SIETE.


 Había pasado una maldita semana desde aquella noche de pasión. Siete días en los que Minho había hecho todo lo posible por evitar a Taemin, como si su vida dependiera de ello. Lo esquivaba con la precisión de un maestro en la evasión, asegurándose de no cruzar caminos con él, al menos no directamente. Pero el destino, cruel y caprichoso, parecía disfrutar arrojándolo frente a la presencia del rubio cuando menos lo deseaba.

La primera vez fue afuera de su edificio. Taemin estaba al otro lado de la calle, con esa sonrisa despreocupada que siempre llevaba en el rostro.

—¡Minho! —lo llamó con entusiasmo, alzando una mano para saludarlo.

Pero Minho fingió no verlo. Su mirada pasó de largo, helada, como si Taemin fuera un desconocido más en medio del bullicio de la ciudad. Dio media vuelta y entró al edificio sin mirar atrás, sintiendo un nudo tensarse en su estómago.

La segunda vez ocurrió en el supermercado. Minho apenas dobló en un pasillo cuando lo vio. Taemin hojeaba distraídamente un paquete de galletas, ajeno a su presencia. Un escalofrío recorrió la espalda de Minho. No esperó a que el otro lo notara. Simplemente abandonó su carrito de compras a medio llenar y salió del lugar con pasos apresurados, sin mirar atrás, sin detenerse a cuestionar el temblor en sus manos.

No. No iba a volver a entablar ni siquiera un simple saludo con Taemin. No podía.

Pero entonces llegó un día en que Eun, su esposa, lo miró con esos ojos dulces y le preguntó con inocencia:

—¿ Ya fuiste a ver al señor Lee? Para que, te preste algunas revistas.

Minho se tensó. Se mordió la lengua para contener su respuesta inicial, pero la frustración lo devoró por dentro. Ya estaba harto, demasiado agotado de todo esto. Su voz salió más dura de lo que pretendía.

—No me interesa nada de eso. No insistas, no iré.

Eun parpadeó, sorprendida. Minho rara vez le hablaba así. Pero él no terminó. La rabia que lo consumía necesitaba un escape, y ella, sin quererlo, se había convertido en su blanco.

—Soy un profesor universitario, Eun. Yo sí tengo cosas que hacer. No pienso perder mi tiempo con revistas baratas.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Eun bajó la mirada y, aunque no derramó una lágrima, sus ojos se cristalizaron con una tristeza que golpeó a Minho con una punzada de culpa inmediata.

"Mierda..." —Se pasó una mano por el rostro, exhalando con frustración.

—Lo siento —murmuró, pero Eun no respondió.

Consciente del daño que había hecho, intentó suavizar el momento, obligándose a esbozar una sonrisa.

—Prefiero pasar el poco tiempo libre que tengo contigo. ¿Qué te parece si vamos por un helado?

Eun dudó por un instante, pero finalmente asintió. Minho fue por la silla de ruedas que ella usaba cuando salían. La acomodó con cuidado, tratando de redimirse con pequeños gestos silenciosos, y la llevó fuera del departamento, empujando la silla con suavidad.

 Solo fueron dos cuadras hasta la heladería, pero la humedad de la tarde se sentía más densa de lo habitual. Eun escogió un helado de fresa, mientras que Minho pidió uno de chocolate. Lo fueron comiendo con calma mientras iban de regreso al edificio.

Minho presionó el botón del ascensor. Cuando las puertas metálicas se deslizaron para abrirse. Subieron y esperaron a que se cerraran, pero justo antes de que lo hicieran, alguien más entró.

—Hola, gusto en volver a verte —saludó el recién llegado con una sonrisa casual.

Minho sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Su respiración se entrecortó, sus dedos se crisparon en torno al barquillo de su helado. Era él. El chico de piel morena que le había abierto la puerta del departamento de Taemin la noche de la fiesta. Esa noche. La que llevaba semanas intentando borrar de su memoria.

Se quedó inmóvil, rígido como una estatua, y solo asintió con la cabeza, como si su silencio pudiera deshacer el encuentro.

Eun, a su lado, notó su tensión de inmediato y  con discreción, tomó la mano de Minho, entrelazando sus dedos con los de él, brindándole un ancla, un recordatorio de su presencia.

El ascensor llegó a su destino, y los tres bajaron juntos. El chico se despidió con naturalidad.

