de la mañana y el sereno se ponía enfrente de Samuel. 

—¡Oiga, el cementerio es para los muertos! Espérese un poco... 

Samuel abrió los ojos y la figura regordeta del sereno le dio los buenos días. 

—¡No se puede quedar aquí! Esto no es un hotel. 

—Si supiera que en mi solitaria casa está el verdadero cementerio... —dijo Samuel con voz seca. 

—Doncito, vuelva cuando haya estirado la pata. 

—Hoy cumplo años, por lo que ya miro a la muerte más de cerca. 

—Ah, caray, ¿es su cumpleaños? Felicidades... Ahora váyase. 

—Está bien, está bien. Ya me voy, es que el amor inmortal me trajo aquí.

Samuel recogió sus pertenencias, le regaló una mirada al nicho de su mujer y dijo: 

—Beatriz, estaré aquí pronto, aunque ya no llegue caminando. 

Era su cumpleaños, pero para Samuel era como cualquier otro día. Un año más y, según él, ya estaba próximo a entrar a un cajón. 

Con rostro serio llegó a casa y se recostó en su fiel sillón. Aún mantenía el rostro desfigurado y serio, capaz de desanimar al hombre más contento del mundo. 

La tarde llegó como un nocaut y su cumpleaños pedía permiso para irse. Paradójicamente, en el día de su cumpleaños la risa se había ausentado y la soledad gobernaba con austeridad su humilde vivienda.

Cuando la noche le decía que se fuera a dormir si no iba reír un poco, la puerta sonó, Samuel extrañado lo ignoró, pero el fuerte golpeteo de la puerta le indicaba que debía abrir. Él creía de antemano que era su vecino quejón. Con pocas expectativas se acercó a la puerta. Resopló y la abrió lentamente. Unas palabras fueron suficientes para cambiarle el semblante. 

—Hola, papi —dijo su hija Valentina—. No contestabas el teléfono, por lo que vinimos a visitarte. 

Samuel, que apenas empezaba a sentirse estupefacto, escuchó las palabras de alguien más. 

—Hola, papá, ¿por qué la cara? —dijo su hijo Nicolás junto a su nieto. 

De un vehículo bajaron más familiares, conocidos y amigos de Samuel. Luego, todos se aglomeraron en la entrada. 

Samuel los miró y con una sonrisa dijo: 

—Bienvenidos a casa, bienvenidos a su casa. 

Todos se llenaron de júbilo y, de inmediato, alistaron un pequeño festín tardío para el cumpleañero. Pronto el silencio se fue y la alegría volvió a la casa de Samuel. Una carne asada y buena música clásica despertó el funesto ambiente. El jolgorio se extendió hasta que el festejado lloró de alegría. Samuel volvió a ser joven por veinticuatro horas.

Una tarde de pleno sol, un vivaracho Samuel miraba su programa favorito junto a sus hijos y nietos. De pronto una inocente risa se convirtió en carcajada y conforme reía, se palpaba el pecho. El festival de la risa se extendió peligrosamente. Samuel sobrepasó la risa permitida por su corazón y se desplomó en el sillón. La desazón fue inmediata, pero lo que no notaron fue que Samuel murió feliz, junto a sus seres queridos. 

Familiares y amigos vinieron a visitar la tumba de Samuel. La última en venir fue su hija. 

Luego de rezar el padrenuestro, Valentina acomodó las flores del nicho de su padre. 

—Papá... —dijo Valentina con plena calma—. Lo siento por venir recién. El trabajo y... Otros asuntos me impidieron llegar a tiempo. Bueno, nada puede anteponerse a mi padre y más cuando ya no lo veré nunca más —Valentina se desencajó, dejando escapar un par de lágrimas—. Te extrañaré... Sé que en el lugar donde estás no hay dolor y sé que estarás al cuidado de mamá. Adiós, papá, descansa.

«El día que yo muera no me iré para siempre. Solo me mudaré al lado de Dios».

Fin. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top