🍂Vendedora de Esquinas🍂




El sol se escondía tras las montañas, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y violetas, mientras Rosa María caminaba hacia su casa. Su cesto estaba casi vacío; apenas unas pocas manillas y flores quedaban de lo que había logrado vender durante el día. Al llegar, encontró la puerta entreabierta y un silencio pesado llenando el ambiente.

Dentro, Elena dormía en el desvencijado sofá. La pequeña sostenía en su mano un pedazo de pan que había guardado del día anterior. A su lado, unos cuadernos nuevos y perfectamente encuadernados descansaban sobre la mesa de madera desgastada. Rosa los reconoció de inmediato: no eran suyos.


—¿Cómo los habrá conseguido?— murmuró para sí misma mientras acariciaba con ternura el cabello despeinado de su hermana.


Un pedazo de papel doblado entre las páginas llamó su atención. Al abrirlo, leyó unas palabras escritas con letra torpe: "De parte de Doña Teresa. Que Dios las bendiga". Rosa sintió un nudo en la garganta y agradeció en silencio a la bondadosa mujer que vivía en el barrio.

Rosa cuidadosamente a Elena y la despertó suavemente, y ambas compartieron una mirada de complicidad, un lenguaje de amor que no necesitaba palabras. Elena, aún con los ojos entrecerrados, sonrió.

—Ve a dormir a la cama. —exclamo Rosa quitándole el pan de la mano—. Guarda tus cuadernos, mañana iras mejor que hoy a la escuela.
—.No quiero ir, siempre se burlan de mi. —dice Elena con un bostezo al final.
—Ve a dormir, ellos se burlan porque saben que eres especial.

—Te quiero Rosalinda. —finalizó la joven caminando arrastrando los pies hasta la habitación.

—Y yo a ti chamaquita.

Mientras tanto, en la mansión, con grandes salones iluminados por luces tibias, Simón entraba a su hogar. En la cocina, su madre, Guadalupe y su hermana, Celia, estaban sirviéndose una cena sencilla pero abundante: guiso de carne, tortillas recién hechas y frijoles. Simón se unió a ellas, dejándose caer con un suspiro en una silla.

—¿Qué tal estuvo el la universidad hoy? —preguntó Celia mientras llenaba su plato.
—Movido, como siempre. —respondió él, llevándose un bocado a la boca.

Su madre notó algo inusual en su muñeca.

—¿Y esa manilla? No la había visto antes.

Simón se detuvo, sonriendo levemente mientras miraba el brazalete de hilos de colores vivos.


—La compré hoy. Una chica las vende en la esquina del semáforo. Tenía algo en su forma de hablar... De tanto insistir caí en su mugriento encanto.

Celia levantó una ceja, algo incrédula.

—¿Una pordiosera logró tocar tu corazón?

Guadalupe le lanzó una mirada reprobatoria.

—Que desgracia vivir en una ciudad con gente moribunda y muergana como esas. No deberías tener una cosa de esas en la muñeca, quien sabe de que basurero la saco. —replico haciendo un gesto de asco.

—No exageren, solo quise ser buen samaritano. Por favor...

Roberto por casualidades salía de la otra cocina llevando en sus manos una bandeja de comida para Sebastián. Al pasar junto a la cocina principal, escucho las voces de Guadalupe y Cecilia lo que hizo que se detuviera tras el muro.

—¿Quién es la muergana? —pregunta Guadalupe.
—Es una vendedora de floreas, ella me menciono su nombre, pero no recuerdo no me importaba saberlo tampoco.
—Esas chicas que venden flores son todas unas ilusas —decía Celia con desdén—. Pensarán que pueden mejorar su vida con unos centavos.
—Si tuviera el poder los aniquilo, dañan las calles. —exclamo Guadalupe quien finalizo con una risa fría que caló en el corazón de Roberto.
—Mientras existan personas como tu Simón, que creen en la caridad, siempre habrá ilusos. Pero esas chicas nacieron para vivir en la calle, no en un mundo como el nuestro.

Roberto cerró los ojos por un instante, conteniendo la indignación. Su hermana, que trabajaba vendiendo productos en el mercado y luego venia a cocinar para todos, era precisamente una de esas personas que luchaban día a día. Él conocía de cerca el esfuerzo y el sacrificio que implicaba sobrevivir en esas condiciones.



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A la mañana siguiente, Rosa salió temprano con su cesto lleno. Se paró en su lugar habitual junto al semáforo, ofreciendo sus manillas y flores a los transeúntes. Entre la multitud, una mujer mayor se detuvo, observando los productos con interés.