—Adiós.

Minho volvió a asentir, esta vez sintiendo que la garganta se le cerraba.

Cuando entraron a su departamento, Eun le preguntó. —¿Conoces a ese chico?

Minho parpadeó, tratando de recomponerse.

—No... no lo creo. Quizás me confundió con alguien más.

Eun no quedó convencida con la respuesta, pero no insistió más.

Más tarde, en su habitación, Minho la ayudó a asearse, la arropó con suavidad y depositó un beso en su mejilla antes de susurrarle:

—Descansa, preciosa.

—Igual tú, cariño —respondió ella con ternura, antes de acomodarse en la cama y cerrar los ojos.

Minho se quedó a su lado, inmóvil, con la mirada fija en el techo. Y entonces ocurrió. Como cada noche. Como un tormento sin tregua.

Los pensamientos lo devoraron. Taemin.

Taemin seguía ahí. En su mente. En su piel.

En cada jodido pensamiento que no podía controlar. Luego, se retiró a su habitación, donde sin duda continuaría con su tormento.

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 Para Minho, aquel día había sido un completo desastre. No había podido dormir en toda la noche, su cabeza latía con un dolor sordo y su cuerpo se sentía pesado, como si lo hubieran golpeado. Para colmo, esa mañana, cuando iba camino a la universidad junto a Jinki, el auto se averió en plena carretera. Una llanta ponchada los dejó varados en medio del tráfico, justo cuando el tiempo apremiaba.

Minho, con la paciencia al límite, se ofreció de inmediato a cambiar el neumático, pero Jinki se cruzó de brazos y se negó rotundamente.

—Pago un seguro de cobertura amplia para no tener que ensuciarme, así que olvídalo —declaró con esa serenidad irritante que lo caracterizaba.

Minho cerró los ojos un instante, conteniendo una maldición. Intentó insistir, pero Jinki no cedió. No quedó más remedio que esperar al auxilio vial, viendo los minutos escaparse como arena entre los dedos.

Cuando por fin lograron llegar a la universidad, Minho ya tenía claro que su día seguiría cuesta abajo. Apenas puso un pie en el edificio, el director lo interceptó con el ceño fruncido.

—Señor Choi, ha llegado usted una hora tarde.

Su tono era seco, implacable.

Minho apretó la mandíbula, luchando contra el impulso de disculparse. La excusa estaba en su lengua, pero la mirada severa del señor Park le dejó claro que no serviría de nada. La reprimenda que siguió lo hizo sentirse como un estudiante otra vez, ese que siempre era vigilado con lupa, esperando el mínimo desliz para recibir un castigo.

Cuando por fin terminó la jornada, Jinki lo dejó en su departamento a las siete en punto. Minho descendió del auto sintiendo el peso del día acumulado en sus hombros. Solo quería tomar una ducha y hundirse en la cama. Pero en cuanto abrió la puerta de su hogar, todo su cansancio se vio reemplazado por una furia inesperada.

Lo primero que vio fue a su esposa, Eun, sentada en el sofá, con una sonrisa luminosa en el rostro. Pero no estaba sola. Frente a ella, relajado como si aquel fuera su propio hogar, estaba Taemin.

Ambos reían. Sus risas llenaban la estancia con una ligereza que lo hizo crisparse. Se veían cómodos, cómplices. Como si él no existiera.

—Eun —gruñó, su voz áspera y cargada de un cansancio que se transformaba en rabia.

Ella giró enseguida, sin perder del todo la calidez en su expresión.

—Cariño, qué bueno que llegaste. El señor Lee me estaba contando una anécdota muy graciosa sobre su trabajo. Ven, siéntate con nosotros para que la escuches.

Minho sintió que su día, ya de por sí miserable, se volvía aún peor.

—No. Estoy cansado y me voy a dormir. Y tú deberías hacer lo mismo, estás enferma.

El ambiente se congeló. La expresión de Eun se endureció de inmediato. No dijo nada, pero la decepción en su mirada fue más punzante que cualquier reproche.

Taemin, por su parte, se levantó sin decir palabra. Su rostro no reflejaba enojo ni molestia, solo una calma calculada que, de alguna forma, lo irritó aún más.

—Me retiro, hermosa. Ya continuaremos en otra ocasión.

Minho sintió que la sangre le hervía ante la forma en que lo ignoraba deliberadamente. Pero no iba a dejarlo ir así de fácil.

