CAPÍTULO IV. TODO AQUELLO QUE NO SOMOS.
Torben volvió a gruñir y antes incluso de que abriera la boca, la frente de Jasón golpeó en tierra varias veces en un obvio gesto de frustración y cansancio.
—Vuelve a decirme por qué estamos aquí, tendidos cuan largo somos sobre el suelo helado o agazapados como ladrones detrás de los árboles, espiando a los vecinos. —dijo el aprendiz de herrero.
"Desde luego, cuando Torben no ve algo claro no le importa hacértelo saber... una y otra y otra vez", pensó.
Kaj (¿o quizá debería llamarlo Bartram a partir de ahora?), se rio bajito a su lado.
—¿Siempre es así? —Le susurró—. Es casi como verlo trabajar en la herrería, alzando esa enorme maza sin descanso, golpeando el metal hasta que lo ablanda.
"No lo podrías haber descrito mejor", asintió en su interior Jasón. Torben era leal, inteligente y buena persona. Pero también tozudo como una mula vieja cuando algo no encajaba en su visión del mundo.
Sin embargo, y viendo enrojecer el rostro de su amigo ante el comentario de Kaj, intervino para evitar que se iniciara una discusión inoportuna.
—Escucha —dijo en tono tranquilizador—Mira hacia el pueblo, colina abajo. ¿No hay nada que capte tu atención?, ¿algo fuera de lo normal?
Torben frunció el ceño, mirando en la dirección que se le indicaba. Kaj, situado entre ambos, asintió a Jasón en silencio.
"Él también se ha percatado. Por mucho que duela o que prefiramos ignorarlo, la historia que nos contó la abuela tiene visos de autenticidad. Algo está cociéndose en el pueblo ahora mismo. Y la familia que reside aquí, en lo alto de la colina, es el foco".
Torben continuaba observando y, por experiencia, sabía que se tomaría su tiempo en contestar. Así que se volvió hacia la pequeña Lizeth, sentada de espaldas a ellos y semioculta tras un árbol.
La vio retorcerse las manos, presa de una silenciosa ansiedad.
Se desplazó hacia ella arrastrándose, separándose de los otros dos, y le preguntó:
—¿Estás bien?
—¿Lo estarías tú? —Le contestó sin mirarle—. Si tu abuela te contase una historia de terror, casi una confesión de crímenes que convierte a tu padre en un maníaco homicida... ¿Estarías bien?
Ahora sí, le miró a la cara. Tenía los ojos rojos de llanto y ellos ni siquiera lo habían notado. La habían dejado sola, rumiando con su dolor y su culpabilidad. Sin pensar en todo lo que aquello implicaba para ella.
"Para todos en realidad. Atañe a todo el pueblo. Pero es cierto que para ella es el bocado más amargo de todos".
—No lo sé. Mi padre y yo tenemos una relación... complicada —Se sinceró Jasón por primera vez en mucho tiempo—. La mayor parte del tiempo se limita a tolerarme y el resto me mira de una forma que no sé cómo interpretar.
"¿Seguro?, ¿de veras?", susurró la voz de su abuelo en algún rincón de su psique.
—Pero sí —continuó, ignorando la voz—. Dolería y daría mucho miedo al mismo tiempo.
La chica miró hacia arriba, aspirando el aire con fuerza antes de hablar.
—No hago más que rezar para que no sea así —dijo—. Para que estemos perdiendo el tiempo aquí, como niños pequeños jugando a las aventuras, pero...
—Pero sientes que todo es real —Se dejó oír la voz de Kaj, casi un murmullo—. Venid los dos, Torben quiere decir algo.
Un relámpago de terror se asomó a los ojos de la chica, pero Jasón la cogió de la manos y la guió hacia donde estaban los otros dos. Ahora los cuatro estaban tendidos en el suelo, a cubierto tras la hojarasca otoñal.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jasón.
Torben se humedeció los labios con la lengua antes de hablar. Su lenguaje corporal había cambiado. La cerrazón de antes había dejado paso al desasosiego.
—Ya había notado que el bullicio era mucho menor que de costumbre y que a los niños los había metido en las casas. Pero pensaba que era debido a la niebla tan extraña que se está acercando. —dijo éste señalando a las cercanas laderas, ya casi invisibles, donde apenas los árboles más altos lograban mostrar sus copas.
—Pero el lavadero está aquí al lado y todavía tiene mucha ropa tendida en él. Cualquier mujer en su sano juicio la hubiera retirado ya para evitar que la niebla la vuelva a empapar, pero no ha subido ninguna. —Se detuvo, como ponderando de nuevo sus palabras.
