Adaptación
La recámara de Aemond era enorme o así le pareció, abriendo sus ojos lo más grande posible al contemplar todo tan bonito, limpio y nuevo. Tenía una segunda planta donde había montones de juguetes y libros y otras tantas cosas que no supo ni a dónde mirar. Esa sería su casa ahora, con sus padres Harwin y Daemon.
—¿Te gusta, mi príncipe? —preguntó Harwin, sonriendo al ver su carita de sorpresa.
—Es... todo muy bonito. Sí, ¡sí me gusta! —jadeó Aemond, apretando su osito de la emoción— ¿T-Todo es para mí?
—Así es —se unió Daemon— Son tus juguetes, tus libros, tus cosas.
—¿Los puedo usar? —eso no lo pudo creer, haciendo una boca de pescado— ¿Yo puedo... jugar con todo esto?
La mirada de Daemon vaciló, pero no dejó de sonreír, acariciando sus cabellos.
—Son tuyos para jugar, para que te diviertas... oh, y estará bien si alguno llega a romperse ¿de acuerdo? Compraremos otros.
—¿Qué te parece, Aemond?
El pequeño jaló aire sonriendo de oreja a oreja. —¡Yo quiero ser su hijo para siempre!
Los días siguientes fueron por demás llenos de emoción para Aemond. Sus padres eran geniales, como de cuentos de hadas. Conoció toda la casa, jugaron por horas hasta que su pancita reclamó alimento y comió las cosas más ricas de su corta vida. Tenía montones de ropa muy bonita toda recién comprada, zapatos como de cada color. Al principio, sí le costó trabajo quedarse dormido, tenía miedo de despertar y que todo hubiera sido un sueño.
Luego le trajeron una nana llamada Alys Rivers quien iba a enseñarle cosas de algo llamado escuela porque en el orfanato nunca lo hicieron y no sabía de letras ni de contar. Ella era muy bonita y joven, sabía contar cuentos fabulosos y Aemond pronto aprendió a escribir sus primeras letras.
—¿Cómo está nuestro príncipe?
—¡Papi!
Daemon llegaba primero, luego más tarde Harwin, así que Aemond solía hacer travesuras con su papi y divertirse mucho antes de la cena.
—Hice esto para ti —le mostró un día, una enorme cartulina donde los había dibujo a los tres a lomos de un dragón.
—Oh, ¿un dragón?
—Es... el dragón de la felicidad —le explicó— Puede llevarte a un lugar donde no pasa nada malo.
Daemon besó sus cabellos. —Te trajo con nosotros y vamos a quererte mucho y cuidarte como el dragón lo desea. Dime, ¿Qué aprendiste hoy?
Los ojos de Aemond brillaron, corriendo a buscar sus libretas para mostrarle sus primeros trazos y ejercicios. Papá Harwin luego le regalaría una coronita de papel duro en color oro por ser un buen príncipe.
Harwin y Daemon lo llevaron de paseo, su primera salida de esa forma, primero harían una visita y luego irían al centro comercial. Aemond miró emocionado las calles, en el asiento trasero con su osito siempre acompañándolo. Fueron a un lugar extraño que tenía muchos jardines y un enorme edificio de muchas ventanas con gente vestida en bata blanca. Eso ya no le gustó mucho, había visto una bata de esas en el orfanato y jamás fue lindo.
—Hemos llegado —anunció papá Harwin, girándose a él— No hay nada que temer, mi príncipe. Solo veremos a la pediatra ¿de acuerdo?
Se asustó, aunque no dijo nada, tomando la mano de papi Daemon con fuerza, caminando con ellos, subiendo al elevador con toda esa gente de blanco yendo y viniendo. Aemond miró a todos lados, cada vez más pegado a la pierna de su papi, debía ser fuerte porque era un príncipe, pero cuando llegaron a una salita alfombrada y dijeron que la doctora los vería, ya no pudo más y rompió a llorar, temblando todito.
—Hey, hey, ¿qué sucede? —Daemon lo cargó, meciéndolo— Todo está bien, cariño. No pasa nada.
Quiso decirles que un hombre de lentes feos y bata blanca iba al orfanato a verlos y siempre fue malo, pero solo le salieron hipos. Se sintió muy avergonzado de no ser valiente a la mera hora, escondiéndose en el cuello de su papi. Alguien se les acercó, Aemond escuchó tintineos y una voz de mujer muy suavecita y agradable le habló.
—¡Hola, Aemond! Qué bonita día hace hoy ¿no te parece?
Giró su rostro para ver a la doctora que traía una peluca muy chistosa que tintineaba y una nariz roja enorme. Se rió sin querer, limpiándose un ojo. La doctora meció su cabeza, haciendo sonar sus cascabelitos y acomodándose su narizota.