—¿Cuánto cuestan estas manillas, querida? —preguntó con una voz suave.

Rosa sonrió, encantada por el trato amable.

—Son diez pesos cada una, mi doña. Pero si lleva tres, le hago un descuento.

La mujer río suavemente.

—Tienes un don para vender. Mi nombre es Clara, por cierto. ¿Cómo te llamas?
—Rosa María. Un placer conocerla, señora Clara.

Clara compró varias manillas y, al notar el brillo en los ojos de Rosa, sintió un deseo inexplicable de ayudarla.


—Rosa, voy camino a llevar unas cosas a una mansión donde trabajo mi hermano. ¿Te gustaría acompañarme? Podríamos conversar más.

Rosa aceptó sin dudar.

—Cuéntame Rosa... ¿Con quien vives? A tu edad deberías estar estudiando.

—¡Ay ceñito! Ojala pudiera. Me toca trabajar arto para llevar comida a la mesa, ese lujo se lo dejo a los riquillos, el que nace pa' tamal del cielo le caen las hojas mi doña.

Clara la observó y soltó una carcajada poniendo nerviosa a Rosa.

—¿Paso algo? ¿Dije algo mal? —pregunto Rosa.

—No, no para nada, solo que... Me agradas. Eres muy genuina. —Rosa sonrió apenada.
—Gracias. —sonríe.
—Cuéntame, Rosa —continuó Clara—. ¿Cómo es un día típico para ti?
—Bueno... —dijo Rosa, ajustando el cesto sobre su brazo y algunas bolsas en la otra—, me levanto temprano para preparar las manillas y recoger las flores que vendo. Mi hermana pequeña me ayudan a veces, pero la mayor parte del trabajo lo hago yo. No puedo dejar que ella se cansen demasiado, ella estudia y la intencíon no es cargarla tan joven.

Clara asintió, conmovida.

—Eres muy joven para llevar tanta responsabilidad. ¿Y tus padres?

Rosa bajó la mirada por un momento.

—Mi papá nos dejó hace años, y mi mamá... ella tiene problemas. Bebe mucho y casi nunca está en casa. Y bueno el dinero que gana se lo lleva al ar y no sale. Mi hermano pues, un drogadicto mas. A veces pienso que mi hermanita y yo solo nos tenemos la una a los otra.

Clara extendió una mano y tocó el hombro de Rosa con suavidad.

—Tienes un corazón fuerte, querida. Tu familia tiene suerte de tenerte y pocos valorarte.

Rosa sonrió con timidez.

—Gracias, señora Clara. Pero cuénteme de usted. ¿Siempre ha trabajado como empleada?

Clara sonrió.

—Sí, desde joven. Aprendí que el trabajo honesto es la mejor manera de salir adelante. Ahora ayudo a mi hermano Roberto en esta mansión. Es un buen hombre y también trabaja mucho .

Rosa frunció el ceño ligeramente.

—¿Y las personas para quienes trabajan? ¿Son buenas con ustedes?

Clara suspiró.

—Algunos unos lo son. Otros no tanto. Pero eso es parte de la vida. Siempre habrá gente que te mire por encima del hombro, pero no debemos dejar que eso nos detenga. Lo importante es saber quiénes somos y mantener nuestra dignidad.

Rosa sintió que esas palabras calaban profundamente en su corazón. Antes de darse cuenta, ya estaban frente a la imponente mansión. Las puertas altas y el jardin perfectamente cuidados parecían de otro mundo.

—Es... enorme —dijo Rosa, maravillada, mientras sus ojos recorrían el lugar.

Clara le dio una palmadita en el hombro.

—Es bonita por fuera, pero ya verás. Vamos al jardín trasero; es mi parte favorita.

Rosa la siguió, aún impresionada por el lujo del lugar. Al llegar al jardín, Clara dejó las bolsas sobre una mesa de piedra y le hizo un gesto para que se acercara.

—Mira estas flores, Rosa. ¿No son preciosas? —preguntó Clara, señalando un rosal en plena floración.

Rosa asintió, maravillada por los colores vivos de los pétalos.

—Son hermosas. Yo siempre he querido tener un lugar así, lleno de flores. Aunque no sé si sería capaz de cuidarlas tan bien.

Clara rió suavemente.

—No subestimes lo que puedes hacer. Una chica como tú, con tus ganas de salir adelante, puede lograr cualquier cosa.