—Diles lo de las ventanas. —Lo empujó kaj, comprendiendo su reticencia.
—¿Qué pasa con las ventanas? —preguntó Lizeth.
—Están poniendo velas, candiles, o yo qué sé. Se han ido iluminando una a una desde que comenzó a oscurecer, casi siempre en la planta más alta. Como si desearan que fueran visibles desde la distancia. Pero es pronto, aún hay luz y las velas y aceites cada vez son más difíciles de conseguir en estos días. ¿Quién malgasta velas si dispone de un buen fuego en la chimenea? —Acabó preguntándose Torben en voz alta.
Jasón miró a Kaj, que se mantenía erguido con gran esfuerzo sobre los codos, vigilando el pueblo. Todo cuanto había desgranado Torben, ya lo habían advertido ambos hacía rato.
—Hace rato que los veo, moviéndose de casa en casa. Una docena de personas cubiertas con capuchas oscuras. Es a su paso cuando las luces se encienden. Imagino que es una señal para el resto de los familiares y vecinos. De que están bien y han superado el sorteo. —suspiró Kaj, volviendo a tumbarse. Estaba sudando. Mantener aquella posición con el estado actual de sus costillas era un esfuerzo espantoso.
—Creo que mi casa fue la primera que visitaron, porque las luces comenzaron a prender en el extremo opuesto del pueblo. Desde entonces, han ido avanzando en esta dirección —explicó Jasón—. Estoy convencido de que acabarán viniendo aquí arriba. Están dejando a esta familia para el final.
Torben guardó silencio, con los puños apretados. Lizeth dejó escapar un sollozo.
—Es cierto todo cuanto dijo su abuela. —dijo el aprendiz de herrero realizando un signo contra el mal de ojo. Jasón se sorprendió. Era la primera vez que veía a su amigo resbalar en la ciénaga de los prejuicios de aquella forma. Si era supersticioso, jamás se lo había demostrado.
"Tienes que comprenderle. Su percepción del mundo, de su orden y posición en él se han trastocado sin remedio. Es normal que busque consuelo o protección en rituales comúnmente aceptados por todos. ¿Acaso Lizeth no estaba rezando no se sabe a qué deidad?"
Jasón sacudió la cabeza, molesto consigo mismo. Ese juego mental, ese "desdoblamiento" por llamarlo de alguna manera, le había ayudado a sentirse cerca de su abuelo después de su muerte. Pero ahora lo estaba llevando demasiado lejos. La voz venía cada vez con mayor facilidad y comenzaba a costarle reconocerse a sí mismo en ella.
—Mi abuela no mentía. Ojalá lo hubiera hecho —contestó Lizeth a Torben, sacando a Jasón de sus pensamientos—. Que vengan a esta casa en último lugar, lo demuestra.
—El sorteo para el sacrificio está amañado. El alcalde —dijo Kaj evitando de forma deliberada usar la palabra "padre"—, escoge las víctimas a dedo junto con su camarilla de fieles. Gjerta ya sabía que vendrían a por el hijo del cabrero.
—"Devora el pueblo poco a poco, de un mordisco cada vez y siempre por los bordes. Por eso la mayoría se ha trasladado al centro de la población, ocupando las casas vacías de los que marcharon cuando todo esto comenzó. Nadie habla de ello, pero la gente intuye una pauta y trata de apartarse de su camino. No les servirá de nada a la larga". —repitió Lizeth las palabras de su abuela.
—Esa cosa de las montañas exigirá sangre, pero no cabe duda de que la alcaldía le está sacando partido a la situación. Los terrenos y propiedades sin herederos pasan a estar bajo su poder. Abandonar tus tierras familiares y moverte al pueblo acabará por no servir de nada. Elige a las familias de la periferia porque son los residentes más antiguos de la zona, los que ostentan un oficio y tienen mayor peso en la comunidad. —opinó Jasón, sombrío.
—Está eliminando a la competencia, sí —respondió Kaj volviéndose hacia él de repente—. ¿Tu padre no tiene voto en la asamblea?
—Eso mismo estaba pensando yo. —confesó Torben, preocupado.
Jasón asintió. Él ya había echado sus cuentas, y no eran buenas en absoluto.
—Heredó ese derecho de mi abuelo. Y para mí solo significa una cosa... —dejó la frase en suspenso porque no era necesario añadir nada más.