Se adelantó, abriendo la puerta antes de que Taemin lo hiciera. Se inclinó ligeramente, lo suficiente para que su voz solo fuera escuchada por él.

—No quiero volver a verte en mi casa. Ya no eres bienvenido.

Taemin lo miró entonces, con una media sonrisa vacía, sin rastro de sorpresa.

—No te preocupes, Minho. No regresaré más.

Y con esa última frase, se marchó.

Minho cerró la puerta con más fuerza de la necesaria. Sus músculos estaban rígidos, su mandíbula apretada. Se giró para buscar a Eun, dispuesto a llevarla a la cama y asegurarse de que descansara, pero para su sorpresa, ya no estaba en la sala.

Cuando se acercó a la puerta de su habitación, la encontró cerrada.

Tocó un par de veces.

—Eun.

Silencio.

Volvió a tocar, esta vez con más insistencia, pero no obtuvo respuesta.

Sabía que se había pasado. Sabía que su actitud había sido horrible. Pero disculparse no estaba en sus planes. No en ese momento. No cuando la rabia aún le ardía en el pecho.

Así que simplemente se alejó, se metió en su habitación, se desvistió con desgano y se metió bajo el agua caliente de la ducha. Esperaba que al menos eso le diera un poco de paz.

 Pero cuando cerró los ojos, la imagen de Eun riendo con Taemin seguía ardiendo en su mente como una herida abierta. Y eso solo avivó su furia. Estaba celoso, malditamente celoso, pero lo peor no era Eun... lo peor era que su rabia no tenía nada que ver con ella. Era por Lee Taemin, por ese maldito hombre que le tenía el alma encadenada, que le robaba el aliento con una sola mirada y por quien estaba irremediablemente enamorado. Y, aun así, hacía todo lo posible por negarlo, aferrándose a una mentira que cada día pesaba más.

 Al día siguiente, cuando Minho entró en la habitación con la bandeja de desayuno en las manos, su expresión reflejaba arrepentimiento. Sabía que Eun merecía una disculpa y, ahora que su temperamento se había calmado, estaba dispuesto a dársela.

Se sentó en el borde de la cama y la miró con ternura, deslizando un mechón de su cabello detrás de su oreja antes de tomar su mano entre las suyas.

—Preciosa... anoche me comporté como un verdadero imbécil —admitió en un susurro, con el peso de la culpa en cada palabra.

Eun le dedicó una sonrisa suave. —Minho, cariño...

Pero él negó con la cabeza y apoyó un dedo sobre sus labios para silenciarla con delicadeza.

—Shhh... déjame terminar. Quiero que me perdones, porque sé que he estado insoportable últimamente... y es que... —hizo una pausa, buscando las palabras adecuadas, pero antes de que pudiera continuar, Eun lo interrumpió con una afirmación que lo dejó helado.

—Cariño, yo sé lo que te pasa.

Minho sintió cómo el aire se le atascaba en la garganta. La miró, completamente inmóvil, con la sorpresa reflejada en su rostro.

—¿Cómo... cómo es que sabes? Eun, yo no...

—Estás celoso.

La naturalidad con la que lo dijo lo desarmó por completo.

—Y, para ser sincera, en lugar de molestarme, me agrada —continuó ella, acariciándole suavemente los nudillos con el pulgar—. Me haces sentir que todavía te gusto.

Minho bajó la mirada. Su pecho se comprimió con una sensación amarga que no esperaba.

—Pero no tienes que preocuparte —añadió ella—. El señor Lee solo es amable conmigo... porque creo que le gusta Luna.

El estómago de Minho se contrajo.

—¿Quién te dijo eso? —preguntó con un hilo de voz, sintiendo un latigazo de incomodidad.

—Cuando Luna le pidió quedarse conmigo hasta que tú llegaras, él aceptó sin dudarlo —explicó Eun con tranquilidad—. Y no creo que le interese una mujer enferma como yo. Lo hizo por quedar bien con ella.

Las palabras de Eun se clavaron en Minho como agujas invisibles. Sintió un nudo en la garganta, una punzada de dolor mezclada con algo que no quería admitir... pero ahí estaba, tan evidente. —Taemin, Taemin, Taemin. Su condena. Su tentación. Su pasión prohibida.

CONTINUARÁ...

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