—Mm, ¡qué niño tan bonito trajeron hoy! Yo quiero ser tu pediatra, ¿puedo ser tu pediatra?
Aemond miró a sus padres quienes le sonrieron, asintiendo, él también lo hizo más tranquilo, sorbiendo su nariz. La doctora entonces le tendió su mano.
—¡Ven! Tengo unos juguetes estupendos para que los veas, y luego, jugaremos a que tú eres el paciente y yo la pediatra, hay premio para los niños que lo hacen genial.
Olvidando su miedo, Aemond aceptó la mano, de todas formas sus papás fueron detrás, entrando a un consultorio lleno de colores, juguetes y cositas que no eran para nada feas, frías o que dolían como en el orfanato. Ya no tuvo miedo cuando lo sentaron en una mesa larga para verlo, riendo a las cosquillas o cuando la pediatra picó sus rodillas, revisó sus pies o sus orejas. Todo fue muy bueno y a cambio, recibió una paletota roja con ojos bizcos.
—Nos veremos en el siguiente mes, ¿qué te parece, Aemond?
—Okay.
Ella escribió algo que les dio a sus padres, luego se despidió con un beso en la mejilla de su pediatra como Alys le enseñó se hacía, dándole un adiós con su mano.
—¿Estuve bien? —preguntó a sus papás.
—Yo creo que te mereces una enorme enorme hamburguesa —sonrió papá Harwin.
El fin de semana, Aemond salió con sus papás a visitar una juguetería. Era la juguetería más grande que hubiera visto con todo y que no había estado en muchas para decir algo así, pero era una cosa de muchos pasillos con más pasillos. Los ojos del pequeño no sabían a dónde mirar, boquiabierto de la mano de su papi Daemon quien se puso en cuclillas.
—Elige el que más te guste.
—¿El que sea, papi?
—El que sea —se unió papá Harwin.
Aemond fue corriendo por los pasillos ¡todo era tan bonito! No supo qué juguete elegir, en casa tenía muchos lindos y que le encantaban, así que fue difícil hasta que llegó a un pasillo donde se detuvo abriendo sus ojos de par en par porque frente a él estaba un hermoso y enorme peluche de dragón. Grande, verdoso con sus alas peludas. Era perfecto. Sonriendo, casi corrió para ir a tomarlo, primero acariciándolo a punto de jalarlo, cuando una niña lo empujó, tirándolo al suelo.
—¡Es mío, tonto! —bufó la pequeña, su hermana gemela apareció, arrugando su nariz al verlo.
—¡¿Por qué le quitas su dragón a mi hermana?! ¡Grosero!
Ni siquiera supo qué decir, no se movió de ahí en el suelo, las gemelas se llevaron entre las dos el enorme peluche con Aemond sintiendo que iba a llorar. Se puso de pie, sacudiendo su overol con un puchero, respirando hondo. Que les aprovechara, niñas feas. No era su dragón, no tenía dueño.
—¿Aemond? —llamó papá Harwin.
Parpadeó rápido, buscando alrededor. Eligió un Comegalletas de su tamaño, sonriendo a sus padres alcanzándolo en aquel pasillo.
—¿Ese?
—¡Sí, este me gusta!
—De acuerdo.
Le compró un parche a su osito a quien ya había llamado "One-Eye" porque le faltaba su botón de ojito en el lado izquierdo. Así se vería como un pirata o uno de esos tipos rudos como los llamaba papá Harwin. Hubiera querido el enorme dragón verde, no había otro en la juguetería igual, pero no hubo remedio, esas niñas groseras se lo habían llevado.
Papi Daemon le cargó, mirándolo largo antes de subirlo a la camioneta, despeinándolo un poco.
—Eres todo un príncipe, Aemond, nunca lo olvides.
—No, papi.
Bah.
¿Quién necesitaba un tonto dragón de peluche?
Alys lo llevó a un parque, el Parque del Pingüino porque había un enorme pingüino muy panzón cuya lengua era una larga resbaladilla. Aemond encontró muchos juegos ahí para trepar, escalar, rodar, cruzar... hizo tanto que cuando Alys lo llamó diciendo que era hora de volver no quiso porque se había divertido montones. Fue muy emocionante aquella experiencia y prometieron volver, con sus papás el fin de semana para seguir jugando.
—El príncipe necesita un baño.
—Uh, oh.
Aemond terminó lleno de arena, hojitas secas y algunos palitos pegados a sus pantalones. Luego del baño, se quedó dibujando un rato su libro de dragones que Alys le regaló para colorear y hacer dragoncitos siguiendo los números porque él ya se los había aprendido, hasta el 20. Papi Daemon llegó, bajando a recibirlo con un gran abrazo y un beso en su mejilla.
—Mi príncipe, ¿cómo estás?
—¡Alys me llevó al Parque del Pingüino!