Quedaron en silencio y cabizbajos, hasta que la comitiva ascendió por la colina y rodeó la vivienda. Uno de los encapuchados cedió su antorcha a uno de sus compañeros para que la sostuviera, y llamó a la puerta. Abrió un muchacho rubio de pelo revuelto, que se sorprendió al ver quiénes eran, pero no tardó en regresar al interior arrastrado por su madre. En la puerta asomó un hombre menudo y curtido por las incontables horas de vigilia junto a los rebaños, al que entregaron algo que observó con aprensión durante unos segundos, para acabar arrojándolo lejos, como si quemara. Después escupió al suelo frente a los pies del que le había dado el objeto y se introdujo en la casa, cerrando de un portazo.
Algunos de los encapuchados se soliviantaron con el gesto e hicieron ademán de ir a derribar la puerta, pero el que estaba al frente alzó una mano y los detuvo.
Lizeth reconoció el tono grave de la voz de su padre cuando lo escuchó hablar en voz alta, dirigiéndose a los ocupantes del edificio y, al mismo tiempo, a sus compañeros:
—No importa, lo comprendo. Pero al amanecer del tercer día a partir de ahora regresaremos a por el muchacho y acataréis la ley. O toda vuestra familia afrontará las consecuencias. El bien de muchos está por encima del futuro de unos pocos. Así se decidió.
Nadie respondió desde el interior y el grupo de hombres comenzó a desfilar camino abajo, regresando a sus casas.
Torben se puso en pie cuando estuvo seguro de que la distancia y la oscuridad eran más que suficientes y dijo:
—Vamos a vigilar al chico del cabrero por turnos. Debemos de averiguar cuándo y a dónde lo llevarán y seguirlos. Hay que enterarse de qué ocurre, a qué tipo de ser nos enfrentamos capaz de amedrentar hasta este punto a una población entera.
—Torben... —Comenzó a decir Jasón.
—¡No! —Le apuntó éste con un dedo—. Te conozco, y sé que estás planeando hacerlo tú solo, maldito sea tu abuelo y todas esas historias de héroes y guerreros que te ha metido en la cabeza. Esta vez haremos las cosas a mi manera porque esto nos atañe a todos y tarde o temprano nos alcanzará.
Se le rompió la voz en ese momento y enfurecido consigo mismo se enjugó las lágrimas de rabia, frustración y miedo con una mano que era un puño cerrado:
—Porque el próximo eres tú casi seguro, puñetero idiota.
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Jasón se detuvo sólo tras haber penetrado varios cientos de metros en la espesura del bosque. Los primeros copos de nieve llegaron sin previo aviso, como una nube de dientes de león de tamaño diminuto que insistían en chocar los unos con los otros. Miró hacia atrás al tiempo que se ocultaba tras un vetusto árbol de corteza gris y contuvo la respiración, expectante.
"Creo que los he burlado. Al menos de momento", pensó aliviado al ver que nadie salía del pueblo en su persecución.
Había estado inmerso en sus recuerdos con tal intensidad que había cumplimentado la distancia que separaba su casa del bosque a más velocidad de la pretendida y sin ser consciente de ello.
"El hijo del cabrero. Clemens era su nombre. Ya parece que ha pasado una eternidad desde aquello".
Aguardó un poco más, solo para estar seguro, pero nada ni nadie se movía dentro de su rango de visión, así que comenzó a correr sin esforzarse demasiado. Buscando poner distancia entre él y un eventual perseguidor, pero sin agotarse en el proceso. Sus muchos días de trampero y cazador le habían acostumbrado a las largas marchas y al paso vivo mientras perseguía a sus presas. Sin embargo, ahora debía adaptarse a su nueva equipación y moverse con la cota de malla y la espada en la cintura exigía encontrar una nueva forma de avanzar; casi de caminar.
Atacó con decisión la primera cuesta, buscando pisar siempre sobre el terreno más rocoso posible a fin de minimizar el rastro que iba dejando atrás, dirigiéndose en dirección al este en línea recta.
"Creerán que trato de huir presa del pánico. Sin agua, sin víveres. Solo con mi desesperación a cuestas", pensaba mientras alzaba la cabeza para examinar la cada vez más cercana montaña.
"Para cuando se den cuenta de que he tomado la ruta que bordea el valle, la nieve ya habrá cubierto mi rastro y estaremos marchando rumbo al norte".
"A matar a un Dios".
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Jantzen, el padre de Jasón, contemplaba la distancia que mediaba entre el cobertizo donde guardaba las trampas y su casa, con la tensa incertidumbre del que debe cruzar una ciénaga y teme perder pie.