Mientras Rosa observaba las flores, un hombre de edad apareció desde una de las puertas de la mansión. Era Roberto, el hermano de Clara, quien llevaba una bandeja con tazas de café. Al notar a Rosa, levantó una ceja, curioso.

—¿Y esta... Jovencita? —preguntó, dejando la bandeja sobre la mesa.
—Es Rosa, una nueva amiga que conocí camino a la mansion. Ella hace estas manillas tan bonitas. —dijo Clara, mostrando una de las piezas que había comprado.

Roberto examinó la manilla, impresionado por los detalles.

—Tienes talento, muchacha. ¿Sabías que el señor Sebastián colecciona cosas hechas a mano? Tal vez le interesen tus manillas.

Rosa lo miró, sorprendida.

—¿De verdad? No quiero molestar...

—No es molestia. A Sebastián de seguro le gustará apoyarte. —dijo Roberto con una sonrisa.

Clara asintió, animándola.

—Es verdad, hija. Ven mañana con más de tus manillas, y veremos si el señor quiere comprarte algunas.

Los ojos de Rosa se iluminaron.

—Muchas gracias, de verdad. No sé cómo agradecerles, traeré las mejores.

—No tienes que agradecer, Rosa. Solo sigue luchando, como siempre lo has hecho —dijo Clara, acariciándole el hombro.

Esa noche, Rosa llegó a su casa con el poco dinero que había ganado vendiendo sus manillas y flores. Al abrir la puerta, se encontró con su hermano Raúl, quien estaba sentado en el sillón con una expresión molesta.

—¿Qué es esto, Rosa? —preguntó, señalando las bolsas con las pocas monedas que ella había traído—. ¿Así que eso es todo lo que lograste hoy? ¡Ni para el pan alcanzas!

Rosa, agotada y con el ánimo por los suelos, dejó las bolsas sobre la mesa.

—Hoy no me fue bien, Raúl. Ya sabes cómo está todo. Pero hice lo que pude. Deberías meterte a la chamba tu también. —dijo con tono suave, intentando calmar la situación.

Javier se levantó, acercándose a ella con una mirada fría.

—¿Qué esperas, eh? ¿Qué yo esté agradecido y salga a buscar Chamba? ¡No me aceptan en ningún lado maldita sea! Tienes que hacer más, Rosa. No te puedes dar el lujo de andar soñando con abrir una tiendita. La realidad está aquí, y tienes que hacer más para que salgamos de esta.

Rosa tragó saliva, aguantando las lágrimas que amenazaban con brotar. Sabía que, por mucho que lo intentara, nunca sería suficiente para Raúl. Siempre le exigía más, sin entender las largas horas que pasaba en la calle.

—Lo intentaré, Raúl. Pero necesito descansar. —respondió, con la voz apenas audible, y se dirigió hacia su cuarto.

Al día siguiente, al estar en el semáforo, mientras el sol comenzaba a subir en el cielo, Rosa repetía su rutina con la esperanza de que alguien comprara algo de lo que llevaba. Justo cuando miró hacia un lado, vio a Clara, quien la observaba con una sonrisa cálida.

—¡Rosa! —gritó Clara, acercándose—. Qué suerte encontrarte aquí. ¿Qué haces tan temprano en la calle?

Rosa le sonrió, con una mezcla de gratitud y cansancio.

—Vendiendo lo poco que puedo, doña Clara. Para el desayuno de mi familia.

Clara la miró con pena.

—Ven conmigo, Rosa. Quiero que conozcas a alguien. —dijo, tomándola del brazo.

Rosa la siguió, intrigada. No sabía a qué se refería Clara, pero confiaba en ella. Poco después llegaron a la mansión nuevamente. Esta vez, Clara la llevó hacia el interior, donde un hombre alto y bien vestido la observó desde lejos. Era Sebastián, el dueño de la mansión.

Clara lo saludó con un gesto respetuoso.

—Señor Sebastián, este es Rosa, la chica de la que te hablé. Hace manillas y vende flores, y tiene un talento increíble.

Sebastián la miró de arriba abajo, sin mostrar mucha emoción. Pero reconociéndola al instante.

—¿Así que eres la famosa vendedora de esquinas, que pasaba a menudo a comprar por aquí? —dijo, su tono frío y distante.

Rosa, sin intimidarse, le devolvió la mirada con firmeza.

—Esa misma soy yo. Y vendo lo que puedo para sacar adelante a mi familia, aunque a veces las cosas no sean fáciles. —respondió con seguridad, sin mostrar el nerviosismo que sentía por dentro.