—Qué buena noticia, ¿y será que te queden ganas de acompañarme por unos libros y me cuentas como estuvo eso?
—¡Sí! ¡Sí tengo ganas!
Despidiéndose de Alys, salieron a la librería donde ya los conocían, a Aemond le traían libros y láminas para recortar. No se tardaron mucho, regresando a casa cantando una rima que Alys le había enseñado. Cuando llegaron a casa, el pequeño abrió sus ojos al ver el auto de papá Harwin, había llegado temprano. Tiró de la mano de papi Daemon para ir a recibirlo, este riendo al abrir la puerta, dejándolo correr por el recibidor.
—¡PAPÁ, BIEN...! —Aemond se detuvo en seco, abriendo muy grandes sus ojos.
Papá Harwin estaba ahí, abrazando un enorme, rojo y largo dragón de peluche. Tenía cuernitos en su cabeza y un cuello como de espagueti igual que su cola que parecía tenedor. Aemond no supo qué hacer, porque era hermoso y grandote como el que viera en la juguetería. Miró a sus padres, quienes le sonrieron, papi Daemon acariciando su mejilla.
—Ahí está tu propio dragón.
Corrió a abrazarlo, apretándolo con fuerza porque no lo pudo creer. ¡Tenía un dragón! Luego abrazó a papá Harwin porque se acordó que no lo había saludado, este riendo al verlo tan emocionado incapaz de hablar por el momento porque las palabras se le atoraron en el pecho de la alegría que le embargó. Sus dos papás lo rodearon, abrazando a su dragón rojo de cuello largo con ojos húmedos.
—Tú nunca vas a envidiarle nada a nadie —declaró papi Daemon— Ni tienes por qué entristecer por niños que no saben compartir. Eres nuestro príncipe, te amamos, Aemond.
—¡Y yo los amo a ustedes!
—Oh, hay algo más —papá Harwin le mostró el collar que traía el dragón— Tiene un nombre: Caraxes.
No hubo poder que lo separara de Caraxes en la cena, comió con él, vio una película sentado entre sus papás con él y claro, tuvo un lugar de honor en su cama, junto a One-Eye que ahora sería su jinete, le quedaba muy bien. Aemond sonrió feliz, acariciando la cabeza de su dragón de peluche.
—Caraxes, gracias por venir.
—¿Listo, mi príncipe?
—¡Sí, papá!
Una salida lejos en familia. Fue como wow. Papá Harwin había dicho que irían a visitar al abuelo Lyonel y que harían un picnic en su enorme jardín, una cosa bien grande que tenía hasta un bosque. Él vivía en Harrealgo, junto con su tío Larys. Fueron de compras previamente, llevando muchos alimentos que prepararían en ese lugar y que no había por allá, obviamente.
Aemond quedó embobado con el paisaje, era como entrar en un cuento de hadas, pasaron por un larguísimo lago y unos ríos, llegando entonces a esa enorme casota. Apretó su One-Eye contra su pecho, hubiera querido llevar a Caraxes, pero estaba demasiado grande y necesitaban espacio. Un hombre bajito sin cabello arriba de la cabeza salió, sonriéndoles cuando bajaron de la camioneta.
—Aemond, te presento a tu abuelo Lyonel.
—Oh, mira nada más, todo un caballerito.
El abuelo Lyonel lo cargó, haciendo un esfuerzo y acariciando su cabeza.
—Eres un niño muy lindo, Aemond.
—Gracias, abuelo.
—Ah, ahora sí que me siento viejo.
—Papá...
—¡Entren! ¡Entren! Sean bienvenidos.
Luego de los saludos, salieron a la parte trasera que era un campo muy bonito. Ahí estaba el tío Larys, usaba un bastón porque tenía una pierna mala, así le dijo papi Daemon y no debía mirar su pierna mala para nada. Aemond obedeció manteniendo sus ojos por encima de su cintura, sonriéndole y saludando. El tío Larys no era tan risueño como el abuelo, pero charló con ellos.
—Me encontré a Viserys —Lyonel miró a Daemon— Preguntó por ti.
Papi Daemon hizo esa cara como cuando un muchacho un día en el supermercado anduvo platicando con papá Harwin. Mala señal. Daemon respiró hondo, jugando a picotear su rebanada de tarta de frutas.
—¿Qué quiere ahora?
—Deberías intentar hablarle, recuperar su relación. Son hermanos.
—Luego de lo que me escupió en la cara, lo dudo —negó su papi viendo al cielo— Viserys está avergonzado de mí, no lo sacaré del error.
Eso fue todo, Aemond quedó intrigado, sí sabía que su papi Daemon tenía un hermano mayor, pero no tenía idea de que no se llevaran bien. Siguieron comiendo, el tío Larys preguntando cómo se llamaba su osito y por qué llevaba su parche.
