Lucas.

Después de casi cuarenta y dos horas de viaje en avión me sentí tan aliviado al aterrizar en el que sería mi destino final en aquella fatigosa y extensa travesía. Llegué al Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino en la capital de Nicaragua, soportando el cansancio que sentía en todo el cuerpo debido a tantas horas de viaje y por haber hecho escala en más de tres lugares distintos hasta llegar al centro del continente americano.

Debido a que tenía las manos atadas por el dinero, no tuve muchas opciones al momento de comprar un boleto de avión con destino a Nicaragua que no durará casi dos días de viaje. El vuelo más económico, y el cual fue el escogido, tenía una parada en Dinamarca justo después de salir de Zúrich en Suiza, luego en Nueva York y por último en Florida, en el aeropuerto de Fort Lauderdale, antes de llegar a Managua. Personalmente no lo llamaría conocer varios países durante un viaje si no puedes salir del aeropuerto y pasas sentado en unas no tan cómodas sillas en lo que uno siente que es una eterna espera por el siguiente avión. Infinitas horas de aburrimiento.

Realmente no quería ser el mayor pesimista del mundo, pero lo único bueno durante las cuarenta y dos horas de viaje fue el no haberme preocupado por mi única maleta, pues iba facturada con destino directo a Nicaragua, y los libros de aventura que había conseguido para leer en la tableta electrónica. Al menos, el avión no se había averiado y precipitado a más de diez kilómetros de altura directo al océano Atlántico.

Al final pasé por inmigración y una señora baja con aspecto serio me dio la bienvenida al país.

—Gracias... —respondí en el mejor español que unos cuantos meses de práctica por mi cuenta me permitieron.

Procedí a tomar mi maleta luego de esperar un buen rato tratando de encontrarla en la cinta giratoria de equipajes. Era un poco antes de las cuatro de la madrugada cuando el avión arribó y había salido muy rápido de inmigración, por lo tanto, eran las cinco de la mañana. Una brisa fresca sopló en mi rostro cuando salí por las puertas del aeropuerto y me encontré con unos cuantos taxis en la acera. Había leído durante meses sobre Nicaragua; cómo transportarme de un lugar a otro, lugares de atractivos turísticos, que y que no hacer en la vía pública, entre otros, y entre tantas cosas había descubierto que los taxis podían cobrarte hasta cuarenta dólares si no sabías tratar con el conductor.

Sabía adónde tenía que ir y a qué precio podía llevarme el conductor del taxi más cercano a la salida:

—Terminal de buses de la UCA —había leído que se mencionaba como "ooka" en inglés. Esperaba haberlo dicho correctamente.

El conductor dirigió su mirada hacia mí y luego a mi única maleta. Sabía que yo era un extranjero fácil de engañar y quitarle unos dólares extra, o al menos eso pensaba el hombre. El tipo era pequeño, pero tenía mucha masa corporal y no muy tonificada que digamos. Llevaba una camisa roja con letras gigantes que decía: ¡DALE PUES CHELE!

—Cinco dólares, amigo —levanto su mano indicando el número cinco con sus dedos—. Incluyendo la maleta.

—Usualmente son tres dólares con todo y maleta —le dije, aunque me trabe un poco a la mitad de la frase—. Vamos, amigo, la maleta no es grande. La terminal de la UCA.

El conductor parecía a punto de negar el trato, pero finalmente acepto.

—Un gringo en camino a la UCA.

Al parecer, para él todos los que no aparentaban ser de Nicaragua eran "gringos". Aunque fuese un término para los estadounidenses y lo más "gringo" que podría ser yo era mi inglés.

Tomó unos veinte minutos llegar a la terminal de buses debido a que no había tráfico a esas horas de la mañana. Managua era bastante normal y nada parecida a mi hogar en Zúrich, lo cual era un inmenso alivio. Sus calles no lucían tan limpias, pero se miraba un entorno agradable y vi a varias personas entrenando y corriendo por los caminos, lo cual me dio a entender que era seguro andar por allí. Lo que llamó mi atención, pues no había encontrado información alguna en Internet pero sí fotos, eran unos árboles metálicos gigantes con ondas y espirales en lugar de hojas. Logré observar tres de ellos con los colores amarillo, azul y un rosa chillante.

Al llegar a la terminal, le pagué al conductor del taxi y tomé el bus que decía LEÓN por solo dos dólares.

Ese era mi destino: León. Una joya colonial y una de las ciudades más antiguas del continente; con sitios históricos y volcanes increíbles que esperaban por mí, las playas y los lugares tomados por la naturaleza y vegetación que no muchos se atrevían a pisar. Quería subir todos los volcanes: el Cerro Negro, el Momotombo, hasta el Telica y el Hoyo. Visitar las playas de Poneloya y las Peñitas e ir a cada vieja catedral que encontrará por mi camino. Ansiaba más que nada estar bajo el sol de León y el calor abrasador que no se acercaba ni un poco con el frío doloroso de mi hogar en el norte de Suiza. Yo no existía para Zúrich ni para mi familia. En ese momento de mi vida, solo seríamos la colorida ciudad, sus hermosos tesoros y yo. León sería mi hogar por el tiempo que fuese necesario.

El viaje en bus fue de una hora y treinta minutos, sin contra tiempos y con una tranquilidad que no me esperaba. La gente iba dormida o simplemente no me ponía atención, pero en ningún momento sentí miradas muy notorias de curiosidad o algún peligro que hiciese preocuparme durante el trayecto.