Sebastián la observó un momento, evaluando su actitud. Luego, con voz cortante, preguntó:

—¿Y qué me hace pensar que algo tan trivial como una manilla podría interesarme?

Rosa, decidida, dio un paso hacia él, sosteniendo una de sus manillas con delicadeza.

—Porque no son solo manillas, señor. Cada una tiene historia. Cada hilo que tejo tiene un pedazo de mi vida. Y aunque a usted le parezca trivi.. trivi... Bueno eso que dijo, hay muchas personas que aprecian lo que uno hace con el corazón. Ándele, Relaja la raja y disfruta la fruta mi güero, tengo para la felicidad, el amor si le interesa, o la salud.

—¿Salud? —se acerco con pasos amenazantes haciendo que Rosa retrocediera—. No creo que sepas que es no tener salud, ¿O si?
—Señor Sebastián, la joven solo quiere vender, por favor...
—¡No dije que la trajeras aquí Clara! —dijo Sebastián casi a gritos espantando a quien lo oía—. No quiero comprarte ninguna porquería. Ahora lárgate de mi casa pordiosera.

Rosa lo miro con el seño fruncido.

—Óigame a mi no me trata como cualquiera, y a la doña la respeta, riquillo enfermo. —soltó Rosa tapándose luego la boca apenada—. Yo...

Sebastián la miro casi ardiendo en fuego puro.

—¡No hace falta! —exclamo Clara—. Vámonos Rosalinda, no era buena idea traerte—. Le toma el brazo encaminándola a la salida.
—¡Si, mejor llévatela, su aroma me marea! —grito Sebastián—. Y si vuelves te arrepentirás. Maldita vendedora de esquinas.

Rosa, con el rostro enrojecido por la indignación, dio un paso atrás, casi a punto de explotar en ira. Sin embargo, algo dentro de ella la hizo contenerse. Clara, al ver la reacción de Sebastián, rápidamente tomó su brazo, guiándola hacia la puerta.

Rosa, con el rostro enrojecido por la indignación, dio un paso atrás, casi a punto de explotar en ira. Sin embargo, algo dentro de ella la hizo contenerse. Clara, al ver la reacción de Sebastián, rápidamente tomó su brazo, guiándola hacia la puerta.

—Vamos, Rosa, no vale la pena. Él no te merece. —dijo Clara en un susurro, dándole un toque de consuelo.

Mientras caminaban hacia la salida, Rosa no pudo evitar sentir el peso de la humillación sobre sus hombros. Pero no iba a dejar que un hombre como Sebastián la derrotara. A medida que salían por el jardín, el aire fresco parecía calmar un poco su furia, aunque las palabras de Sebastián aún retumbaban en su mente.

—No es justo. —murmuró Rosa, más para sí misma que para Clara—. ¿Por qué no me dejan intentar? ¡Solo quiero vender mis cosas y salir adelante! ¡Que amargado el millonario ese!

Clara, con su tono más suave, la miró con comprensión.

—Lo sé, hija. Sé lo que es sentir que todo te da la espalda. Pero, créeme, en este mundo hay personas que valoran el trabajo duro, aunque no todos lo demuestren de la misma forma.

Rosa frunció el ceño, aunque no dijo nada. La puerta de la mansión se cerró con un golpe sordo detrás de ellas, y por un momento, el silencio entre ambas fue pesado.

Una vez afuera, Clara miró a Rosa con una sonrisa triste.

—No te preocupes, no todos los días serán así. Lo importante es que sigas adelante, no importa lo que digan. Además, Sebastián no es como crees. Pero esta pasando una etapa la cual nadie quisiera pasar. Pero bueno, no es mi deber contarlo.

Rosa asintió lentamente, respirando hondo. ¿Qué quería decir con eso de que Sebastián estaba pasando por algo? Aunque sentía enojo por cómo la había tratado, había algo en su mirada—en ese fuego intenso mezclado con dolor—que no podía ignorar.

—¿Qué quiso decir, doña Clara? ¿Qué le pasa al señor Sebastián? —preguntó Rosa, su curiosidad superando su indignación.
Clara suspiró, apretando las manos sobre su bolso.

—No debería contártelo, hija, porque no es mi historia. Pero puedo decirte que, a veces, las personas que más parecen tenerlo todo... son las que más sufren. Y Sebastián es uno de ellos.

Rosa permaneció en silencio por un momento, sus pensamientos divididos entre la rabia que aún sentía y la semilla de compasión que comenzaba a germinar en su corazón. Por más grosero que Sebastián hubiese sido, algo en su tono la había hecho dudar.