—¿Y cómo te va en la escuela?
—Ah... no voy a la escuela.
Larys miró a su hermano, quien pellizcó apenas la mejilla de Aemond.
—Pronto, decidimos que primero queremos asentarnos y tener nuestra dinámica familiar antes de un paso tan importante. Además, Alys le da lecciones, no se resentirá cuando llegue el momento.
—Es importante para los niños convivir con los de su edad.
—Nadie ha dicho lo contrario.
—Me parece excelente idea —intervino el abuelo— Las cosas deben hacerse bien y despacio. Si lo apresuran, solo lo estresarán. Me alegra que Alys les haya ayudado.
—Es la mejor —sonrió Daemon.
Iban a quedarse ahí, en esa casota con muchas habitaciones desocupadas. Aemond juró que parecía un castillo con tantos pasillos, puertas y habitaciones, como en las películas.
—Cuidado con salir de noche —de pronto le susurró el tío Larys— Hay un fantasma horrendo que se asoma por las esquinas.
—¡Ahhhhhhh!
—¡Larys! ¡No lo asustes! —papá Harwin lo cargó— No es cierto, mi príncipe, tu tío solo bromea.
—A que no.
—Larys...
—No me quiero quedar solito —gimoteó Aemond, sus ojos aguados dirigidos a papi Daemon quien suspiró.
—De acuerdo, puedes quedarte con nosotros.
El tío Larys rió de forma curiosa, papá Harwin entrecerró sus ojos. Quien sabe, entre hermanos se entendían. Aemond solo se abrazó a papi Daemon toda la noche, viendo sospechoso a la puerta no fuera que el fantasma de Harrealgo se asomara.
Cuando papá Harwin luego se tardaba y se acababan pronto las cosas, papi Daemon solía llevarlo al supermercado que estaba no muy lejos de donde vivían. Lo ponía en el carrito, no era tan pequeño ya, pero le gustaba mucho ir así, platicando y viendo todo lo que había con muchos colores y esas muestras que luego les regalaban. Habían pasado un fin de semana muy interesante con el abuelo Lyonel, el fantasma ya no se apareció y el tío Larys le regaló por ser tan buen niño -así dijo- una espadita de madera.
—Oh, entonces One-Eye tuvo una peligrosa pelea.
—Sip. Pero ganó por poco, no tuvo miedo aunque sí tuvo miedo al principio.
—Ya veo, es un osito valiente y aguerrido.
—¿Qué es aguerrido?
—Que pelea aunque no esté seguro si ganará, pero lo hace de todas maneras porque es lo que un guerrero hace.
Aemond levantó sus cejas, pensando en ello. Papi Daemon perdió su sonrisa al ver alguien detrás de él. Giró su cabeza, parpadeando al ver a una mujer bonita aunque seria, muy bien vestida y de cabellos rubios en una trenza.
—Hola, Daemon.
—Aemma.
—Quería verte —los ojos de la mujer cayeron sobre Aemond a quien esbozó una sonrisa que no le pareció tan sincera— ¿No vas a presentarme?
Su papi se lo pensó muuuucho, aceptando de mala gana porque una ceja le tembló.
—Aemond, ella es Aemma, la esposa de mi hermano. Aemma, mi hijo Aemond.
—¿Hijo?
Hubo algo en ese tono de voz que no le gustó, le recordó al orfanato cuando alguna pareja le preguntaba su nombre y luego se marchaban sin verlo más. Aemond parpadeó un poco, su papi empujó el carrito pasando de frente a la mujer de abrigo bonito y elegante como su bolso.
—Hemos terminado de hablar.
—Pero... ¡Daemon! Viserys quiere hacer las paces.
No se detuvieron, de hecho, su papi lo sacó del carrito y lo dejaron ahí abandonado, siendo llevado en brazos a la camioneta como si llevaran mucha prisa por volver. Aemond no entendió, solo se dio cuenta de que su papi lucía triste y enojado al mismo tiempo. Besó sus cabellos al ponerle el cinturón, rodeando la camioneta con una mano pasando por sus ojos. Nunca lo había visto así de alterado.
—¿Papi?
—Está bien, cielo. No pasa nada, luego compraremos ¿sí? —las manos de Daemon temblaron— ¿Qué tal si pedimos pizza?
—¿Podemos?
—Claro que podemos.
Comer pizza no estaba en el menú de la semana, Aemond no dijo nada, quedándose bien calladito hasta que llegaron a casa. Le dio un fuerte abrazo a su papi Daemon con un beso tronado en su mejilla.
—Eres el mejor papá del mundo —se le ocurrió decir.
Y recibió una sonrisa con unos ojos aguados, pero su papi ya no estuvo enojado, cargándolo para decidir entre los dos qué pizza iban a pedir antes de jugar con Caraxes y One-Eye.
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