El paisaje por la carretera cambiaba muy seguido; de exuberantes árboles a pequeños poblados. El sol de la mañana se levantaba en el horizonte y acompañaba al bus por todo su camino, decorando las vistas de Nicaragua con una luz que multiplicaba la belleza natural. Los volcanes se lograban apreciar y se mostraban imponentes por encima de su fachada de dormidos, pero que en cualquier momento podrían despertar con la ira de su fuego. La cumbre de aquellos majestuosos que estaban activos lanzaban al aire nubes gigantes que teñían el cielo matutino de color gris. Todo lo que observaban mis ojos era impresionante y el efecto que tenía en mí aquella tierra provocaba un anhelo en el cual no veía los días ni las horas para dejarme abrazar por tan radiante lugar.

A las siete y media de la mañana ya estaba en León, en la plaza central de la ciudad. Se presenciaba ya todo el movimiento y ajetreo por parte de los pobladores y trabajadores, y el bullicio colectivo no era demasiado alto. Vi a muchos extranjeros como yo que estaban listos para iniciar una aventura en el departamento de León; vi a los que parecían unos franceses y escuché a un grupo familiar con el acento de algún país del sur de América paseando por el parque.

A pesar de estar tan maravillado por la ciudad, que me provocaba un sentimiento de abandonar todas mis pertenencias a mitad del parque y salir corriendo a explorar, debía encontrar el lugar de hospedaje donde me quedaría. Sí, quedó muy claro que no contaba con grandes cantidades de dinero en mis bolsillos, así que estaría en un pequeño lugar que había encontrado entre los diferentes hoteles y posadas que existían en la ciudad colonial llamado La Hamaca.

Allí podría quedarme y tener un lugar digno donde dormir sin quedarme en bancarrota por al menos un mes de estancia. Eso era suficiente, y ya vería como me arreglaría con las comidas.

Todo parecía ir genial para un Ao nacional como yo; vuelos económicos y posadas a un buen precio en el centro de León. Y sabía como llegar a León, pero no sabía como llegar a La Hamaca. Pobre de mí, estúpido extranjero. Saqué mi teléfono móvil y busqué entre los contactos por si había guardado el número del lugar o si poseía alguna información. Nada. No tenía nada, ni tampoco wifi o conexión en el móvil, pues no había tenido tiempo de establecer un plan de datos o algo por el estilo. El tonto suizo se había perdido el primer día de su viaje.

Comencé a caminar recto por unas calles, tal vez podría dar de improvisto con La Hamaca ya que era cerca de la plaza. Caminé dos cuadras en una dirección, para luego regresar al parque en el centro. Caminé otras tres o cuatros cuadras en dirección opuesta y me detuve en una esquina confundido; las cuadras en León eran demasiado largas y al voltear hacia atrás vi demasiado lejos la Catedral de León como para volver caminando, y claro, estaba mi orgullo ante el regresar  con la maleta pasándome por tercera en el centro claramente perdido.

En aquella esquina, decidiendo si debía volver atrás y dejar mi orgullo de viajero, apareció una joven de piel morena y cabellos cortos con una mochila a los hombros. Me miró con unos grandes ojos café y habló en un detenido español:

—Hey, hola, ¿necesitas algo de ayuda para llegar a un sitio?

Me quedé sorprendido por un momento. La joven era un poco baja, pero no tanta como la mayoría de los pobladores. Parecía que iba a una excursión con unas botas de montaña y sus pantalones por debajo de la rodilla. Tenía una sonrisa que inspiraba confianza y se miraba con muchos ánimos, como si nada pudiese salir mal aquella mañana.

—Sí, por favor —respondí en su idioma, la chica parecía escuchar con bastante atención— ¿Estadía Jamaca? O es Hamaca...

Sus grandes ojos se iluminaron al reconocer el lugar del cual yo le hablaba y respondió con seguridad:

—Vas a tu derecha y caminas dos cuadras hasta que llegas a la esquina de los Batidos Locos, Hamaca está enfrente del lugar —la chica buscaba algo entre las cosas de su mochila, alcancé a ver una botella de agua y varios papeles de colores—. Toma, para que mantengas el número de contacto de lugar, dirección y un poco de información.

¡A la derecha! ¡Por supuesto que sabía dónde era! La miré y esperé que mi sonrisa le demostrará agradecimiento que sentía. Se veía como una chica muy simpática y sonriente. Tomé lo que al parecer era un folleto con información del lugar y algunas fotos y solté casi sin pensar:

—¡Merci vielmal! Eh...thank you! ¡Ah! —me frustré ante mi repentino nerviosismo. Bien, no eres para nada tonto Lucas— ¡Quise decir gracias!

—De nada —soltó una pequeña risa—. ¡Para servir!

Tomé mis cosas y observé el camino para llegar a Hamaca. Avancé un poco, pero me decidí a dar la vuelta para mirar como la chica con aspecto de excursionista seguía recto por su camino, y no pude evitar fantasear con encontrármela nuevamente para conversar y tomar una bebida, sin que yo estuviese en el patético papel de un extranjero perdido.

Tours Dos Palmas para todos los lectores.

  ¡Como es Lucas quien narra no hay ninguna palabra desconocida o con significado diferente en Nicaragua!  

Esta es la fachada externa del Aeropuerto Internacional Augusto C. Sandino, el único aeropuerto de Nicaragua. Está ubicado en la capital del país, Managua. Si alguna vez vienen a Nicaragua, ¡no se preocupen! El aeropuerto es bastante pequeño y casi no es posible perderse.

Estos son los árboles metálicos que Lucas describe en su viaje en taxi por Managua. Se llaman Árboles de la vida y nadie realmente les llama así (La mayoría los llama Chayopalos), sin ninguna función aparente los chayospalos están allí para alumbrar la vida nocturna en Managua.

Me encantaría saber su opinión. Siempre pueden escribirme o dejar un mensaje aquí con sus opiniones y preguntas!

  ¡Eso es todo! Muchísimas gracias por leer. Espero y se animen a conocer más sobre Un país para compartir!  

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