—Tal vez sea cierto lo que dice, doña Clara, pero eso no le da derecho a tratarme como lo hizo. ¡Soy la pura verdura! Yo no soy menos que nadie solo porque no tengo dinero. —dijo Rosa, apretando los puños.

Clara asintió con una sonrisa cansada.

—Tienes toda la razón, Rosa. Y eso es algo que nunca debes olvidar. Tu valor no lo determina el dinero que tienes, sino la persona que eres. Pero, hija, te daré un consejo: no dejes que el enojo controle tu corazón. A veces, las heridas más profundas están en quienes más nos hieren.

Rosa reflexionó sobre esas palabras mientras caminaban juntas de regreso a la esquina donde solía vender. Aunque aún se sentía humillada, decidió que no dejaría que ese incidente la desanimara.

—Gracias por todo, doña Clara. Hoy aprendí algo importante. —dijo Rosa al despedirse.

—¿Qué aprendiste, hija? —preguntó Clara, con una sonrisa cálida.

Rosa levantó la barbilla, con determinación en su mirada.

—Que tengo que luchar aún más fuerte. Y que, aunque algunos no lo vean ahora, lo que hago tiene valor.

Clara sonrió y la abrazó brevemente antes de seguir su camino. Rosa se quedó observando cómo se alejaba, sintiendo una renovada fuerza en su interior. Regresó a su puesto, colocó su cesto con manillas y flores, y comenzó a ofrecerlas con su acostumbrada energía.

Sin embargo, algo inesperado sucedió aquella tarde. Un hombre vestido con un traje sencillo pero elegante se detuvo frente a ella. Era diferente de los clientes habituales, con una expresión serena que la hizo sentir curiosidad.

—¿Eres Rosa? —preguntó el hombre, su voz grave pero amable.

Rosa frunció el ceño ligeramente, sorprendida.

—Esa misma mi garza, ¿en qué puedo ayudarte?

El hombre sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y se lo extendió.

—Me envía el señor Sebastián. Dice que desea disculparse por lo que ocurrió esta mañana. Me retiro
—Ahí la vidrios, y gracias.

Rosa lo miró con incredulidad, pero tomó el sobre. Al abrirlo, encontró una nota escrita con una caligrafía impecable:

"Señorita, Señora, niñita o lo que seas, mis palabras fueron duras e injustas. No tengo excusa para lo que dije, pero me gustaría redimirme. Si lo permite, quiero comprar sus manillas para un evento especial. Clara luego puede explicarle los detalles. Espero acepte mi oferta. —Sebastián."

Rosa no sabía cómo reaccionar. «¡Es un completo desgraciado, hasta escribiendo el guerito este quiere insultar» Pensó.

¿Era esto una verdadera disculpa o simplemente una manera de aliviar su propia culpa? Mientras leía y releía la nota, una mezcla de emociones la invadía.

Rosa frunció el ceño, recordando con claridad el encuentro humillante de aquella mañana.

—¿Qué quiere ahora este? —respondió con un tono ácido, aunque manteniendo la compostura.
—¿Qué te mando Sebastián? —pregunto Clara con media sonrisa.
—Pues... Mírele usted. —le entrega el sobre y la carta—. La neta que es bien raro el riquillo ese.
—Nada de eso, Rosa. El señor Sebastián desea disculparse por lo ocurrido. Admitió que fue demasiado duro contigo. De hecho, está interesado en conocer más sobre tu trabajo.

Rosa alzó una ceja, sorprendida.

—¿Disculparse? —repitió, incrédula—. ¿Y cómo sé que no es una trampa para humillarme otra vez? De lengua me hecho un taco.

Clara soltó una risa breve, casi maternal.

—Entiendo tus dudas, pero puedo asegurarte que sus intenciones son genuinas. De hecho, quisiera invitarte a la mansión mañana para que le muestres tus manillas. Seguro él cree que podríamos encontrar un lugar donde venderlas.

Rosa cruzó los brazos, evaluando la propuesta. Aunque aún sentía la espina de la humillación, también sabía que era una oportunidad que no podía ignorar.

—Está bien, iré. Pero si intenta algo, le diré sus verdades de nuevo. —respondió con determinación.

Clara asintió, sonriendo.

—Mañana, a las diez de la mañana en este mismo lugar. —sonrió Clara—. Me tengo que ir. —la abrazo con un calor que removió su corazón.

Cuando Clara se marchó, Rosa se quedó reflexionando. Sentía una mezcla de nerviosismo y curiosidad, pero sobre todo, determinación...

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