Exhaló con lentitud y comenzó a avanzar despacio mientras la nieve se acumulaba en el suelo y el blanco se apoderaba del paisaje.
Alzó su mirada hacia las montañas que rodeaban el valle donde se encontraban. Un manto oscuro de gris estriado se extendía ocultando las altas cumbres. Pronto tendrían que encerrarse en sus casas y rogar porque no se prolongara demasiado.
—No habrá suerte —dijo entre dientes—, la primera borrasca del invierno y promete ser descomunal.
Entró sin saludar, como de costumbre. No era un hombre de muchas palabras y su mujer ya lo sabía cuándo aceptó su propuesta de matrimonio. Sus silencios siempre habían sido entre ellos dos tan elocuentes como un beso o una caricia en otra pareja.
Pero hoy el mutismo y la espalda de su esposa, inmersa en apariencia en la tarea de limpiar pescado, le incomodó hasta tal punto que tuvo que hablar; decir algo, lo que fuera.
—Ha comenzado a nevar —Comenzó con voz ronca, dudando si sentarse o continuar de pie... quizá acercarse a ella—. Esperemos que no sea como la del año en que nacieron los pequeños. Si se congela de nuevo el mar en el estrecho, hasta el pescado comenzará a escasear.
Estaba sudando frio y no comprendía muy bien a qué era debido. Necesitaba hacer algo.
—Mejor comprobamos las provisiones que tenemos aquí. —Estaba diciendo, cuando su mujer, Bergitte, le interrumpió.
—Calla. Basta. —espetó sin volverse. Las escamas del pescado saltaban como pedacitos de hielo a su alrededor, tal era su furia manejando el cuchillo.
—¿Te oyes?, ¿te estás escuchando? —Iba alzando la voz conforme hablaba.
—Mujer... —Fue lo único que supo decir, cogido por sorpresa por una tormenta que no esperaba.
—No has preguntado ni una sola vez por tu hijo. —Se volvió hacia él, acusándole con la punta del cuchillo.
Cierto, no lo había hecho pese a que sus ojos iban sin querer, una y otra vez, escaleras arriba. Aguardando a verlo salir de su cuarto. Temiendo ese momento.
Ahora, las palabras de su mujer borraron de un plumazo esos temores, solo para sustituirlos por un miedo mayor.
—¿Dónde está el chico? —Se rehízo, avanzando un paso hacia su esposa, ignorando el cuchillo extendido hacia él.
—¿Qué te importa? —Contestó ella después de un prolongado silencio. Bajó el cuchillo despacio, sin apartar su mirada rota del hombre en el que ya no reconocía a su marido. ¿Se reconocía ella, acaso?
—Importa. Y lo sabes. —Trató de sonar firme y severo, tal y como se esperaba de él en estas circunstancias, pero identificó el timbre de la duda en su propio tono.
—Yo nunca estuve de acuerdo con esto. —susurró ella, dándose la vuelta y dejando el cuchillo junto al pescado.
Bergitte apoyó las dos manos sobre la tarima y agachó la cabeza al tiempo que encorvaba la espalda.
Jantzen contuvo el impulso de ir a masajearle la columna, como tantas veces, para aliviar los dolores que sufría desde hacía años. No podía relajarse ni dejar caer su máscara, había demasiado en juego.
—Saldré a buscarlo y lo traeré de vuelta antes de que alguien en el pueblo advierta su ausencia.
—¿Por qué... ¿por qué no nos fuimos? —Lo encaró ella de repente sujetándole por las solapas del abrigo—. Irnos como los otros.
Jantzen no contestó mientras sujetaba las manos de su mujer para obligarla a soltarle.
Algo tuvo que ver en su rostro que le hizo comprender sus permanentes silencios sobre el tema, porque vio nacer un nuevo terror en sus pupilas conforme se separaba de él.
—No puede ser... —susurró horrorizada.
El hombre salió fuera y de inmediato su cabello y hombros se cubrieron de diminutos copos de nieve. Comenzó a alejarse, imaginado la ruta de huida escogida por su hijo.
—¡No es tu padre! —gritó detrás de él su mujer.
"No, pero tiene su misma mirada. Una censura, un desacuerdo que no necesita ser expresado...", pensaba.
"Hay pedernal tras esa mirada. Y la temo".
Bergitte, contemplando su espalda mientras marchaba y con los puños apretados de impotencia, dijo tragándose las lágrimas:
—Que ni tu miedo ni tus prejuicios guíen tu mano, Jantzen de los llanos del sur. O jamás volveré a mirarte a la cara.
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